Por Juan Antonio Lascuraín y Fernando Gascón Derecho
Penal
La conformidad tiende a verse como una institución que
ofrece rebajas penales a cambio de agilidad procesal. Sin embargo, no son pocos
los supuestos en los que el acusado acepta razonablemente una pena mayor de la
que en justicia le correspondería. Esta entrada pretende detectar y clasificar
las razones de esta práctica y subrayar sus inconvenientes desde la perspectiva
de los valores constitucionales. En una segunda entrada trataremos de sugerir
alguna estrategia para reducir el número de casos o paliar sus consecuencias
para el honor de los conformados.
La apuesta del legislador por la conformidad en el proceso
penal: razones y sinrazones.
Cuando se analiza el funcionamiento cotidiano de la justicia
penal estadounidense –uno de los habituales espejos en que se miran los
legisladores cuando emprenden reformas procesales penales–, se encuentran unos
datos estadísticos rotundos: más del 95% de los procesos penales, tanto a nivel
federal como estatal, se resuelven sobre la base de la asunción de culpabilidad
del acusado (guilty plea), que condiciona en buena medida la pena que debe
después imponer el tribunal y que, en general, es el resultado de una previa negociación
entre el fiscal y el abogado defensor del acusado (plea bargaining). El juicio
con jurado, que tanto impacto mediático genera, es así una rara avis en el
panorama judicial estadounidense. A este lado del Atlántico las cosas son quizá
algo distintas desde el punto de vista cuantitativo, pero no lo son tanto en
cuanto a las tendencias. En efecto, la Memoria Anual de la Fiscalía General del
Estado correspondiente a 2016 señala cómo un 48% de las sentencias
condenatorias recaídas en España en procesos por delito fueron sentencias de
conformidad, es decir, sentencias en las que el tribunal condenó al acusado no
por estar convencido de su culpabilidad a partir de las pruebas practicadas en
el juicio oral, sino porque el acusado –normalmente al inicio del juicio–
manifestó expresamente estar de acuerdo con la acusación. No se trata, además,
de un fenómeno que al legislador parezca desagradarle, sino más bien lo
contrario: los dos últimos intentos de reforma global de nuestro proceso penal
(un Anteproyecto presentado en 2011 y una Propuesta publicada en 2013) apuntan
con claridad en la dirección de fomentar el protagonismo de la conformidad como
desenlace ordinario de un proceso penal y como fórmula para llegar a una
sentencia de condena.
Estos datos pueden generar perplejidad, singularmente en el
lector profano, cuya imagen de la justicia penal suele asociarse a la
solemnidad y a los formalismos del juicio oral, así como a la dialéctica
probatoria entre acusadores y acusados. Y es que, al menos a priori, parece que
el procedimiento penal, que ventila conflictos graves entre individuos y
sociedad, debería diseñarse de tal modo que posibilite la búsqueda de la verdad
fáctica (o al menos que no haya condena si no se constata la conducta lesiva)
y, en su caso, la imposición de la pena justa (dentro de la legal, quizás la
mínima que sea eficaz en términos preventivos). En este panorama, prescindir de
la confrontación entre las partes y optar por la conformidad puede resultar
sorprendente, pero se explica claramente porque –al igual que sucede en Estados
Unidos– presupone una previa negociación entre acusación y defensa, que arroja,
al menos en apariencia, un saldo positivo para ambas partes.
Razones
Gracias a la conformidad del acusado el Estado consigue una
condena a un coste menor, en términos económicos y también de “energía”. El
acusador particular puede encontrar también ventajas en la conformidad, frente
a una sentencia posterior que podría ser mayor pero que será en todo caso
posterior e insegura, dilatadora de su reparación e indemnización. El acusado,
por su parte, también obtiene ventajas, aunque no siempre estén establecidas de
forma explícita en la ley: en escenarios “ordinarios”, en los que el acusado se
sabe culpable o, al menos, considera que la acusación puede disponer de pruebas
suficientes como para sostener y pretender su condena en un juicio
contradictorio, cabe suponer que solo aceptará la conformidad con la acusación
formulada en su contra si, de algún modo, ha podido influir en ella y condicionar
su contenido; es decir, ha podido negociar en cierta medida el contenido del
escrito de acusación con el que está dispuesto a conformarse. La ventaja a que
aspira el acusado a cambio de su conformidad es una rebaja de pena (máxime,
cuando con ello consigue una pena no privativa de libertad o una pena breve de
prisión cuya ejecución sea suspendible).
Sinrazones
Estas razones, que animan a fiscales y a defensores a
abordar negociaciones en función del curso que van tomando las investigaciones,
se pueden tornar en sinrazones a nada que se analice sobre qué está versando la
negociación: nada más y nada menos que la responsabilidad penal de una persona,
a la que va asociada la imposición de una pena, que puede ser privativa de
libertad y nada desdeñable en su duración (hasta seis años de prisión). Se está
convirtiendo así en negociable, en disponible, algo que en realidad no debería
serlo. Lo que está en juego es la trascendente justicia de la pena y su propia
utilidad (el adecuado despliegue de su esencial función), que presuponen la
realidad de la conducta legalmente combatida y la elección de la pena
legalmente adecuada (la mínima eficaz).
Es por ello, por lo que la conformidad abre la puerta a
situaciones no siempre fáciles de explicar. De un lado, que la pena que se
imponga a un sujeto sea inferior a la que realmente merece y a la que sería
socialmente conveniente, o que dejen de perseguirse determinadas conductas a
cambio de conseguir la conformidad respecto de otras.
La conformidad puede suscitar así pegas desde la perspectiva
social, que es la perspectiva de una de las partes del conflicto que suscita el
delito. Pero también puede resultar inconveniente desde la perspectiva del
acusado. La atribución de plena eficacia –si se dan ciertas condiciones– a la
conformidad del acusado también da cabida a la situación inversa a la
insuficiencia de pena: que se conforme con la acusación una persona que es
inocente, o que merecería un castigo inferior al que se le acabará imponiendo,
o cuya pena concreta resulta parcialmente innecesaria a los fines de prevención
pretendidos.
En este escenario es en el que nos parece que la legitimidad
del sistema de conformidad desde el punto de vista constitucional se podría
venir especialmente abajo. En efecto, la sentencia de conformidad puede
considerarse un método válido para desvirtuar la presunción de inocencia en la
medida en que cabe entender que, al conformarse, el acusado ofrece al Estado
prueba de cargo suficiente de su culpabilidad, esto es, con aptitud para
desvirtuar el derecho fundamental a la presunción de inocencia: se asume, pues,
que es un camino que conduce en todo caso a la condena de quien se considera a
sí mismo culpable y así lo proclama. Por eso, el sistema de conformidad –con
todas las ventajas que lleva asociadas– podría dejar de ser eficiente, por
generar costes excesivos, si se constatara que en algunos casos, por las
razones que fuere, personas que son inocentes se ven de algún modo alentadas a
declararse culpables: en tal caso, los “costes” serían “excesivos”, pues
nuestro modelo penal no debería tolerar el castigo del inocente, ni siquiera
aunque este lo haya pedido. Quedaría tocado el andamiaje de nuestro sistema de
justicia penal: toleramos una institución tan intromisiva y cargante como la
pena porque resulta una reacción insustituible para la defensa de nuestro
sistema de libertades frente a quien es indudable que ha atentado gravemente
contra las mismas. Si el sistema ofrece resquicios o márgenes para que un
acusado que se considera a sí mismo inocente –y, sobre todo, que tenga visos de
serlo declarado así en sentencia tras un juicio contradictorio– se declare
culpable y se conforme con la imposición de una pena, entonces ese mismo
sistema estaría dando cobijo y apoyo a lesiones del derecho fundamental a la
presunción de inocencia. Y, de forma inevitable, también se vería menoscabado
el derecho al honor de ese acusado, en la medida en que sería tenido en la
consideración social como culpable de un delito que no cometió. Podría incluso
llegar a plantearse la posible lesión del mandato constitucional de
resocialización de las penas privativas de libertad, que no tendría fundamento
en caso de ejecución de éstas respecto de inocentes –aunque sean periodos
breves o aunque no haya privación efectiva de libertad–.
Expresado más en general, atenta contra nuestros valores
constitucionales penar a quien nada malo ha hecho o penar en exceso a quien
algo malo ha hecho. Se trata, en expresivas palabras de nuestro Tribunal
Constitucional, de un “derroche inútil de coacción” contrario a la Ley
Fundamental y, si se concreta en prisión injustificada o excesiva, vulnerador
del derecho fundamental a la libertad.
¿Es realmente posible que se conforme un inocente?
¿Acaso no lo impide la propia lógica de la negociación?
Mucho nos tememos que el peligro es real y que puede llegar a materializarse en
la práctica en más ocasiones de las deseables –siendo cero la cifra de las
ocasiones en que esto pudiera verse como deseable–. Recientes estudios
desarrollados en Estados Unidos así lo demuestran: dentro de las coordenadas
del proceso penal estadounidense, con una fiscalía poderosa al frente de la
policía judicial y un investigado en una situación real de inferioridad, en ocasiones
parece preferible declararse culpable de una infracción de menor gravedad que
exponerse al riesgo de una acusación en juicio que conduzca, tras el veredicto
de culpabilidad de un jurado o la condena de un juez profesional, a la
imposición de una pena más onerosa. Podría pensarse, con cierta ingenuidad, que
este peligro no puede materializarse en nuestro país, dadas las importantes
divergencias que existen entre nuestros respectivos modelos de proceso penal.
Es cierto, en efecto, que los modelos son distintos: pero el peligro no deriva
solo del modelo –que es diverso–, sino de la posibilidad de someter a
negociación la aceptación por el acusado de la culpabilidad que le atribuye el
acusador, sin control eficaz por parte del tribunal: y esto es algo que en
ambos ordenamientos no resulta tan distinto.
¿Por qué puede ser razonable que un inocente se conforme
como culpable?
Para evitar el riesgo de una condena grave
Están, en primer término, los supuestos en que a través de
la conformidad se aspira a evitar algunos de los riesgos e incertidumbres que
se asocian al carácter por definición impredecible de los juicios penales y de
las sentencias que dicten a su término los tribunales, asumiendo en todo caso
que nos movemos en el contexto de un sistema de justicia penal garantista, que
reconoce el derecho de defensa y en el que la absolución no es un desenlace
imposible o improbable.
En efecto, no es habitual que un inocente se proclame como
culpable al inicio del proceso penal –en fase de instrucción, por ejemplo–. La
ley, diversamente, asume que la conformidad solo tiene sentido cuando la
investigación preliminar ha arrojado datos o elementos que han permitido a un
juez decretar la apertura del juicio oral, al considerar que existían indicios
suficientes de criminalidad contra uno o varios acusados. Es obvio que este es
el escenario en el que se encuentra quien se considera a sí mismo inocente –en
muchos casos porque lo es–: ante la perspectiva de un juicio oral al término
del cual existe la posibilidad de que se dicte una sentencia de condena. Si es
así, ¿por qué conformarse –algo que conduce a una condena cierta– en vez de
defenderse en juicio –con la esperanza de una sentencia absolutoria–? Todo
depende, por supuesto, de aquello que esté dispuesta a ofrecer la contraparte
en la negociación previa a la conformidad. Si la expectativa cierta –la pena
conformada que resulte de la negociación con el fiscal– es preferible a la
consecuencia posible –la pena que pedirá el fiscal si no hay conformidad y que
es la que puede imponer el juez–, puede ser racional conformarse, máxime cuando
el juicio oral está ya en ciernes. Esto es lo que puede suceder si, a resultas
de la negociación, el acusado consigue conformarse con una acusación que se
limite a solicitar una pena de multa, en vez de una pena de prisión: si el
acusado tiene capacidad económica para afrontar la multa, elimina el riesgo de
prisión y el estigma social que genera una pena privativa de libertad,
sensiblemente mayor por su intensidad y por su mayor cognoscibilidad al ya
relevante que genera la propia condena penal. También puede obedecer a esta
lógica la conformidad de quien, gracias a la conformidad, aun sabiéndose
inocente, se asegura la imposición de una pena privativa de libertad que, por
ser inferior a dos años (y por concurrir los demás requisitos establecidos en
el artículo 80 del Código Penal), le genera la expectativa razonable de que se
decrete a su favor la suspensión de la ejecución: se evita, en definitiva, el
ingreso en prisión.
Es obvio –y puede contraargüirse– que, en cualquiera de
estos contextos, el acusado que se considera inocente tiene siempre la
posibilidad de defender su inocencia en juicio; pero puede ser razonable –desde
su óptica– eliminar la incertidumbre y el riesgo, dado que el proceso penal ha
llegado ya a una fase en que no resulta en absoluto descartable una sentencia
de condena, por muy injusta que pudiera considerarla el acusado que se sabe o
se cree inocente. Es sin duda al acusado, asistido de su letrado, a quien
corresponde apreciar y valorar el riesgo de que pueda llegarse a una sentencia
de condena injusta. A priori, quien se considera inocente debería poder confiar
en la profesionalidad y el saber hacer de los jueces, en su capacidad de
discernir las acusaciones fundadas de las que no lo son: el porcentaje de
sentencias total o parcialmente absolutorias pone de relieve que es posible
defenderse con éxito en un juicio oral y evitar así una condena que habría sido
injusta; y también es indicativo de que, en muchos casos, se decreta la
apertura del juicio oral por los instructores a pesar de que el acervo
probatorio contra todos o algunos de los acusados no es excesivamente sólido.
El inocente, por tanto, debería poder confiar en que tiene opciones reales de
defenderse con éxito en el juicio oral. Pero a pesar de las garantías que
rodean el proceso penal el riesgo de una condena errónea siempre existe y la
institución de la conformidad –en su regulación y en la praxis cotidiana– se ha
convertido en una herramienta alternativa a la defensa en juicio para la
gestión de ese riesgo, también por parte de quien es o se cree inocente.
En definitiva, puede decirse que en estos casos el acusado
inocente llega a la conclusión de que es preferible una pena leve y
personalmente asumible, que el riesgo –aunque no sea elevado– de una pena más
grave y difícil de asumir.
Para evitar los costes del proceso
En estrecha conexión con lo anterior, la conformidad también
puede ser una herramienta razonable a los ojos del acusado inocente para evitar
los costes de verse sometido al proceso penal en sí mismo, al margen de su
posible desenlace. Nos explicamos. Aunque el acusado inocente pueda confiar
lógicamente en el éxito de su defensa si finalmente llegara a celebrarse el
juicio, lo que no quiere es arrostrar las cargas asociadas directamente a la
pendencia del propio proceso. Puede tratarse de costes de índole más bien
“moral”: la tensión y el sufrimiento propio de quien se considera injustamente
acusado y quiere eliminar cuanto antes la perspectiva de un proceso largo; o
las repercusiones sobre la vida familiar y social de quien es percibido como
“imputado” o “acusado”, con las connotaciones exageradamente negativas que en
el momento presente llevan aparejadas estas situaciones procesales. Pero, asociados
a los anteriores, pueden producirse también perjuicios de dimensión económica:
ser sujeto pasivo de un proceso penal suele tener repercusiones de tipo
profesional para muchas personas físicas, singularmente a través de daños
reputacionales que pueden mermar la capacidad de negociar, de atraer clientes o
de obtener financiación; sin olvidar tampoco, por supuesto, los costes en sí de
la defensa penal que, recuérdese, no serán de ordinario objeto de reembolso a
pesar de que la sentencia sea absolutoria.
Estos inconvenientes asociados a la pendencia del proceso
penal son difícilmente evitables, por sí mismos, dado que se producen al margen
de la voluntad legal, que proclama –a menudo en vano– que la presunción de
inocencia no es una regla de enjuiciamiento, sino también una regla de
tratamiento de los encausados en procesos penales. Pero lo que importa subrayar
es que el deseo de poner fin del modo más rápido posible a estos inconvenientes
puede actuar como estímulo a la hora de negociar y acceder a una conformidad, a
una condena injusta, especialmente si esta no comporta privación de libertad
(porque se acuerde una pena más leve o una pena de prisión cuya ejecución sea
suspendible). Y no puede descartarse que a este estímulo sucumban también
quienes son o se consideran a sí mismos inocentes.
De forma singular, no puede olvidarse que la pendencia del
proceso penal puede haber comportado también la adopción de medidas cautelares
personales sobre el encausado inocente: al fin y al cabo, aunque sea o se crea inocente,
la existencia de indicios de criminalidad puede legitimar restricciones a su
libertad personal que se conviertan por sí mismas en cargas especialmente
difíciles de sobrellevar para el encausado. Piénsese, v.g., en la posible
exigencia de fianza como medida accesoria a la libertad provisional, que puede
limitar de forma severa la capacidad económica del encausado o de quienes le
hayan ayudado a financiarla. Piénsese también en posibles medidas de
comunicación o alejamiento que perturben la vida personal, familiar,
universitaria o laboral del investigado. Piénsese en fin en la retirada del
pasaporte y en la prohibición de abandonar el territorio nacional para el
encausado que resida habitualmente en el extranjero, o que sea ciudadano
extranjero, o que necesite desplazarse al extranjero para desarrollar
plenamente su vida personal o su actividad profesional.
En estos casos, por tanto, el razonamiento que puede mover
al acusado inocente a conformarse sería que resulta preferible una pena
impuesta con rapidez –a ser posible leve y personalmente asumible– a un proceso
todavía largo y costoso.
Para evitar costes a terceros
En la práctica, finalmente, también puede cobrar la máxima
relevancia para el aliento de la conformidad inocente un factor adicional, que
se deriva de la propia regulación legal de la institución: la necesidad de que,
si son varios los acusados, todos ellos se conformen. Este factor se revela
tanto más influyente en los últimos tiempos cuanto más se tiende a la
agrupación en una sola causa de conductas diversas realizadas por diversos
sujetos: cuando más frecuente es el fenómeno de la coacusación y el de la
coacusación asimétrica, con atribución muy distinta y de muy distinta gravedad
a los distintos coacusados.
En este escenario, aquel o aquellos de los acusados que sean
o se crean inocentes no deberían conformarse, si consideran, lógicamente, que
sus opciones de absolución en juicio son muy superiores a las de que sean
condenados. El problema es que su negativa arrastra al resto de acusados, tal
vez culpables, para quienes la conformidad podría resultar claramente
ventajosa. En estos casos, los vínculos personales entre los acusados (amistad,
parentesco, cooperación profesional o empresarial), u otro tipo de
circunstancias menos explicables, pueden acabar constriñendo a conformarse a
aquel o aquellos que podrían esperar una decisión favorable en caso de juicio,
para no perjudicar a los demás. Cuantos menos sean quienes se saben o se creen
inocentes, o cuanto más fuertes sean los vínculos, mayor será la presión.
El beneficio de la conformidad inocente puede serlo, no para
un coimputado, sino para la reputación y la buena marcha de la empresa que
dirige el que se conforma y que en la opinión pública se identifica con él y
que bien puede no resultar acusada. Ante el coste reputacional empresarial que
puede tener una causa penal mantenida en el tiempo y alimentada por el debate
público puede resultar sensata una conformidad que acorte en el tiempo el
proceso y el eco mediático negativo que daña la operatividad de la compañía o
su cotización en bolsa.
Un apunte final de este apartado relativo a los beneficios
de la conformidad para terceros. Tales beneficios no solo despiertan razones
morales para el que se conforma (por ejemplo, evitar un largo proceso a un
padre anciano) sino que resulta evidente que pueden suscitar presiones más o
menos incómodas y más o menos legítimas de tales terceros beneficiados. No
resulta ocioso comparar el mercadeo al que puede llegarse en estos casos a ese
otro que tanto ha preocupado recientemente a la opinión pública relativo a la
mercantilización de la interposición o de la retirada de querellas derivadas de
acciones populares.
En resumidas cuentas:
muchas de las ventajas que explican por qué los acusados que
se saben culpables promueven las negociaciones con la fiscalía y las
conformidades pueden verse también como incentivos para que, en determinadas
circunstancias, lleguen a conformarse los acusados que se consideren inocentes.
Y aunque lo más lógico debería ser que el acusado inocente confiara en el buen
funcionamiento del sistema judicial, lo cierto es que, en determinadas
circunstancias, condicionadas de forma inevitable por las deficiencias de tal
sistema, por la personalidad de cada sujeto y en especial por el modo en que
prefiera gestionar los riesgos del proceso y sus relaciones familiares o
sociales, pueden conducir a que resulte explicable la conformidad de quien se
sabe o se cree inocente, con la consiguiente renuncia a una defensa que tendría
perspectivas razonables de éxito. Y lo importante –queremos insistir en ello–
es que los motivos y razones que explican esta conducta no son objetivamente
ilógicas, irrazonables o inatendibles, sino que en determinadas situaciones
serían probablemente compartidas o comprendidas por un observador imparcial.
La conclusión anterior es grave: todo sistema de conformidad
penal, sea “a la americana”, sea “a la española”, puede dar cabida a la condena
de inocentes y a sus considerables costes constitucionales (condenas inútiles,
daños públicos al honor y a la libertad injustificados); serán presumiblemente
pocos, pues cabe confiar en que no se produzcan con demasiada frecuencia las
situaciones en que, según acabamos de esbozar, resulte “razonable” renunciar a
una defensa penal que tenga elevadas probabilidades reales de éxito. Pero, por
muy pocos que puedan llegar a ser desde el punto de vista de la estadística, no
cabe duda de que son intolerables, desde todos los puntos de vista, incluido,
singularmente, como acabamos de subrayar, el constitucional.
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