Texto recogido para nuestros lectores en almacén de
derecho. por Juan Antonio García Amado
Dudas sobre los hechos y reglas de cierre de la decisión
judicial sobre los hechos
El juez, en la sentencia, establece que un hecho queda o no
suficientemente probado, a tenor del estándar operante en la rama del derecho
de que se trate, y ese juez explicita así una creencia suya. Esto en principio
o como regla general, porque pueden darse tres circunstancias anómalas.
La primera, que no sea sincera esa declaración sobre los
hechos probados, porque el juez tenga algún motivo para engañar. Si su
argumentación sobre las pruebas es hábil y su capacidad de persuasión es alta,
esa falta de sinceridad puede quedar oculta al observador. Dejaremos de lado
aquí este tema.
La segunda eventualidad anómala ocurre cuando, como pasa en
el sistema español de juicio con jurado, es el jurado el que se pronuncia sobre
si, de acuerdo con las pruebas practicadas, ha quedado o no suficientemente
probado el hecho penal en cuestión y el juez tiene que dictar sentencia no solo
estableciendo el fallo consiguiente, sino motivando o ampliando la motivación
de ese juicio probatorio que no es un juicio suyo, sino ajeno. Cabe que más de
una vez la creencia del juez, resultante de su personal e íntima apreciación de
las pruebas, sea opuesta a la que el jurado ha manifestado y brevemente
fundado.
La tercera circunstancia anómala puede consistir en que el
juez se vea obligado a una declaración propia de hechos probados contraria a su
convicción personal. Por ejemplo, el juez cree con muy sólidas razones o
pruebas irrefutables que el acusado es culpable, pero se ve obligado a
absolverlo por falta de pruebas válidas de su culpabilidad. Tal es el caso
cuando todas las pruebas de cargo están viciadas de ilicitud y no hay ninguna
prueba incriminatoria o suficientemente incriminatoria que sea independiente de
las pruebas ilícitas disponibles.
Eso indica que en ciertos casos la expresión “No está
probado H” que se contenga en una sentencia no tiene un sentido equivalente a
la expresión “No está probado H” que se pueda contener en un estudio
científico. En una sentencia, “No está probado H” puede significar “Las pruebas
practicadas no han probado H” o “Las pruebas practicadas no han probado H de
modo jurídicamente válido”.
Pruebas científicas y pruebas jurídicas
¿Y la expresión “Está probado H”? También aquí existen
diferencias relevantes. Cuando un científico (un biólogo, por ejemplo) dice
“Está probado H”, alude a que H ha quedado empíricamente demostrado sin lugar a
dudas o sin que, tras la fase experimental suficiente, a tenor de los exigentes
estándares científicos operantes, se hayan podido manifestar excepciones o haya
podido quedar lugar a dudas fundadas. Ese enunciado científico puede ser falso.
El científico que lo formula expresa una creencia que puede ser errónea. Pero
cuando un científico afirma, en ejercicio serio de su ciencia, “Está probado
H”, quiere decir que, a tenor de los patrones disciplinares vigentes y
habiéndose dispuesto de material experimental bastante, nadie en la comunidad
científica podrá o debería poder cuestionar la verdad de H. “Está probado H” en
el lenguaje de la ciencia es la enunciación de una tesis, no de una mera hipótesis
equivalente a “Es (muy) probable H”, “Es casi seguro que H”, “Es muy difícil no
creer H”, etc. En cambio, en una sentencia “Está probado H” no tiene ese
sentido necesariamente. ¿Por qué? Porque, cuando H es inicialmente dudoso o
discutible, los jueces o tribunales no disponen de las condiciones “ideales”
del trabajo científico, como tiempo prácticamente ilimitado antes de tener que
formular un enunciado sobre la verdad de H. El “proceso” científico no concluye
al cabo de un tiempo o unos trámites determinados y con la obligación de que en
ese momento necesariamente conclusivo el investigador se pronuncie con un sí
está probado H o un no está probado H, sino que la investigación puede
prolongarse por tiempo indefinido y a la espera de nuevos medios y nuevas
circunstancias. No pasa así en un pleito, que debe acabar en una sentencia
después de determinados trámites o pasos. Además, cuando en ciencia un hecho no
se considera probado o todavía probado, las cosas siguen como estaban, nadie
gana una disputa que dé derecho a algo, mientras que en derecho la decisión
sobre si ha sido o no probado el hecho en debate implica darle la razón a una
de las partes en pugna y, muchas veces, dirimir así una disputa entre ellas
sobre un bien o interés. Tampoco hacen los jueces su labor en el seno de una
comunidad científica analítica y crítica que se guía solo o fundamentalmente
por la verdad, sino en el contexto de una dialéctica procesal en la que cada
parte busca la victoria, trata de salirse con la suya y donde ni siquiera se
considera ilícita toda maniobra no abiertamente prohibida para persuadir al
juez incluso en contra de la verdad, para engañar al juez u obstaculizar su
percepción objetiva de los hechos o su prueba.
En el plano judicial, los polos de la tensión están en que,
por un lado, existe una verdad que importa averiguar y, por otro, en que hay
que tomar una decisión dentro de un plazo y una vez que ciertos procedimientos
se han puesto en marcha. En cuanto a lo primero, el ideal reside claramente en
que el fallo de la sentencia se corresponda con la verdad de los hechos (que si
el acusado de homicidio de verdad mató a la víctima, sea condenado; y que no
sea condenado si de verdad no la mató). Pero la decisión es ineludible y, a
partir de cierto instante, inaplazable, y dicha decisión judicial sobre el caso
ha de recaer tanto si la verdad o no verdad del hecho en discusión ha quedado
demostrada, como si no y las dudas se mantienen, o se mantienen ciertos niveles
de duda. Por eso se necesitan y existen algunas reglas de cierre del
razonamiento judicial sobre los hechos, a fin de que se pueda concluir el
proceso, aunque las pruebas de los hechos no sean conclusivas o no lo sean en
el grado requerido. La pauta o regla final decisoria podemos resumirla del modo
siguiente y de acuerdo a estos pasos:
Cuando las pruebas son plenamente demostrativas de la verdad
o no verdad de H, se ha de fallar en consonancia con esa verdad demostrada.
Pero con una excepción: que las pruebas sean jurídicamente válidas y hayan sido
válidamente practicadas.
Cuando las pruebas no sean plenamente demostrativas de la
verdad o no verdad de H y, por tanto, en la conciencia del juzgador queden
dudas al respecto, ese juzgador deberá decidir de todos modos, pero aplicando
reglas de cierre, que son reglas sobre el modo de resolver operativamente la
disputa, aunque no de solución epistémicamente aceptable de la duda.
Ese juez puede estar en la duda completa o puede
aproximativamente atribuir grados de probabilidad a que H sea verdad (y,
consiguientemente, a que H no sea verdad); no sabe o solo es capaz de
establecer niveles aproximativos de probabilidad. El derecho le dice cómo tiene
en tal tesitura que decidir el caso. Tal sucede cuando, para el proceso penal,
se le indica que absuelva si no es plena su convicción de la vedad del hecho
(los hechos, en realidad) incriminatorio o cuando en la mayoría de los pleitos
de derecho privado se le dice que debe fallar en favor de la opción sobre la
verdad de H que le parece más probable.
Podríamos decir que también aquí tiene sus consecuencias la
prohibición del non liquet. El juez no puede escudarse, para no fallar el caso,
en lo dudoso y discutible de la verdad de los hechos en cuestión; y cuando
tales hechos en el proceso se debaten y no hay demostración plena de su verdad
o falsedad, debe el juez decidir igualmente, aplicando dichas reglas de cierre
del razonamiento probatorio.
Cómo el Derecho procesal pone reglas para que la búsqueda de
la verdad sobre los hechos, en el proceso, no sea a cualquier precio
El juez que en la sentencia declara “Está probado H”
manifiesta así una creencia suya. Los sistemas jurídicos asumen esa condición
de creencia personal del juez y en función de ese dato organizan el conjunto de
reglas probatorias y decisorias sobre los hechos. Podemos sintetizar esto del
siguiente modo, clasificando tales reglas procesales para tal fin:
(I) Reglas para procurar, en la medida de lo posible, que la
creencia judicial sea verdadera y lo sea en la mayor parte de las ocasiones.
Suele decirse, por ejemplo, que este es el motivo por el que se impone el
llamado principio de inmediación.
(ii) Reglas para que la búsqueda o el aseguramiento posible
de la verdad en el contenido de la creencia judicial no dañe o no ponga en
grave riesgo bienes individuales o colectivos considerados como más importantes
aun que la solución acorde con la vedad del caso concreto. Son las reglas
relativas a la prueba ilícita .
(iii) Reglas para que el juez falle de manera no arbitraria
o caprichosa cuando no alcanza una convicción total sobre la verdad o no verdad
de los hechos del caso que en el caso se discuten.
(iv) Reglas para procurar que el elemento ineludiblemente
subjetivo que tiene la creencia del juez sobre la verdad de los hechos sea en
la medida de lo posible cognoscible y controlable. Esto se quiere lograr con la
regulación sobre los requisitos mínimos de la argumentación sobre los hechos en
la sentencia. De manera que:
a) Se evite la total aleatoriedad, como sucedería si el juez
dirimiera sobre la verdad o no verdad de los hechos lanzando una monera al
aire.
b) Se eviten, en la medida de lo posible, elementos
abiertamente irracionales o tendenciosos en la formación de la creencia en el
juez, en el proceso de razonamiento que le lleva a la misma. Aquí estaría la función
de las llamadas máximas de experiencia, bien entendidas y como equivalentes a
lo que podríamos llamar pautas del sentido común y conocimientos básicos de las
ciencias al uso.
¿Y si decidiéramos lanzando una moneda, o tirando los dados
o a la carta más alta?
Imaginemos por un rato un juez que tiene que decidir sobre
los hechos del caso y que lo hace lanzando una moneda al aire. Una vez
establecido que es determinante decidir si el hecho en discusión H sucedió o no
sucedió, si el enunciado “H” (vr.gr., “Juan mató a Antonio”) es verdadero o
falso, ese juez procede del siguiente modo: tira la moneda y si sale cara da
por verdadero “H” y si sale cruz da por no verdadero “H”. Y ahora vamos con una
variada casuística al respecto.
H pudo suceder o no suceder
Y la moneda puede “acertar” o no “acertar”. Esto es, al azar
y de ese modo, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que coincida
con la verdad objetiva de los hechos lo que de la moneda así empleada resulta.
¿Cuáles son las probabilidades de que el juez que valora las pruebas con
propósito de objetividad acierte con la verdad objetiva? Creo que la respuesta
más obvia es que depende de la calidad de las pruebas disponibles. A mejores
pruebas, más probabilidad de que lo que el juez establece sobre H coincida con
la verdad material u objetiva de H. Si lo que se discute en el proceso es si V
es el padre de F y si la prueba genética resulta positiva y ninguna objeción
cabe al modo en que esa prueba se realizó, está claro que el juez tiene una
probabilidad prácticamente total de acertar cuando en la sentencia establece
que está probado que V es el padre de F. Pero en otras oportunidades puede ser
la duda la que domine. Imaginemos un proceso civil en el que sea determinante
la verdad o no del hecho H, concurran pruebas similarmente convincentes en uno
y otro sentido y la probabilidad que el juez pudiera asignar a la verdad o no
verdad de H oscile entre el cuarenta y el sesenta por ciento, en un sentido o
en otro. En tal caso, ¿seguiría pareciéndonos arbitrario y reprobable el método
decisorio sobre los hechos consistente en lanzar la moneda al aire y decidir a
cara o cruz? Vemos que las probabilidades de “acertar” de la moneda y del juez
se aproximan grandemente; en el caso del juez, por la gran incertidumbre sobre
H y la ausencia de pruebas concluyentes en uno u otro sentido. Seguro que
responderemos casi todos que preferimos la decisión del juez, aunque sea bajo
condiciones de gran incertidumbre, pero guiada por la búsqueda mejor
intencionada de la verdad, en lugar de la decisión puramente azarosa,
aleatoria, de la moneda. Pero en casos de tanta duda sobre los hechos y de
pruebas tan poco contundentes o tan contradictorias, sin que quepa asignarles
un diferente valor epistémico y no rigiendo una regla de cierre como la que
opera en el proceso penal (absolución en caso de duda sobre los hechos que se
imputan al reo), la moneda tiene a su favor un buen argumento: su exquisita
imparcialidad.
Un método por completo aleatorio, como lanzar la moneda o
decidir a la carta más alta, practicado sin manipulaciones ni interferencias de
los sujetos (por ejemplo, trampas del que tira la moneda) implica decidir con
plena objetividad… aleatoria. Esto es, el azar determina la decisión, pero
ningún elemento subjetivo se cuela en la misma.
¿Acaso no se podría sostener que esa “objetividad” del azar
compensaría las eventuales desviaciones subjetivas del juez, de manera que, en
ese tipo de casos muy dudosos, pueda resultar preferible que el caso dependa
del aleas de la moneda y no de la casualidad de que toque para el caso un juez
con una u otra ideología, unos u otros prejuicios o unos u otros sesgos?
Supongamos ahora que el demandado como causante de cierto
daño por negligencia y a quien se reclama una indemnización pertenece a un
grupo social o racial respecto del que en esa sociedad se suele tener el
prejuicio de que sus miembros son muy descuidados y nada diligentes,
malintencionados a menudo, incluso, cuando están en juego bienes ajenos.
Llamemos G a ese grupo, y a su sus miembros igualmente los G. Demos ahora por
sentado que a los jueces que deciden ese tipo de pleitos se les han pasado
ciertos tests y dan como resultado que el setenta por ciento de los jueces
manifiesta un prejuicio o sesgo al respecto y, consciente o inconscientemente,
reacciona como si fuera bastante más probable que los G sean descuidados y
provoquen por ese motivo daños como el que en el proceso de nuestro ejemplo se
discute. Eso querría decir que cuando las dudas probatorias son tan fuertes
como en el caso hemos presentado, cuando faltan pruebas contundentes sobre la
verdad o no verdad de H, el setenta por ciento de los jueces a los que este
pleito podría caer estarían inclinados a concluir que el G demandado es
efectivamente el autor del daño y que lo es por negligencia. ¿No es más
problemático, entonces, confiar en la decisión del juez sobre los hechos (en
tales casos en que son los hechos tan dudosos) que confiar en la moneda? ¿No
será más imparcial y menos “sesgada” o “prejuiciosa” la moneda? ¿Si usted,
amigo lector, perteneciera al grupo G, prefería que esos casos dudosos en
cuanto a los hechos los decidiera un juez o un sistema de sorteo? ¿Y si fuera
usted mismo el G demandado?
Aun saliéndome del tema que aquí nos ocupa, me atrevería a
llevar más lejos el desafío teórico. Estamos hablando del juicio judicial sobre
los hechos en el caso en que las pruebas no sacan suficientemente de dudas.
Pero también podríamos pensar en cuando la duda no es fáctica, sino normativa.
Pensemos en un proceso en el que se ventila si hay o no antinomia entre una
norma inferior y una superior de un sistema jurídico; así ocurre en los
procesos en los que el tribunal correspondiente ha de decidir si es legal una
norma reglamentaria o si es constitucional una norma de rango de ley, para
después anular la inferior si se ha establecido que hay tal antinomia. Como
ejemplo podríamos traer en este momento a colación la sentencia que tiene el
Tribunal Constitucional español pendiente sobre si es constitucional o no la
normativa del Código penal que introduce como pena para ciertos delitos la de
prisión permanente revisable. Habría que cotejar esa normativa antes que nada
con el artículo 25 de la Constitución española, donde leemos que “Las penas
privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la
reeducación y la reinserción”.
¿Hay alguien en España que pueda, en estos momentos de ya
larga espera del veredicto del Tribunal Constitucional, adivinar cuál va a ser
su decisión, si algún día llega, y si dirá que es constitucional o no la norma
legal en cuestión? ¿Alguien se apostaría algo muy valioso a que falla el TC de
una manera o de otra o más bien diríamos que apostar ahí es como jugárselo a
cara o cruz o a los dados o la carta más alta? Es más, si a uno lo forzara a
anticipar la decisión que cree más probable, es casi seguro que no se basaría
tanto en los argumentos imaginables a favor de una opción o la otra ni a tratar
de ponderar o valorar objetivamente, en el presupuesto de que también
objetivamente valorará o ponderará el TC, sino que echaríamos cuentas sobre la
ideología de los magistrados, su proximidad o lejanía respecto del partido
político que propuso la reforma legal o que la critica y sobre la correlación
de fuerzas entre unos y otros dentro del Tribunal. Y con esto ni siquiera se
está insinuando que sean sectarios abiertamente los magistrados ni, menos, que
prevariquen, sino simplemente asumimos el peso determinante que en su
interpretación de las normas y sus relaciones de compatibilidad o
incompatibilidad tienen las ideologías y hasta las relaciones, puede que inconscientes,
de agradecimiento o lealtad con quien los propone o los elige; amén de otras
cosas.
Así que pregunto: ¿no sería mejor que también ese tipo de
casos dudosos, dudosos en cuanto a la dimensión normativa, se decidieran al
azar, por sorteo? Establecer que cualquier recurso o cuestión de
inconstitucionalidad, por ejemplo, se tuviera que decidir al azar supondría una
perversa invitación a que cualquier norma se tachara de inconstitucional, hasta
sin argumentos o con razones muy endebles, nada más que para forzar el “sorteo”
y tener la mitad de posibilidades de ganar. Por eso los casos claros los
debería decidir el Tribunal. Pero para los casos muy dudosos convendría que el
Tribunal simplemente constatara lo muy discutible del fondo y la no
inadmisibilidad radical de ambas soluciones y que procediera al sorteo. O que
sorteo hubiera siempre que el Tribunal primeramente decidiera votando y fuera
mínima la diferencia entre la mayoría y la minoría. O que al sorteo forzara la
existencia de cierto número de votos particulares al proyecto inicial de
sentencia acordado por la mayoría.
¿Inconvenientes de ese sistema? Estando como están las cosas
en los tribunales constitucionales de medio mundo, no se me ocurre ningún
inconveniente de mucho peso. Los gobiernos y mayorías parlamentarias que
procuran tener “controlados” los tribunales y a sus magistrados tendrían menos
confianza a la hora de proponer leyes que difícilmente cuadran con la
Constitución, pero que esperan que reciban el visto bueno constitucional de los
magistrados propicios.
Los tribunales mismos estarían más motivados para buscar en
su seno mayorías suficientes en pro de las soluciones más razonables o más
fieles a la Constitución, a fin de que la decisión última no se les escape de
las manos. Y los tentados a plantear recursos de inconstitucionalidad nada más
que por razones políticas o mediáticas acabarían temerosos de padecer el
descrédito resultante de que una decisión unánime o muy mayoritaria del
Tribunal en contra de su pretensión dejara al desnudo que lo único que los
recurrentes querían era jugar la carta del sorteo.
Sé que hay seguramente soluciones mejores. Para empezar, una
mejor regulación de la elección de los magistrados de las más altas cortes y de
los tribunales constitucionales podría liberarnos de la más que fundada
sospecha de que no es imparcialidad y afán de objetividad lo que más de cuatro
veces mueve a muchos de ellos en algún que otro país, sino servidumbres
ideológicas, afanes de medro personal y ambiciones de futuro, pensando a menudo
en qué cargos tocarán cuando se acabe el periodo en el tribunal
correspondiente.
Dicho de otro modo, podemos tal vez los ciudadanos con
sentido crítico aceptar que el resultado de un pleito complicado sea tan
impredecible como el resultado de lanzar una moneda y ver si sale cara o cruz,
pero tal vez lo aceptemos cuando la incertidumbre sea nada más que eso,
incertidumbre, y no se le añada un plus de parcialidad y manipulación. Yo puedo
quejarme de que en el sorteo puro el azar no me favoreció, pero no de que sea
parcial la moneda o lo sea el dado, siempre que no estén trucados.
Pero si, a igual imprevisibilidad racional del fallo, se
agrega que la decisión de mi caso va a estar condicionada por intereses u
obediencias del que decide y de quien lo nombró o lo maneja, prefiero sin
dudarlo el puro azar y que sea lo que los dioses quieran. Déjenme que lo diga
más claro: si yo fuera venezolano y tuviera algún pleito con el Estado,
preferiría que la tarea del Tribula Supremo de Justicia de Venezuela la desempeñara
un dado en vez de un dedo.
Ni que decir que mi declarada preferencia por el sorteo se
multiplica si, para más inri, quien decide no sólo como quiere, sino también
como le interesa a él o interesa a sus mandatarios, para colmo argumenta que ha
ponderado con incuestionable objetividad o que a través de su decisión habla la
moral verdadera o se manifiestan en su prístina pureza los más sacrosantos
principios constitucionales. Pase tal vez que nos manipulen, pero sería muy de
desear que, al menos, no nos humillaran y no nos tomasen por tontos.
Y, pese a todo, hay una solución más sencilla, al menos para
los países en que el proceso democrático aun sea presentable y conserve
legitimidad el poder legislativo: in dubio pro legislatore. Lo que una recta concepción
del estado constitucional de derecho en puridad requiere es que en los casos en
que resulte dudoso y bien discutible si hay o no antinomia entre la norma
infraconstitucional y la constitucional se dé preferencia a la opción del
legislador que encarna la soberanía popular. Nos evitaríamos tanto el sorteo
como la oscura manipulación o el continuo golpe de estrado que hoy solemos
contemplar. Pero ese es tema para otra ocasión y aquí basta por hoy.
“Acierte” la moneda o no “acierte”, el juez puede declarar o
no que decidió la moneda sobre los hechos en debate
Si más arriba nos referíamos a cuestiones epistémicas, ahora
vamos a tratar de problemas de justificación argumentativa de la decisión.
Diferenciemos dos situaciones, la de que el juez reconoce en la sentencia o
públicamente que decidió de esa manera sobre los hechos y que el juez mantenga
rigurosamente oculta esa circunstancia.
a) El juez reconoce que decidió por él el puro azar. No es
fácilmente imaginable que, hoy, un juez que no haya perdido el seso no solo use
un sistema de azar, como la moneda, para decidir sobre si considerar o no
probado H, sino que, además, lo declare, lo confiese así en la sentencia misma
o públicamente de cualquier modo. Pero eso no quita para que sea muy
interesante poner a prueba la teoría a base de plantear tal supuesto.
Aquí las respuestas hay que pedírselas al Derecho procesal
vigente a la hora de preguntarse qué salida jurídica tendría el caso. Pero
juguemos un rato y supongamos que en su sentencia un juez de primera instancia
declara que, a la vista de las pruebas practicadas, considera tan probable que
los hechos sean verdaderos como que no, asigna igual probabilidad a ambas
alternativas y se considera radicalmente incapaz de decidir, razón por la cual
ha echado una moneda al aire y ha fallado en consecuencia, si bien después ha
tratado de motivar el fallo como si realmente hubieran tenido más peso las
pruebas en ese sentido. Es un juez que argumenta no según su sincera convicción
sobre el valor de las pruebas, sino según una decisión sobre los hechos que no
es suya, sino del azar. Mas tal vez no ha de extrañarnos tanto esa tesitura,
pues, como ya se mencionó antes, también un juez obligado a motivar una
decisión del jurado de la que internamente discrepa es un juez que tiene que
motivar contra su íntima convicción y justificando una valoración que no es la
suya .
Supongamos que al juez le queda bien convincente y
perfectamente articulada esa argumentación sobre los hechos y el valor de sus
pruebas en la motivación de la sentencia, de manera que si no hubiera confesado
ahí mismo que lo que le determina al fallo y a esa argumentación es que en la
moneda salió cara, aparecería en este punto al sentencia como intachable y
fruto de un buen ejercicio de la libre valoración de la prueba, valoración
personal primero y bien argumentada después. ¿Por qué atacar una decisión sobre
los hechos que parece admisible y bien argumentada y que se convertiría poco
menos que en incuestionable si el juzgador no hubiera tenido aquel inusitado
arranque de sinceridad al reconocer que se lo jugó al azar?
La contestación probablemente resaltará que libre valoración
de la prueba es “valoración” de la prueba y que nada hay de valorativo en un
sorteo, en el simple aleas. Muy cierto, pero compliquémonos un poco más, de
paso que tratamos la otra posibilidad, la de que se use la moneda, pero no se
reconozca que se ha hecho.
b) El juez decidió sobre los hechos a cara o cruz, pero no
lo reconoce y nadie más que él se entera. En verdad, debemos reconocer que
ignoramos por completo cuántos jueces obrarán así en los casos complicados en
los que no tienen muy claro a qué carta (precisamente) quedarse en cuanto a si
los hechos debatidos en el pleito están o no suficientemente probados o a si le
parece más probable que hayan sucedido o no. Una vez que el juez tome su
decisión al respecto, va a tratar de argumentarla lo mejor que pueda, porque
sabe, además, que la interpretación que en nuestro sistema se hace del
principio de inmediación acarrea que en apelación su juicio sobre las pruebas
no va a ser enmendado si no comete ningún fallo lógico o argumentativo bien
patente, como una inferencia errónea o enunciados dirimentes opuestos al saber
compartido o al sentido común (máximas de experiencia, como se suele decir).
¿Qué ventajas tiene para ese juez el método de la moneda?
Quizá la de descargarlo de la responsabilidad moral por la decisión en esos
casos de mucha duda y en los que no hay una regla que lo libera, como sucede
con el uso procesal de la presunción de inocencia. Yo, juez, no estoy seguro de
si en verdad el demandado causó o no ese daño que le quiere imputar el
demandante y por el que le solicita una indemnización y sé que es grande la
responsabilidad moral mía por una decisión que con alta probabilidad puede ser
errónea, pues tal vez estoy convencido nada más que al sesenta por ciento. Así
que tomo la moneda, procedo y que el destino asuma su parte. Eso sí, de puertas
afuera procedo como si hubiera decidido yo y argumento la decisión con el mayor
esmero. Mano de santo, conciencia tranquila y decisión inatacable en lo que a
los hechos y su prueba se refiere.
Pero si me imagino juez en ejercicio, me cuesta pensar que
así haría, ya que pierdo la oportunidad de fallar como a mí mejor me parezca.
Digamos que al delegar secretamente en el azar, renunciaría a una parte
sustancial de mi poder, la de valorar las pruebas y concluir sobre los hechos
dudosos como a mí me parezca, llevado por todo tipo de convicciones, creencias
personales, inclinaciones, temores, intereses que quizá ni a mí mismo me
confieso del todo… Si, por ejemplo, es de temer que una sentencia que dé en
cierto caso la razón al demandado pueda ocasionar una reacción muy negativa de
la opinión pública y quién sabe si toda una campaña de reproche en algunos
periódicos, y si dudo y dudo sobre los hechos determinantes del caso, puede que
no me convenga nada lanzar los dados para decidir y preferiré ser yo el que,
ante tanta duda, tome la opción que menos me perjudique o que me suponga menos quebraderos
de cabeza: decido como quieren los medios y las manadas. Ahí tenemos otra
ventaja: la moneda y el dado no tienen ni miedos ni intereses; no calculan
consecuencias ni evalúan precios.
Conclusión
mejor la buena moneda que el mal juez; y, ante la duda, el
azar.
Me atrevo a añadir un argumento más en favor de esta
provocativa hipótesis del sorteo como forma de decidir los casos muy dudosos en
cuestión de prueba de los hechos y para los que no concurre regla de cierre
como la del proceso penal. El H puede haber ocurrido o no. La probabilidad de
que la moneda “acierte” respecto de H son del cincuenta por ciento. Sin
embargo, posiblemente es mayor la probabilidad de que yerre y no de que acierte
el juez sesgado, prejuicioso o interesado en algún beneficio personal (o
ausencia de perjuicio) como consecuencia de su sentencia.
Si podemos seriamente asumir que los jueces son en su gran
mayoría preferidores racionales muy poco afectados por prejuicios o sesgos y
que todo el tiempo se someten a un denodado esfuerzo de imparcialidad y radical
objetividad, todos preferiremos que las dudas serias sobre las pruebas de los
hechos las despejen ellos mismos; pero, ciertamente, tantas como sean nuestras
dudas sobre esas actitudes y cualidades personales de los jueces, tanto mayores
serán los motivos para que nos inclinemos por la moneda en tales casos de gran
incertidumbre.
Mejor el preferidor racional e imparcial que el azar, aunque
tan imprevisible sea el resultado para nosotros en un caso como en otro; pero
antes el azar que el juez parcial, prejuicioso, sesgado o que simplemente va a
lo suyo y a por lo suyo. De lo cual nuevamente se desprende que o seleccionamos
muy bien los jueces y extremamos las garantías de independencia por un lado y,
por otro, de objetividad e imparcialidad, o más nos vale en los casos bien
difíciles cambiarlos por algún sistema de sorteo de los fallos. Y, en cuanto a
los casos fáciles, que los decida cualquiera, pues para lo fácil no se requiere
especial capacitación. En suma, pues, que todo el eje del sistema jurídico de
un Estado de Derecho que en verdad lo sea y de tal quiera precisarse se
encuentra en algo que más de una vez se descuida, la capacitación judicial y
las garantías de la decisión no “desviada”.
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