Texto recogido para nuestros lectores en Almacén de
derecho por Gabriel Doménech
El Real Decreto-ley 13/2018, de 28 de septiembre, por el que
se modifica la Ley de ordenación de los Transportes Terrestres en materia de
arrendamiento de vehículos con conductor (en adelante, el Decreto-ley),
constituye la enésima muestra de la captura de nuestros gobernantes por el
lobby del taxi. Y una muy notable, porque pone de relieve con singular crudeza
hasta qué extremos están dispuestos a llegar algunos con tal de satisfacer sus
exigencias. En este ámbito, nadie había alcanzado cotas de arbitrariedad tan
elevadas.
Así estaban las cosas
Los taxis y los llamados vehículos con conductor (en
adelante, VTC) se reparten el mercado del transporte urbano de pasajeros con
turismos. Tradicionalmente, los primeros han contado con una cuota
considerablemente mayor al prestar los servicios, digamos, ordinarios, mientras
que los segundos han tenido una relevancia cuantitativa más bien marginal, al
satisfacer la demanda de servicios «especiales», caracterizados por el lujo o
alguna otra particularidad. Ambos han estado sometidos a una densa malla de
restricciones regulatorias, de entre las cuales destaca la limitación del número
de licencias y vehículos mediante los cuales se pueden prestar los servicios.
También hay alguna que otra diferencia significativa. Por ejemplo, (i) sólo los
taxis pueden tomar pasajeros en la calle o en paradas, y (ii) sus tarifas están
reguladas.
Este mercado ha sufrido en la última década una fuerte
conmoción, de resultas de dos circunstancias. La primera es que las
restricciones cuantitativas existentes en el sector de los VTC fueron
eliminadas por la Ley 25/2009, y sólo volvieron a ser restablecidas mediante el
Real Decreto 1057/2015. Esta ventana temporal de libertad de entrada ha
propiciado un considerable incremento de la flota de VTC. Todavía hoy siguen
«aflorando» numerosas licencias como consecuencia de la estimación de
recursos-contencioso administrativos interpuestos contra las decisiones
gubernamentales que durante ese periodo se resistieron a otorgarlas.
La segunda es la aparición de plataformas digitales, como
Uber o Cabify, que permiten mejorar considerablemente la eficiencia de los servicios
de transporte prestados a través de los VTC, al reducir considerablemente las
asimetrías informativas y los costes de transacción que entorpecen el
desarrollo de esta actividad.
La entrada de nuevos competidores ha provocado una notable
reacción por parte de los taxistas, que han conseguido ejercer sobre las
autoridades locales, autonómicas y centrales la presión suficiente como para
que éstas adopten innumerables medidas dirigidas a proteger sus intereses, a
costa de los de sus competidores y los consumidores. No contentos con el
restablecimiento en 2015 de las restricciones cuantitativas para el
otorgamiento de nuevas licencias de VTC, han exigido, entre otras muchas cosas,
que sean expulsados del mercado el número de VTC necesario para que vuelva a
existir en este mercado la proporción que entre las cantidades de ambos tipos
de vehículos había antes de 2009 (un VTC por cada treinta taxis). Lo han
logrado con creces.
El contenido del Decreto-ley
Con arreglo a la anterior redacción del artículo 91.1 de la
Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres, las licencias de VTC permitían
prestar servicios urbanos e interurbanos en todo el territorio nacional, con
una única limitación: «los vehículos que [desarrollasen] esa actividad [debían]
ser utilizados habitualmente en la prestación de servicios destinados a atender
necesidades relacionadas con el territorio de la comunidad autónoma en que se
[encontrase] domiciliada la autorización en que se [amparasen]». A estos
efectos, se entendía que «un vehículo no [había] sido utilizado habitualmente
en la prestación de servicios destinados a atender necesidades relacionadas con
el territorio de la comunidad autónoma en que se [encontrase] domiciliada la
autorización en que se [amparase], cuando el veinte por ciento o más de los
servicios realizados con ese vehículo dentro de un período de tres meses no
[hubiese] discurrido, ni siquiera parcialmente, por dicho territorio».
Ahora, el citado precepto legal establece que dichas
licencias «habilitarán exclusivamente para realizar transporte interurbano de
viajeros», y aclara que, a estos efectos, «un transporte es interurbano cuando
su recorrido rebase el territorio de un único término municipal o zona de
prestación conjunta de servicios de transporte público urbano así definida por
el órgano competente para ello».
Es decir, ya no permitirán realizar transportes urbanos, lo
que prácticamente les priva de cualquier utilidad, puesto que la abrumadora
mayoría de las carreras que actualmente hacen tanto los taxis como los VTC
transcurren íntegramente por un único término municipal o zona de prestación
conjunta de servicios de transporte público urbano. El único segmento de
mercado de una cierta entidad que les podría quedar sería el de los trayectos
que tienen como origen o destino puertos, aeropuertos o estaciones de tren o
autobuses, pero debe notarse que la posibilidad de operar aquí está seriamente
limitada por la norma que les prohíbe tomar pasajeros en las correspondientes
paradas.
Adicionalmente, se restringe también la prestación de
servicios interurbanos, pues se establece, como regla general, que éstos
«deberán iniciarse en el territorio de la comunidad autónoma en que se
encuentre domiciliada la correspondiente autorización». Sólo se contemplan dos
excepciones, que seguramente permiten prestar servicios en otra comunidad
autónoma en un menor número de casos que la anterior regla del «veinte por
ciento».
En suma, el Decreto-ley restringe de tal manera las
posibilidades de prestación de servicios por parte de los VTC que impone de
facto la desaparición (diferida) de la práctica totalidad de los mismos.
El Gobierno es perfectamente consciente de que semejante
regulación constituye una expropiación de las licencias VTC afectadas y, por
ello, establece como «indemnización» que durante los cuatro años posteriores a
su entrada en vigor «sus titulares podrán continuar prestando servicios de
ámbito urbano», conforme a lo previsto en la legislación vigente hasta la
fecha. Los titulares de las licencias pueden solicitar y obtener una
«indemnización complementaria», consistente en la ampliación del referido plazo
hasta un máximo de dos años adicionales, si estiman que la indemnización
ordinaria no compensa el valor de aquélla y justifican que «el periodo de
recuperación de la inversión realizada es superior a cuatro años». Para
determinar la procedencia de esta compensación adicional no se considera el
valor real de la autorización en el mercado, sino únicamente algunos gastos
originados por la adquisición del vehículo y, en su caso, de la autorización.
No se tendrán en cuenta aquellos relativos a: (i) la «adquisición de
autorizaciones otorgadas a su actual titular por la Administración de
transportes»; (ii) la «adquisición de autorizaciones a título oneroso cuatro o
más años antes de la entrada en vigor de este real decreto-ley»; (iii) la
«adquisición del vehículo adscrito a la autorización cuando su titular disponga
de aquél en arrendamiento, arrendamiento financiero o renting»; y (iv) la
«adquisición del vehículo adscrito a la autorización realizada cuatro o más
años antes de la entrada en vigor de este real decreto-ley».
El Decreto-ley también endurece el régimen de control y de
sanciones y, finalmente, «habilita» a las comunidades autónomas a las que por
delegación del Estado compete otorgar autorizaciones de VTC para regular las
condiciones de explotación de los servicios «cuyo itinerario se desarrolle
íntegramente en su respectivo ámbito territorial», con arreglo a ciertos
límites que aquél establece. Interesa destacar, no obstante, que la prohibición
de que los VTC presten servicios urbanos se deja fuera del alcance del poder
regulador autonómico.
No existe la extraordinaria urgencia requerida para adoptar
semejante Decreto-ley
En abril de 2018 ya se había dictado el Decreto-ley 3/2018
por el que se daba rango legal a la restricción cuantitativa establecida en 2015
para otorgar nuevas licencias VTC. La finalidad era «blindar» dicha restricción
frente a la entonces inminente posibilidad de que el Tribunal Supremo anulara
el reglamento en el que la misma se había establecido.
Para justificar su «extraordinaria y urgente necesidad», el
Decreto-ley 13/2018 aduce ahora que el incremento de VTC está generando: (i)
«problemas de movilidad, congestión de tráfico y medioambientales… en los
principales núcleos urbanos de nuestro país»; (ii) el riesgo de «un
desequilibrio entre oferta y demanda de transporte en vehículos de turismo que
provoque un deterioro general de los servicios, en perjuicio de los viajeros»;
y (iii) la «conflictividad social registrada… como consecuencia de los
indicados desajustes en la oferta y demanda».
Las tres razones aducidas son manifiestamente impertinentes.
Habida cuenta de que el número de VTC representa una ínfima parte del parque de
vehículos existentes en nuestro país (a septiembre de 2018, había 11.200 VTC
por 65.539 taxis; en 2016, había 22.876.830 turismos), resulta extremadamente
inverosímil que el incremento producido durante los últimos meses haya
ocasionado problemas ambientales, de tráfico y movilidad de una entidad
suficiente como para justificar una alteración de la distribución ordinaria de
la potestad legislativa a fin de darles una respuesta urgente. Además, el
Decreto-ley incurre en una evidente incoherencia al disponer para atajar esos
supuestos problemas una medida que empezará a desplegar sus efectos, como muy
pronto, dentro de cuatro años, y que sólo afectará a una reducidísima parte de
los turismos que circulan por nuestras ciudades. Recuérdese que, según el
Tribunal Constitucional, resultan inaceptables como Decretos-leyes
«especialmente aquellas disposiciones que, por su estructura misma,
independientemente de su contenido, no modifican de manera instantánea la
situación jurídica existente» (SSTC 39/2013 y 26/2016).
Algo parecido puede decirse en relación con la segunda razón
esgrimida. Los eventuales desequilibrios existentes entre la oferta y la
demanda de VTC se ajustarán mediante una variación del precio de los servicios
prestados, lo que está lejos de constituir problema alguno para los usuarios.
Más bien al contrario, el incremento de la oferta hace que estos disfruten,
seguramente, de mejores precios, mayor calidad y tiempos de espera más
reducidos. En cualquier caso, la medida que el Decreto-ley contempla para
resolver este «desequilibrio» comenzará a producir efectos no antes de cuatro
años, lo que pone de manifiesto que no se trata de una situación de
extraordinaria y urgente necesidad.
Pudiera pensarse que la expropiación diferida de las
licencias de VTC reducirá el número y la intensidad de las huelgas,
manifestaciones y alteraciones del orden público provocadas por el lobby del
taxi. Pero resulta inadmisible entender que la necesidad de resolver esta
«conflictividad social» justifique dictar de manera urgente un Decreto-ley por
el que se cede a las exigencias de los taxistas. En primer lugar, porque ello
significa enviar un mensaje perverso a este y otros lobbies: presionar a las
autoridades competentes con demostraciones de fuerza más potentes que las
llevadas a cabo por los antagonistas tiene premio. Lo cual propicia que se
produzca una escalada de las actividades de presión realizadas por los
diferentes grupos implicados en este sector. En segundo lugar, nuestra
legislación ya contempla con carácter general diversos instrumentos adecuados
para resolver urgentemente los problemas puntuales de orden público que puedan
surgir en estos casos. Tales instrumentos son probablemente más efectivos a
tales efectos y, desde luego, más respetuosos con el principio democrático que
subyace en la atribución a las Cortes de la potestad legislativa ordinaria.
Palmaria incompetencia del Estado para regular los
transportes intra-autonómicos que prestan los VTC
En virtud de lo dispuesto en los artículos 148.1.5ª y
149.1.21ª de la Constitución, así como de lo establecido en los Estatutos de
autonomía, la competencia respecto de los transportes terrestres cuyo
itinerario se desarrolle íntegramente en el territorio de una comunidad
autónoma corresponde a ésta. Según declaró la Sentencia del Tribunal
Constitucional 118/1996, el Estado no puede regular esos transportes
intra-autonómicos ni siquiera con carácter supletorio.
Pero el Decreto-ley 13/2018 los regula. De un lado, cuando
establece que los VTC ya no podrán prestar servicios urbanos. De otro, cuando
dispone que la regulación autonómica de las condiciones de explotación de los
servicios interurbanos cuyo itinerario se desarrolle íntegramente por el ámbito
territorial de una sola comunidad deberá ajustarse a determinados criterios.
Una medida incoherente, desproporcionada y discriminatoria
Es obvio que los problemas de polución ambiental y
congestión del tráfico que supuestamente justifican el Decreto-ley no han sido
generados ni exclusiva ni principalmente por los VTC, sino por el conjunto de
todos los vehículos de motor –especialmente, los turismos– que circulan por
nuestras ciudades. De ahí que resulte incoherente tratar de abordar esos
problemas regulando sólo la actividad de algunos de ellos, que además
representan una porción mínima respecto del total.
La prohibición de que los VTC presten servicios urbanos, que
obviamente constituyen la abrumadora mayoría de los que actualmente prestan,
incurre también en una discriminación palmaria. Ni se explica ni se adivina la
razón por la cual, para aliviar los referidos problemas, hay que prohibir sólo
a los VTC, pero no a los taxis ni a otros turismos, la realización de trayectos
exclusivamente urbanos. Los VTC no contaminan ni congestionan el tráfico más
que los taxis. Ninguna razón se ofrece ni existe para este trato desigual. La
elección de los ciudadanos «sacrificados» se ha hecho de manera arbitraria.
Se trata, además, de un sacrificio desproporcionado por
innecesario, en la medida en que hay medidas alternativas igual o más eficaces
para combatir esas externalidades que son menos lesivas para la libertad de
empresa, la competencia y el principio de igualdad. Abundantes estudios
científicos ponen de manifiesto que el establecimiento de un impuesto que grave
el acceso al centro urbano permite lograr esos objetivos de manera mucho más
eficiente (véase, por ejemplo, aquí). Esta alternativa es, desde luego, mucho
más respetuosa con las referidas normas constitucionales, ya que deja a todos
los ciudadanos libertad para transitar por allí y, en principio, se aplica
igualmente a todos los que desarrollan esta actividad.
Ni que decir tiene que la prohibición considerada tampoco
constituye una respuesta proporcionada a la existencia de un supuesto
«desequilibrio entre la oferta y la demanda de VTC». En primer lugar, porque la
existencia de un desequilibrio tal no constituye un problema que justifique
regulación alguna. Nada permite pensar que aquí no vaya a ocurrir lo que ocurre
en otros mercados: que los desajustes entre oferta y demanda se resuelven
eficientemente mediante una variación de los precios y la libre entrada o
salida de algunos operadores. En segundo lugar, resulta absurdo que para lograr
un equilibrio entre oferta y demanda de VTC se elimine por completo la primera.
Esta restricción sí constituye un grave problema para el bienestar de la
sociedad y, en particular, de los usuarios, por cuanto tiende a incrementar el
precio y a empeorar la calidad de los servicios recibidos (v. gr. a elevar los
tiempos de espera de los usuarios).
Una compensación obviamente insuficiente
La «indemnización» que con arreglo al artículo 33.3 de la Constitución
ha de acompañar a toda medida expropiatoria «debe corresponderse con el valor
económico del bien o derecho expropiado»; «entre éste y la cuantía de la
indemnización [ha de existir] un proporcional equilibrio» (STC 166/1986,
141/2014 y 16/2018). La indemnización, en principio, ha de dejar indemne al
expropiado, salvo que exista alguna razón que justifique una modulación (véase
lo que decimos aquí).
Salta a la vista que la «indemnización» prevista en el
Decreto-ley no se corresponde con el valor de los derechos que los titulares de
licencias VTC tenían antes de que esta norma los recortara sacrificando
prácticamente toda su utilidad. El valor del derecho a realizar una actividad
empresarial por un tiempo indefinido está muy lejos de guardar un proporcional
equilibrio con el valor del derecho a realizar esa misma actividad durante sólo
cuatro años, máxime en un sistema, como el actualmente vigente en España, en el
que las licencias de taxi y VTC son transferibles y en el que la restricción de
la oferta hace que sus titulares obtengan elevadas rentas monopolísticas y que
dichos títulos habilitantes posean un elevado valor económico.
Consciente de que esa indemnización es con toda seguridad
insuficiente, el Gobierno prevé la extensión del plazo hasta un máximo de dos
años, en unas condiciones sustantivas y de procedimiento muy restrictivas, que
no están pensadas para compensar el «valor económico del bien» expropiado, sino
sólo algunos de los gastos realizados para desarrollar la actividad de transporte
que ahora se ve impedida. Además, se excluye categóricamente la posibilidad de
obtener una compensación adicional superior a dos años, aun en el caso de que
su valor no permitiera alcanzar aquel «proporcional equilibrio».
Es cierto que el Tribunal Constitucional, en su Sentencia
149/1991, relativa a la Ley de Costas, declaró la validez de un precepto legal
que contemplaba como indemnización por la expropiación las propiedades privadas
enclavadas en el dominio público marítimo-terrestre el mantenimiento por un
tiempo de los usos y aprovechamientos existentes utilizándolas. No obstante,
las diferencias existentes con el presente caso son abismales.
En primer lugar, ese periodo de tiempo era sumamente
prolongado: sesenta años (treinta prorrogables por otros treinta), que la Ley
2/2013 extendió hasta los setenta y cinco.
En segundo lugar, la existencia de propiedades privadas en
las playas es incompatible con lo establecido en el artículo 132 de la
Constitución y puede considerarse lo que los estadounidenses denominan un
noxious use, que debería ser suprimido o al menos intensamente limitado. Como
la citada Sentencia 149/1991 indicó, el legislador «renunció» a imponer durante
ese periodo de tiempo «las limitaciones dimanantes de su enclave en el dominio
público», a cambio de la referida conversión de la propiedad en el
mantenimiento de los derechos de uso preexistentes.
En tercer lugar, el Tribunal Constitucional vino a declarar
a este respecto que los afectados que consideraran que la indemnización
legalmente prevista era insuficiente en su caso concreto podían deducir frente
al acto administrativo de conversión de su título dominical las pretensiones
que estimasen pertinentes, lo que daba a entender que podían exigir una
indemnización complementaria, que el legislador en modo alguno excluía o
limitaba (en sentido similar, STC 141/2014).
Una expropiación singular que lesiona las posibilidades de
defensa de los afectados
La singular técnica utilizada para expropiar el derecho de
los titulares de licencias VTC a desarrollar la actividad empresarial que
venían desplegando menoscaba de manera muy sustancial las posibilidades de
tutela judicial de los afectados. Al hacerse directamente mediante una norma
con rango de ley que, por lo tanto, no es directamente impugnable y que,
además, no necesita actos administrativos de concreción y aplicación para
producir sus efectos jurídicos, los expropiados se encuentran prácticamente
indefensos ante la misma. El único cauce procesal que aparentemente les
quedaría para cuestionar su validez consistiría en esperar a que terminara el
periodo de cuatro a seis años de «compensación» e impugnar las medidas que las
Administraciones competentes puedan adoptar para hacer cumplir la prohibición
legal que se les impone, alegando la inconstitucionalidad de ésta. Pero este
es, en nuestra opinión, un cauce manifiestamente insuficiente para garantizar
la tutela judicial efectiva de sus derechos e intereses legítimos, pues éstos
pueden verse lesionados por la referida prohibición antes incluso de que expire
el referido periodo de cuatro a seis años. La amenaza que la prohibición
encierra, aun siendo muy probablemente inconstitucional, puede tener un
demoledor efecto inhibidor sobre su actividad empresarial (v. gr. sus
inversiones), así como sobre las decisiones que en relación con ésta puedan
adoptar sus trabajadores, proveedores e inversores. Resulta inaceptable que los
afectados tengan que soportar varios años de espera y sufrimiento de los
efectos fácticos negativos de la prohibición para poder recabar la protección
de los Tribunales
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