Texto recogido para nuestros lectores en Almacén de
derecho. Por Miguel A. Presno Linera
A propósito del caso
“La Manada”*
Este texto se publica justo el día en el que la Sala de lo
Penal del Tribunal Superior de Justicia de Navarra empieza a deliberar sobre
los recursos presentados contra la sentencia que condenó a los miembros del
grupo llamado “La Manada” a 9 años de prisión por un delito de abuso sexual con
prevalimiento ocurrido en los Sanfermines del año 2016. El propósito de estas
líneas no es analizar esa resolución ni, mucho menos, aventurar el sentido de
la sentencia de apelación; sí comentar a qué tipo de control social debe
responder el proceso penal en un Estado democrático.
Cuando se hizo pública la sentencia ahora recurrida hubo una
importante respuesta social coincidente, aunque se expresara de modos
diferentes, en calificarla de “incorrecta”, cuando no de “injusta”; de hecho,
una de las frases más usadas en los carteles que se mostraron de manera
reiterada en las manifestaciones de protesta decía, textualmente, “¡No es
abuso, es violación!”.
Esta crítica no carece, ni mucho menos, de fundamento
jurídico y en ella han incidido varios penalistas. Yo, sin serlo, me atrevo a
comentar que la propia sentencia podría abonar esa objeción dado que después de
describir los hechos considerados probados en unos términos que parecen
implicar la existencia de “intimidación” y, por tanto, de agresión sexual,
finalmente concluyó que no hubo tal cosa sino una situación de prevalimiento y,
en consecuencia, el delito cometido fue el de abuso sexual.
Pero lo que llama la atención no es tanto, o no solo, la
crítica en sí al pronunciamiento judicial sino el hecho de que muchas de las
discrepancias con el fallo no las hicieron personas “técnicas en Derecho” y,
sobre todo, en no pocos casos, como cabe deducir del momento de su emisión, se
llevaron a cabo sin que quienes las formularon hubieran leído la sentencia y a
partir exclusivamente de la información que aportaban los medios de
comunicación y/o de las opiniones y comentarios que se expresaron en las redes
sociales, donde etiquetas como #LaManada, #YoSíTeCreo, #NoEsNo,
#JusticiaPatriarcal,…, se emplearon cientos de miles de veces -se habla de más
de 466.000 en las tres primeras horas siguientes a la lectura pública de la
sentencia- y convirtieron los comentarios a la resolución judicial en el “tema
del momento”.
En suma, no resulta exagerado afirmar que para muchísimas
personas nos encontramos ante una sentencia manifiestamente “injusta” y por la
que los magistrados que la redactaron han quedado deslegitimados para ejercer
la función jurisdiccional, cuando menos en casos similares al aquí comentado.
Esta conclusión es muy probable que resultara reforzada para los más críticos
cuando poco tiempo después el mismo órgano judicial acordó que los condenados
en primera instancia quedaran en libertad provisional, aunque sometidos a una
serie de medidas cautelares, mientras no se resolvieran los recursos
presentados por las acusaciones y la defensa.
Todo este rechazo social se produjo a pesar -o quizá
precisamente por ello- de que tanto en el desarrollo del juicio como a la hora
de pronunciarse sobre el mantenimiento en prisión de los condenados una y otra
resolución se ajustaron a un procedimiento altamente formalizado y diseñado de
manera previa en la Ley de Enjuiciamiento Criminal para garantizar derechos
fundamentales básicos de cualquier Estado democrático como la presunción de
inocencia, la no obligación de declarar contra uno mismo, la posibilidad de
presentar todo tipo de pruebas, el mantenimiento en libertad de los acusados e,
incluso, de los condenados mientras no haya sentencia firme ni temor fundado a
la reiteración delictiva o a la fuga de los presuntos culpables…
Se observa que en procesos como el que nos ocupa estas
garantías formalizadas a veces son interpretadas por una parte de la sociedad
como rituales excesivos y ralentizadores de la verdadera justicia y, en última
instancia, como una nueva y, quizá, más dolorosa vulneración de los derechos de
la víctima. Y ello a pesar de que, como es bien sabido, todos esos formalismos
y garantías, que en ocasiones resultan irritantes para muchos, existen,
precisamente, para que tanto la gente sin formación jurídica como, por
supuesto, los técnicos en Derecho estén dispuestos a aceptar de antemano una
resolución que puede limitar de manera drástica y, en ocasiones, muy duradera
un derecho tan “fundamental” como la libertad personal, limitación que se nos
impone sin contar con nuestra aquiescencia y que irá acompañada, si fuera
preciso, del uso de la coacción por parte del aparato del Estado para hacerla
efectiva.
¿De dónde les viene su legitimidad a las decisiones
judiciales? ¿Por qué socialmente estamos dispuestos a asumir un resultado como
el que puede derivarse de una sentencia contraria a nuestras pretensiones
cualquiera que sea el orden jurisdiccional en el que se adopte? En esencia, del
hecho de tratarse de resoluciones adoptadas por órganos del Estado que no
tienen otra misión que garantizar la aplicación de un ordenamiento aprobado a
través de métodos democráticos por órganos de impronta política, como los
Parlamentos y, en algunos países, por el propio pueblo a través de los
referendos legislativos.
Y esa función jurisdiccional adquiere especial relevancia en
el ámbito penal para evitar cualquier desviación de la potestad punitiva del
Estado; en palabras de Ignacio de Otto –“Estudios sobre el Poder Judicial”,
Obras completas, Universidad de Oviedo/CEPC, Oviedo, 2010, pág. 1274–
“en el Estado de Derecho se prefiere la posibilidad de que
quede impune un delito a la de que sea castigado un inocente, y no solo por la
seguridad de éstos, sino también porque la legitimidad de la represión penal deriva
de la estricta sumisión al principio de legalidad, y el castigo se hace
aceptable en cuanto su aplicación está sujeta a criterios y procedimientos que
no tratan ante todo de asegurar la eficacia de la represión, sino también y
primordialmente la seguridad del ciudadano frente a ella. El Derecho penal
protege ciertos bienes frente a los delitos, pero al mismo tiempo protege al
ciudadano frente al poder punitivo, y la legitimidad de los actos aplicativos
requiere que provengan de quien tiene la función de aplicar la legalidad y no
perseguir a los delincuentes”.
En esta línea, la propia Constitución ya delimita la
potestad punitiva del Estado al prohibir la aplicación retroactiva de las
disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos, el
derecho fundamental a la presunción de inocencia, a la asistencia letrada, a no
declarar contra uno mismo, a no confesarse culpable; también reconoce el
principio de legalidad penal, la prohibición a la Administración civil de
imponer sanciones que, directa o indirectamente, impliquen privación de
libertad,… Todo ello se orienta, como decía el profesor de Otto, no a promover
la mayor eficacia de la represión, sino a tutelar los derechos de cualquier
persona sometida a un juicio penal, incluido quienes a ojos de la comunidad
parezcan los criminales más abyectos y merecedores de castigo.
Precisamente porque esa misión de tutela del ordenamiento
podría estar en peligro en determinadas circunstancias -amistad o enemistad de
los juzgadores con alguna de las partes del proceso, intereses propios en el
concreto asunto objeto de enjuiciamiento, ideas preconcebidas (pre-juicios)
sobre los hechos acontecidos…- se prevén mecanismos como las abstenciones y
recusaciones de quienes ejercen la función jurisdiccional. Por si fuera poco,
los órganos judiciales no juzgan “de oficio”, tampoco en un ámbito como el
penal en el que claramente pueden estar en juego intereses públicos, sino que
actúan cuando alguien se lo pide (el Ministerio Fiscal, las acusaciones particular
o popular…).
En suma, en un Estado democrático el ejercicio de la función
jurisdiccional, entendida como la aplicación del Derecho de modo potencialmente
irrevocable a un caso concreto, se confía a órganos judiciales independientes
cuyas decisiones gozan de legitimidad social porque aquéllos únicamente están
sometidos a la Ley y no a las órdenes, instrucciones o presiones de nadie. No
se quiere decir con ello que tales presiones no existan sino que se dota a
quienes ejercen funciones jurisdiccionales de un estatuto que les ampara frente
a dichas interferencias (por ejemplo, y por mandato constitucional, no se puede
trasladar, suspender, sancionar o jubilar a quien forme parte del Poder
Judicial salvo en los casos y con arreglo a los procedimientos legalmente
previstos) pero también, y como lógica contrapartida, jueces y magistrados
están sujetos a eventuales responsabilidades (penal, civil o disciplinaria) si
desarrollan su tarea de manera ilegal: es bien sabido que “un gran poder
implica una gran responsabilidad”
Como es obvio, independencia judicial no es sinónimo, ni
mucho menos, de infalibilidad y por ello existe el derecho a presentar uno o
varios recursos contra las resoluciones que entendamos perjudiciales para
nuestros intereses o, directamente, contrarias a la Ley. Pero incluso así
pueden perpetuarse errores o decisiones judiciales desacertadas, cuando no
delictivas (prevaricación), porque ningún sistema es perfecto; seguirá, no
obstante, gozando de legitimidad social en tanto se trate de excepciones en un
contexto generalizado de funcionamiento conforme con las normas que nos hemos
dado y en la medida en que se les exijan responsabilidades a quienes cometan
errores o delitos en el ejercicio de la función jurisdiccional.
Volviendo a la sentencia del caso “La Manada”, es indudable
que ha sido dictada por un órgano judicial preexistente al caso -la Audiencia
Provincial de Navarra-, conformado de manera legal y sometido en su proceder a
las normas vigentes en la materia (Código penal, Ley de enjuiciamiento
criminal,…). En mi opinión, adoptó una decisión infrecuente sobre el desarrollo
del juicio oral -todo, y no únicamente la declaración de la víctima, se
desarrolló a puerta cerrada- y ha redactado una sentencia “atípica”, al menos
en lo que respecta a la minuciosidad con la que se describen los hechos. Son
también “atípicos”, por emplear un adjetivo relativamente neutral, la extensión
y, sobre todo, el tono del voto particular.
No obstante, es probable que estas peculiaridades en el
desarrollo del juicio, incluido el lenguaje y el sentido del voto discrepante,
no hubieran llamado la atención social de haber desembocado en un fallo que
asumiera la existencia de varios delitos de violación; en puridad, y de acuerdo
con el vigente Código penal, de agresión sexual. Creo que aquí se evidencia la
diferencia, señalada por Winfried Hassemer –¿Por qué castigar? Razones por las
que merece la pena la pena, Tirant lo Blanch, Valencia, 2016, pág. 45– entre lo
“correcto” socialmente y lo “defendible” jurídicamente: lo correcto para un
sector importante de nuestra sociedad hubiera sido certificar que hubo tal
agresión sexual porque esas personas están convencidas de que se empleó
violencia o, cuando menos, intimidación; no pocos juristas también han llegado
a esa conclusión pero la alcanzan no por la vía de enjuiciar la corrección, en
términos de justicia, del fallo sino argumentando que ese sería un resultado
“defendible” de acuerdo con lo previsto en el Código penal aunque admitiendo al
mismo tiempo buena parte de esos juristas que la condena por abuso sexual no es
una decisión “indefendible” en términos jurídicos si, como parece obligado, nos
atenemos al mismo Código penal.
Sea como fuere, y a la espera de lo que se resuelva en
ulteriores instancias judiciales, cabe concluir recordando algo obvio: una
justicia democrática no es la que resuelve los casos atendiendo a la opinión
mayoritaria de la ciudadanía ni la que busca fallos “justos”, sino la que actúa
conforme a lo previsto en normas aprobadas, de forma directa o indirecta, por
aquella ciudadanía, que, por supuesto, podrá instar el cambio de las leyes
cuando las estime injustas o desacertadas. Ni siquiera el tribunal del jurado,
que no conoce en España de los casos de agresión sexual o abuso, es una muestra
de “justicia popular” sino de participación ciudadana en la función
jurisdiccional estatal, pues se constituye, opera y decide con arreglo a lo
previsto en la Ley que lo regula. Y es que, en palabras de Hassemer, (ob. cit.,
pág. 247).
“mientras vivamos con control social necesitamos un control
social que formalice la imposición de la norma: que someta a un control
democrático a los mandatos y prohibiciones y los haga públicos, formalice las
sanciones con claridad y las mida con prudencia, y que proteja con toda
determinación, allí donde sea necesario, a las personas afectadas por procesos
penales. Un Derecho penal que logre eso podría ser “nuestro Derecho penal…”
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