Que el Banco de España proponga alargar la edad de
jubilación más allá de los 67 demuestra la lejanía y desconocimiento acerca del
momento histórico que vivimos como sociedad y los desafíos a los que vamos a
tener que enfrentarnos en las próximas décadas. Lo complejo del asunto es que
hablamos de quienes consideramos mejor informados y lúcidos para tomar o
proponer decisiones en esa conquista.
Lo de que el sistema de pensiones no se aguanta empieza a
ser aceptado por muchos, por lo menos no del modo en el que lo planteamos desde
el siglo XIX. Seguimos con métodos que así lo reflejan y que han sido
modificados en su estructura muy pocas veces. La pensión, la ayuda a la
subsistencia en el trayecto final de la vida de las personas no deja de ser un
invento derivado de un mundo en el que la producción generaba excedentes de
capital al equilibrarlo con la fuerza humana o, en su defecto, de la
combinación de trabajadores y tecnología.
Esto está cambiando de manera notable. No voy a repetirme.
Pero es necesario analizar la imposibilidad de sustentar el planeta del modo
que aristócratas de las finanzas, o de la política, sugieren. No va a ser
posible si no se cambian las reglas, el método y el mecanismo de medida. Sino
variamos la cultura y concepto económico que nos gobierna. La gravedad del
asunto yace de la aurora boreal en la que descansan todas esas afirmaciones. La
sugerencia de retrasar la edad de jubilación no va a ser factible o la promesa
de creación de puestos de trabajo masivo en un escenario de deflación económica
inevitable a medio plazo. Una deflación subyacente que vivimos hace décadas y
que no va a remitir lo diga quien lo diga o lo disfrace quien lo disfrace.
Los efectos sobre el trabajo de tecnologías como la
inteligencia artificial o la robótica no son discutibles. De hecho son
inevitables. Ahí radica la obligatoria necesidad de abordarlos de una vez por
todas y de la manera más ambiciosa posible. De no hacerlo vamos a ver como esta
sociedad va a ir menguando sus opciones vitales y económicas, su libertad
inclusive. Vamos a ir perdiendo inexorablemente todo lo que representa la
denominada clase media en la que, hasta ahora, cabíamos muchos.
La lista de puestos de trabajo sustituidos por los progresos
tecnológicos aumenta cada vez más rápido. Más de lo que muchos nos imaginábamos
hace un par de años. Cada vez es más larga esa lista y cada vez más los empleos
amenazados. A ese fuego aparente se le echa gasolina. El discurso oficial va,
de los titulares fuera de contexto y fáciles de la mayoría de los medios de
comunicación, a las propuestas inexistentes de los gobiernos. Sólo quedan las
empresas para organizar el rompecabezas y, obviamente, sin normas o garantías
que ayuden a organizarlo, las compañías lo que miran es por su supervivencia
competitiva y sus beneficios.
Reconquistar los empleos que se ventila un robot o un
software inteligente es imposible. Ni siquiera fuera de los empleos mecánicos o
de menor valor. Hablo de tareas complejas como conducir un vehículo sin
intervención humana, agente bursátil, director de una empresa, doctor
oncológico, asistente educativo o periodista. El punto de no retorno ya lo
hemos cruzado hace mucho tiempo. Está claro que cualquier empresa que no adopte
la tecnología disponible se enfrenta al cierre. Otras lo harán en otro lugar.
No va a haber ninguna empresa en el mundo que pretenda ser competitiva que
desafíe el avance tecnológico que le afecte.
Y parece que el Banco de España piensa que sí es posible.
Que las compañías españolas van a mantener a sus plantillas en trabajos que una
máquina podría hacer más rápido y más eficientemente. Es como si el mundo del
que dependen, el del dinero reactivo, no fuera real. De un hachazo se lo han
ventilado y se imaginan un país, un planeta tal vez, dónde la gente trabajará
en empresas dispuestas a no crecer. Un mundo en el que esas empresas
permanecerán con sus miles de empleados gracias a que sus clientes querrán
comprar productos o servicios más caros, lentos y con defectos. Es de una
lógica muy interesante.
Nos hemos pasado años, casi una década, hablando de la gran
crisis del 2008 aproximadamente. El desastre financiero, el pinchazo de la
burbuja allí donde hubiera una. Pero en realidad lo que vivimos fue la mayor
deflación económica conocida. Una caída del valor de las cosas y de su coste de
producción que si se mantiene en algún punto intermedio es exclusivamente por
la marea indecente de dinero electrónico que inyectan los bancos centrales a
los que pertenece el de España.
Una deflación inédita por sus dimensiones. No todo era
financiero. La deriva financiera es evidente pero no fue la causa. Por lo menos
no exclusivamente. Hubo más responsables. La tecnología genera productos cada
vez mejores que estimulan la obsolescencia de los que compramos hace unos
minutos. De manera que la depreciación del valor de estos es cada vez más
rápida. Un objeto como un teléfono móvil, por llamarlo de alguna manera rápida,
alberga tanta tecnología como antes sólo éramos capaces de llevar en una maleta
grande y que tenían un coste de producción y de consumo inalcanzable para
muchos.
Hace apenas dos décadas tener todo lo que ahora tiene un
teléfono instalado suponía miles de euros fabricarlo y decenas de miles
comprarlos por separado. Ahora lo puedes tener todo por menos de 200 euros.
Además, en dos años tendrás que renovarlo o estarás fuera de las
actualizaciones imprescindibles para estar al día. Lo más explosivo del asunto
es que la reducción del coste de producción y venta se deriva de que cada vez
menos personas intervienen en el diseño y fabricación de ese objeto. La
deflación económica se traslada a la deflación social y laboral. Obviar este
asunto no hace más que engrandecer sus consecuencias. La crisis no fue
financiera exclusivamente, se estaba gestando el mayor cambio socioeconómico
que ha vivido la humanidad en siglos y tenía que ver, como siempre ha sido, con
un salto tecnológico.
El mundo laboral será conceptualmente otro o no será. Pocos
se están planteando este gravísimo problema. Un mundo sin el empleo tal y como
lo conocemos ahora y que deberá, antes de lo que nos pensamos, replantearse
absolutamente. Preguntas com ¿por qué debo ir al trabajo si todo lo que hago lo
hace un software mejor que yo? ¿Dónde estará el valor añadido que puedo
aportar? El discurso oficial, si es que
se le puede llamar así, argumenta que vamos a crear nuevos empleos. Que el 60%
de los jóvenes universitarios trabajaran en empleos que no existen aseguran.
Tal vez, pero permítanme que lo dude. En todo caso ese 60% trabajará de otro
modo en empleos que ahora en muchos casos sí existen. Pero la transición no
parece muy sencilla si se examina desde el punto de vista que siempre se ha
adoptado ante este desafío. No es cuestión de revisar que empleo se va a destruir
y con que lo vamos a sustituir. En este caso, la sustitución no viene del ‘que’
sino del ‘como’.
La renta mínima universal sigue siendo objeto de debates
políticos manidos, viejos e interesados. Que si es de derechas o de izquierdas.
Que si es insostenible o que si es ciencia ficción. El mundo cada vez es más
capaz de suministrar lo necesario con cada vez menor intervención humana y con
menor coste. Las empresas que lo saben han empezado a transformarse de forma
agresiva. Las que no, ya se las verán venir. El futuro pasa, inexorablemente,
por estudiar vías cercanas a eso.
¿Cómo vamos a vivir en un mundo inminente donde el ser
humano cada vez tenga menor importancia en los procesos de eficiencia
productiva? ¿De cuanto debería ser esa renta mínima? ¿Qué impuestos precisaría?
¿Qué servicios podrían convalidarse con ella? ¿Dónde quedará la clase media?
¿Cómo enfrentarnos a la dependencia social que supondría? ¿Para que
precisaríamos políticos? ¿Quiénes serán los pocos que realmente serán
‘imprescindibles’? ¿Hablamos de trabajar o de aprender? ¿Seremos más humanos
cuando no dependamos de la eficiencia en el trabajo? ¿Qué significará que el
valor añadido pueda ser aportado por las personas? ¿Qué plataforma debe
amortiguar el aterrizaje de un mundo sin empleo?
El mundo no va a detenerse porque lo diga el Banco de
España. No vamos a jubilarnos a los 70 los que ahora tenemos 40 y algo. Ni a
los 85 los que tienen 20. No vamos a jubilarnos. Dejaremos una actividad
determinada para hacer otra muy distinta. El valor económico de lo que hacemos
ahora es relativo. En muchos casos se mantiene incluso cuando no es práctico
hacerlo porque no sabemos como modificar las reglas. Los gobiernos siguen con
su discurso de la creación de empleo y deberían de pensar en el cambio del propio
concepto 'empleo' de manera urgente.
Contenido curado por Isabel Asolo Libano (Community Manager) Heras Abogados Bilbao S.L.P.
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