El Derecho en Norteamérica se inicia con dos
documentos otorgados en la ciudad de Valladolid el 27 de septiembre de 1514: el
título por el que se activan las facultades ejecutivas y judiciales prometidas
por la Corona en las previas Capitulaciones para el viaje de exploración,
convirtiendo al Descubridor de Norteamérica en el primer Gobernador con
jurisdicción dentro de su territorio; y las primeras Ordenanzas para regir las
poblaciones a establecer en la Florida, por una de las cuales se integraba en
el sistema normativo aplicable el código de las Leyes de Indias recién
promulgadas.
Adelantaré sintéticamente mi tesis. En lo objetivo, el 27 de
septiembre de 1514 son otorgados por la Corona de Castilla los dos documentos
mencionados; pero, por el segundo de ellos (la Provisión con las Ordenanzas
para las primeras poblaciones de la Florida), se efectúa explícitamente una
remisión al código promulgado de manera específica para regir en los
territorios de ese lado del Atlántico (Leyes de Indias), que así pasa a
integrar, desde el comienzo de su historia jurídica, también el Derecho de
Norteamérica. En lo subjetivo, el hombre concreto que es el portador de esos
textos jurídicos cuando viaja con ellos ya para poblar en Florida —en su
segundo viaje—, el Descubridor, es un hombre que no comparte cualquier concepto
sobre el Derecho. No entiende ni quiere entender de «usos alternativos» del
Derecho. Analiza la literalidad de las normas, pero, sobre todo, escudriña su
espíritu, para aplicarlas a la luz del mismo. Esto no son afirmaciones hueras,
sino respaldadas por soportes documentales felizmente salvaguardados: según
luego veremos, el Descubridor, en su etapa (1509-1511) como primer Gobernador
de San Juan (Puerto Rico actual), acredita un modo de tratar a los nativos tan
en plena coherencia con la letra y espíritu de las diversas normas que se van
otorgando por la Corona y que al final confluirán en las Leyes de Indias (1512)
que, cuando cesa en su cargo, el rey Fernando dirigirá una Real Cédula a los
nuevos responsables del gobierno en aquella isla señalándoles expresamente que
«habrán de tratar a los indios con la táctica del
Gobernador Ponce de León...». Y ello, en medio de un clima generalizado de
corrupción administrativa, donde se subvierte el Derecho y las instituciones
jurídicas al servicio de intereses estrictamente individuales y particulares:
se hace uso de la excepción de la guerra justa —única
que en el Derecho de Indias legitima la captura y ulterior venta de indios como
esclavos— falseando el relato de los hechos y la procedencia de los
protagonistas de los mismos, para justificar la modalidad de reacción elegida;
se abandona toda la carga obligacional que para un «encomendero» representa el
asumir indios en «encomienda» degradando esa relación jurídica a una de pura
dependencia servicial, que llega en ocasiones a la de esclavitud: el futuro Descubridor
reaccionará contra esto enfrentándose, incluso, a un encomendero cercano a la
Casa Real y de rancio abolengo, y, por supuesto, enfrentándose al máximo
representante de la «Administración» en las Indias, el Gobernador Diego Colón,
hijo del extinto, y a sus hombres de confianza, enriquecidos con el mercadeo de
seres humanos...
Y es que aquí, el hombre, el portador de ese Derecho que se va a
introducir en ese gigantesco territorio, es tan importante, o más, que ese
mismo Derecho, porque, con sus obras, logra demostrar el sentido y verdadera
razón de ser de ese conjunto de normas jurídicas: no sólo lleva el Derecho,
sino que personifica un modo de entenderlo y aplicarlo, que lo enaltece, por el
contraste radical con casi todo lo que le rodea, y por el duro precio personal
que debe pagar por significarse con
ese contraste.
Por eso, la mano de la que llega
a Norteamérica el Derecho, su sentido, su filosofía, también en lo jurídico, es
y debe ser merecedora de unas consideraciones propias y separadas, especialmente
a raíz de episodios concretos, de hechos específicos, de su vida, de su
trayectoria pública, que nos han quedado documentados, y, por tanto,
acreditados de modo incontrovertible.
II. CÓMO
El
proceso a través del cual el ordenamiento jurídico de Castilla pasa a integrar
el conjunto de normas rectoras de la convivencia en el territorio de
Norteamérica —lo que significa, a la postre, ese acto fundacional del 27 de
septiembre de 1514, y de cuya constatación sus últimas manifestaciones han
podido visualizarse hasta nuestros días (el Derecho de Aguas, en California,
por ejemplo)— se inicia con un mecanismo jurídico muy utilizado desde la última
década del siglo XV, a partir de la experiencia de lo «concertado» con
Cristóbal Colón en 1492, que, precisamente, sirvió para corregir después los
errores que su puesta en práctica había evidenciado.
Con una concepción que recuerda en muchos aspectos fundamentales
la técnica de la concesión administrativa de servicios de la edad
contemporánea, la Corona suscribía con el candidato correspondiente unas Capitulaciones cuyo fin era la empresa —de interés
público— de la exploración de determinadas regiones geográficas y del
consecuente establecimiento de las primeras poblaciones en su territorio; para
alcanzar ese fin, se le reconocían unos derechos al que asumía la empresa,
pero, también, se le imponían unas obligaciones, incluso en unos plazos, de
modo que, incumplidos éstos o aquéllas, entraban en juego sanciones como la de
la posible pérdida de la fianza, que también era ya un elemento de esa técnica
«contractual» de relevancia pública.
Juan Ponce de León, el futuro Descubridor de Norteamérica, siguió
esa senda. En una encrucijada de su vida en la que se le había convertido en
prisión virtual —luego veremos de qué manera y por qué, al hablar del hombre—
la isla de Borinquen, el actual Puerto Rico —que él había explorado y poblado
primeramente, y donde había sido el primer Gobernador designado por la Corona—,
y después de que Diego Colón —tras ganar parcialmente el pleito de su padre
extinto a través de una sentencia del Consejo de Castilla (5 de mayo de 1511)—,
hubiera empezado a ejercer desde su Alcázar en
Santo Domingo (aún hoy visitable) su derecho a gobernar en los territorios
americanos descubiertos en vida de don Cristóbal, con el inmediato cese de
Ponce en su cargo, éste solicitó al rey Fernando su «licencia» para ir a
explorar al norte de las regiones de los archipiélagos hasta entonces
conocidos, es decir, más arriba de Cuba. De ese modo, investido de la condición
de «empresario» real, nadie podría evitar su salida —al menos, así pensaba él—.
La solicitud referida se articuló, al modo de la época, a través de lo que se
llamaba un «Apuntamiento».
Sin
duda, el aprecio y el reconocimiento que la previa labor de Ponce merecían a
Fernando de Aragón explican que, a pesar de tener otras «ofertas» para la misma
empresa, en esa misma dirección, incluso más ventajosa alguna para la Corona, y
hasta siendo una suscrita por Bartolomé Colón, el hermano del Virrey extinto,
el rey le otorgara a él la concesión para la exploración de lo que hoy
conocemos como Norteamérica. Y así la Corona aprueba las Capitulaciones del 23
de febrero de 1512 con Juan Ponce de León, «para ir a descubrir y poblar la
isla de Bimini» (un nombre legendario que circulaba entre los nativos de las
Antillas para referirse a aquel territorio aún desconocido para los españoles).
Una
de sus condiciones es que tendrá que emprender el viaje en el plazo de un año;
por eso, para acreditarlo, tendrá que hacer un registro público ante notario de
las naos que contrata para hacer el viaje y zarpar con ellas, y gracias a ello
se conserva hoy dicho registro, con algunos datos de enorme relevancia, que
luego se apuntarán. Otra de las condiciones de la concesión era que el coste de
todo debía asumirlo el candidato a descubridor a sus exclusivas expensas, con
solo su propio peculio o patrimonio personal. Y ese coste incluía la
contratación del personal que llevara; la compra de los navíos, de las
provisiones y de los bastimentos; e incluso debía depositar unas fianzas como
garantía, de manera que, en caso de no cumplir sus compromisos, la Corona se
las apropiaría). En definitiva, debía asumirlo él a sus expensas.
Por lo antes dicho, en el correspondiente expediente
administrativo, se conserva el documento de 29 de enero de 1513, donde se
registran notarialmente las naos que lleva para explorar y descubrir lo que él
bautizará como Florida: ese día salen del Puerto de Yuma, en Salvaleón, Higüey
(región oriental de La Española, actual República Dominicana), las naos
llamadas Santa María de la Consolación, en la que irá
Ponce; y laSantiago [como curiosidad que a mí siempre me ha
gustado destacar, hay que anotar que, en la tripulación que queda registrada
notarialmente también en el mismo acto, figura el primer africano de origen que
pisará Norteamérica y que va en libertad; el registro correspondiente sobre él
señala solamente esto: «Jorge, negro, marinero», no «esclavo», no: iba en
libertad. Y resulta digno de subrayarse el dato porque, cuando viaja por
primera vez a San Juan para poblar en 1508, también lleva otro africano de
nacimiento pero libre, un tal Juan Garrido (quien, por cierto, volverá a ir
junto a él en su segundo y último viaje a Norteamérica, en 1521). ¿Una
coincidencia? ¿O un discreto gesto a través del cual se nos está queriendo
decir algo acerca de la filosofía con la que Ponce asumía el plan de establecer
las primeras poblaciones en los territorios bajo su jurisdicción?].
A esas dos naos, se les une la San Cristóbal, ya
en el Puerto de San Germán, en la isla de San Juan, en el actual Puerto Rico Y
desde allí zarpan las tres naos el 3 de marzo de 1513.
Tardará
en volver siete meses y siete días: no volverá a pisar el suelo de la isla de
San Juan hasta el 10 de octubre siguiente. Y cuando regresa, regresa ya como el
primer Gobernador «in pectore» de un territorio hasta entonces ignorado en
Europa y al cual él pone el nombre, el mismo que lleva hoy, Florida.
III. QUÉ DERECHO
En virtud de lo concertado en las propias Capitulaciones, Ponce
era ya, in pectore, el nuevo —y primer— Gobernador sobre
los territorios por él descubiertos. Durante un tiempo, se habló aún de «las
islas de Bimini y de la Florida», porque, como, en su primer viaje, Ponce sólo
recorrió la costa oriental de la península, cuya conformación geofísica, con
sucesivos encadenamientos de agua y tierra, desde los Cayos del sur, llamaba a
engaño, pensó que era una hilera de archipiélagos en los que las islas mayores
eran la Bimini de la que le habían hablado los caciques amigos del Caribe y en
cuya busca había viajado y la otra en la que él desembarcó en el amanecer del 3
de abril de 1513 y a la que bautizó con el nombre que lleva hoy, 500 años
después, Florida. Pero en 1519 un extremeño, Alonso de Pineda, navegando por la
costa occidental, y cartografiándola, comprobó, al entrar en lo que ya era el
gran Golfo, que Florida no era isla, sino península y que era sólo la punta de
un enorme territorio que se desplegaba al norte de la misma. El mapa que así
alumbró Pineda sería el primero que diera a conocer al mundo la existencia de
Norteamérica, y el primero que mostró los contornos de su territorio por el
sur.
Pero
Ponce tenía que tener documentado su título de Gobernador y, además, tenía que
despachar con el rey sobre el descubrimiento y sobre una serie de cuestiones,
máxime cuando el propio rey llevaba años queriendo recibirle en la Corte, desde
su defenestración como Gobernador de San Juan por Diego Colón y, primero por
las maniobras de éste y sus hombres —que en seguida recordaremos juntos,
querido lector—, y, luego, por los preparativos y desarrollo del viaje a
Florida, aún no había podido cruzar el Atlántico.
Por
eso, viaja a España, y acude a la Corte que, a la sazón, se hallaba establecida
en Valladolid (pero, para ello, todavía habrá de esperar un tiempo más, porque
a su regreso de Florida ha de hacer frente a las consecuencias de un ataque de
los indios caribes, los más belicosos de la región, que en su ausencia habían
llegado a incendiar la villa de Caparra, la primera fundada —por él— en
territorio del actual Puerto Rico). Y es así como en el otoño de 1514 Ponce va
a recibir en mano los dos documentos jurídicos que inauguran formalmente la
historia del Derecho en Norteamérica. Ambos documentos están fechados el 27 de
septiembre de 1514. Consta el «recibí» de los mismos y de sus copias por parte
del propio Ponce en Valladolid, tres días más tarde, uno de los diversos
documentos conservados con el autógrafo del Descubridor de Norteamérica
En
virtud del apartado cuarto de las Capitulaciones, o «Asiento para descubrir y
poblar la isla de Bimini», articulado mediante Real Cédula del rey Fernando
dada en Burgos el 23 de febrero de 1512 —a que ya se ha aludido—, a Ponce le
correspondía la gobernación y jurisdicción civil y criminal sobre el nuevo
territorio por él descubierto, derecho que se extendía en el apartado undécimo
a todas las islas comarcanas que descubriere (aparte de aquélla para la que se
otorgaba la «facultad y licencia real», la legendaria Bimini), con tal de que
tales eventuales nuevos territorios no fueren «de los que se tiene noticia». La
Corona se reservaba la jurisdicción militar, plasmada en la cláusula que la
identificaba en la época como el derecho de edificar las fortalezas y nombrar
los alcaides de las mismas.
Para revestir el ejercicio de las facultades de gobernación ya
allí detalladas, el rey formaliza el nombramiento de Ponce como Adelantado de las islas de Bimini y de la Florida. Es
el segundo que se va a nombrar en las Indias. Y, en realidad, el primero que
nombra allí la Corona «espontáneamente», ya que el primero lo había sido
Bartolomé Colón, nombrado también Adelantado (1497) pero directamente por su
hermano Cristóbal, en una de sus múltiples torpezas que le granjearon el
alejamiento de los reyes, en este caso, una singular torpeza jurídica pues sólo
la Corona, históricamente, tenía y retenía la facultad de otorgar ese título
(al menos, desde Las Partidas). Téngase en cuenta que, en su configuración
jurídica, era un título honorífico, incluso hereditario (el único hijo varón de
Ponce, Luis, lo heredó tras su muerte con este carácter, aunque luego profesó
en la Orden de los Dominicos). En el caso de Ponce, fue, además, el vehículo a
través del cual el rey reafirma el reconocimiento de las potestades ejecutivas
que, en virtud de las previas Capitulaciones, ya le correspondían, es decir,
título jurisdiccional. En parte, también se hizo así para que el Adelantado
Bartolomé Colón —cuyo título colombino había sido respetado por los reyes, asimilándolo
a un «privilegio» del Almirante— no viniera a reclamar ninguna competencia
ejecutiva como inherente a su propio título.
En
suma, mediante este vehículo jurídico se otorga, de acuerdo con el Derecho de
la época, un nombramiento que lleva aparejadas facultades de gobierno y
administración sobre un territorio, facultades, además, que han de ser
ejercidas con arreglo a unas normas, pues, de su ejercicio, el nombrado
responde ante quien le nombró, y mediante otra institución singular de nuestro
Derecho Público conocida como «juicio de residencia» (el propio Ponce, al cesar
como Gobernador en San Juan —Puerto Rico—, y para salir al paso de las
calumnias urdidas por Diego Colón y sus oficiales —a las que ya se aludió—,
sobre cómo había ejercido el cargo en relación con la administración de las
granjerías y fundición de oro reales, se somete a dicho juicio, y acredita, por
cierto, el destino de hasta el último «tomín» de oro de los procedentes de
aquella fundición). Es decir, una función de gobierno sometida a normas
jurídicas y controlada ulteriormente, para contrastarla con las exigencias de
tales normas.
Por
lo tanto, no es sólo un primer nombramiento de un cargo público que ostenta
jurisdicción sobre un territorio en Norteamérica —y, particularmente, dentro de
los actuales Estados Unidos— lo relevante en este hito histórico-jurídico; lo
es también que, debido al contexto de la época, el ejercicio del poder —y de
sus prerrogativas— se otorgaba para unos fines concretos y con unos límites,
establecidos en normas, y quedaba ese ejercicio del poder sometido a control
ulterior, con arreglo al mismo sistema normativo: una concepción del poder,
que, en embrión más o menos desarrollado, va a ser la abrazada y postulada, con
las complementarias exigencias impuestas por la evolución de la Historia, por
los mejores representantes de la filosofía jurídica convertidos también en
padres de los nuevos Estados Unidos, a finales del siglo XVIII —a su cabeza,
Jefferson y Adams—. Por esto mismo, también para esta Nación el hito jurídico a
que aquí se está rindiendo tributo cobra un significado fundacional de
excepción.
El
segundo documento clave es la Real Provisión de la reina D.ª Juana, aprobatoria
de las Ordenanzas para las primeras poblaciones de Florida. Es una pieza que complementa,
en realidad, otra: la nueva capitulación entre el rey y Ponce «para poblar las
islas de Bimini y Florida», dada en la misma fecha, donde, sustancialmente, se
ratifica la primera (1512), la previa al Descubrimiento, y donde,
adicionalmente, se prescribe la obligación de requerir a los caciques e indios
y «procurar por todas las vías y maneras que pudiere que vengan en conocimiento
de la fe católica y en obediencia y servicio, lo cual ha de constar por escrito
ante notario» (apartado segundo), así como la de «tratarlos lo mejor posible»,
salvo a los que se alcen en guerra, única eventualidad en que podrá
prendérseles como esclavos, exigiéndose también para antes de combatirles el
efectuarles un requerimiento para deponer pacíficamente su actitud (apartado
tercero). También, se «matiza» la previsión inicial de privilegios fiscales
para los primeros pobladores en relación con aprovechamientos mineros,
agrícolas o ganaderos, limitándola a un máximo de doce años.
La
Real Provisión de D.ª Juana va dirigida, entre otros futuros cargos públicos
del territorio, «a Vos, mi Gobernador y Adelantado y Justicia mayor de las
islas Bimini e isla Florida (sic)», lo que ratifica el carácter a la vez
honorífico y jurisdiccional del título otorgado a Ponce, con competencias
ejecutivas y judiciales en sentido estricto, por lo que antes ya se vio.
«Con
la mucha voluntad que tenemos que las dichas islas sean pobladas y ennoblecidas
les habremos concedido y hecho merced de las cosas que adelante serán
declaradas en esta manera», encabezaba el texto real. Y, a partir de ahí,
sucintamente —porque, sobre todo, se usaba la técnica de la remisión a otros
cuerpos normativos—, se desgranaban tales «mercedes» y concesiones. Y, de
ellas, las sustanciales se reflejaban en el apartado primero, donde, a favor de
los quinientos primeros pobladores, se les reconocía, para los primeros diez
años, «las libertades, franquezas e otras cosas de que hemos hecho merced y han
gozado y gozan los vecinos y moradores de la isla Española porque por ser
aquélla la primera que se pobló fue necesario hacerle más mercedes y franquezas
que a otras». Por este camino, la vieja institución jurídica de las libertades
y franquezas, articuladas muchas veces en Fueros locales —destinada a favorecer
en la Península Ibérica el proceso de repoblación por los cristianos de los
territorios progresivamente recuperados de la España árabe, durante los siete
siglos de la Reconquista—, se introduce en Norteamérica. Y, nuevamente, el
embrión de otro concepto jurídico, más o menos desarrollado, el de las
libertades forales, que llegarían a ser germen en la filosofía política para el
concepto de los derechos individuales y civiles, se introduce silenciosamente
en ese territorio, donde precisamente germinará su fruto más apreciado en menos
de tres siglos, casi a la vez que en la Francia revolucionaria: un nuevo
motivo, por tanto, para que se reconozca allí también la relevancia que este
hito histórico-jurídico tuvo para su propio devenir.
Pero
muy especialmente hay que destacar que, con la Real Provisión de la reina D.ª
Juana, aprobatoria de las Ordenanzas para las primeras poblaciones de Florida,
y por la remisión que la misma efectúa, pasan a integrarse en el ordenamiento
jurídico aplicable sobre el territorio de Norteamérica —entre otros elementos
del nuevo conjunto normativo— las reglas fundamentales para la convivencia
entre colonizadores y nativos, las Leyes de Indias («conforme a las Ordenanzas que
para el tratamiento de dichos indios habemos mandado hacer», concluye el
apartado quinto), Leyes que, por esto, merecen una consideración específica,
porque expresan el verdadero espíritu de la misión de Castilla en esos
territorios, tal como, además, lo asumió y respaldó explícitamente la Corona,
con la propia elaboración de las mismas y la propia metodología del proceso
conducente hasta ellas.
IV. EN PARTICULAR, LAS «LEYES DE INDIAS»
En
1494, Cristóbal Colón envía indios a España para ser vendidos como esclavos. Al
conocer esto, la reina Isabel siente una cierta conmoción: los españoles no
habían ido a las Indias sino para, ante todo, cristianizar a los nativos,
enseñándoles lo que ella consideraba la «religión verdadera», que contribuiría
así a salvar sus almas, para darles una educación y para elevar, en definitiva,
su estatuto de vida, pero de ningún modo para esclavizarlos.
Por
eso, de inmediato, la Corona de Castilla inicia un largo y detenido proceso de
reflexión con juristas y con teólogos y llega a la conclusión de que el
tratarlos como esclavos no cabe, es inaceptable, con una sola excepción, típica
de la Edad Media que entonces acababa: que sean apresados en acciones militares
dentro de una «justa guerra».
(Esto último explica lo que se verá en otro apartado: que Diego
Colón y sus oficiales afectos se acogieran al ius belli, al
Derecho de Guerra, a esa excepción extraordinaria, y exageraran el alcance de
la invasión de los caribes —el más belicoso pueblo de las Antillas— en la isla
de San Juan y su presunta alianza con otros indios locales sublevados contra
los colonos, con el fin de perseguirlos hasta lograr su venta pública con
pingües beneficios personales para los principales detentadores del poder en la
Administración Pública de Santo Domingo y, presumiblemente, para algunos
oficiales cómplices en la Casa de Contratación de Sevilla, que por ello
hicieron pagar a Ponce también un alto precio por venir a hacerles la
competencia al aceptar dirigir una «armada» contra los caribes por encargo personal
del rey Fernando, como luego también se recordará...).
A
aquel primer episodio, que contribuyó a visualizar que no concebían de la misma
manera su misión en la joven América, por un lado, la Corona de Castilla, y,
por otro, los Colón y los oficiales afectos más íntimamente a ellos, se
añadieron después otros.
Los «repartimientos» o reparto o distribución
de los indios entre los colonos mediante la técnica que se conocía como
«encomienda» suponían que los indios quedaban encomendados, asignados, a los
colonos, los dueños de las haciendas, para que éstos los educaran y formaran
cristianamente y los atendieran en sus necesidades vitales básicas:
alojamiento, manutención, etc., a cambio de su trabajo en
las labores de la hacienda, normalmente labranzas. Eso suponía o significaba
los repartimientos, o debían significar, según lo que la Corona había dispuesto
desde las primeras normas al respecto.
Pues
bien, también desde los primeros tiempos del gobierno de Cristóbal Colón en las
Antillas, se vio que los repartimientos y las encomiendas se entendían de otra
manera por el Almirante y los oficiales más afectos a él, porque muchos
repartimientos se hicieron en bastantes ocasiones con abusos y malos tratos
hacia los indios y los caciques (sus jefes propios).
Para poner orden en todo ello, y reafirmar su punto de vista, la
Corona de Castilla impulsa lo que se va a conocer como las Leyes de Indias o
también Ordenanzas de Indios, tras concluir los trabajos
de la Junta de Burgos —en la que fueron oídos hasta los mayores defensores de
los indios entre los españoles y, a la vez, los mayores y más severos críticos
contra Colón y contra los oficiales y hacendados que seguían sus criterios de
actuación, Bartolomé de las Casas y Antonio de Montesinos (el cual incluso se
entrevista personalmente con el rey)—, 27 de diciembre de 1512. Sus treinta y
cinco Ordenanzas son completadas con cuatro Ordenanzas complementarias
aprobadas por el rey siete meses después, el 27 de julio de 1513.
Regulan
—entre múltiples aspectos— condiciones mínimas de sus «estancias» o espacios
usados para su alojamiento; las hamacas para dormir; la manutención fija
obligatoria; la enseñanza, la general a cargo de los Franciscanos y la
religiosa; la prohibición de los malos tratos en general e incluso de palabra
(Ley 24); las condiciones para el trabajo digno (los dedicados al laboreo en
las minas, no deberían trabajar más de cinco meses seguidos, transcurridos los
cuales deberían tener cuarenta días de descanso, Ley 13); las embarazadas
deberían quedar exoneradas de trabajar durante su embarazo (...).
Incluso,
ese régimen se concebía como algo transitorio porque la cuarta ordenanza de
1513 disponía que, transcurridos los dos primeros años, se les diera la opción
de «vivir por sí» mismos, emanciparse, vestirse como los españoles, y ocuparse
«en aquellas cosas que nuestros vasallos —decía el rey— acá suelen servir».
El
origen, el desarrollo, la metodología y el desenlace del proceso que conduce
hasta las Leyes de Indias (de las que, obviamente, se van produciendo entregas
parciales entre 1494 y 1512, imbuidas de la misma filosofía imperante en
aquéllas) van a constituir eso que hoy denominaríamos «la atmósfera que
respiran las normas jurídicas», su verdadero espíritu, los principios
inmanentes al sistema normativo. Ponce acreditó en todo momento haberlo
entendido con plena exactitud. Para él, ese Derecho iba a obligar a los
responsables públicos a actuar en una determinada dirección también. De hecho,
en las capitulaciones para el primer viaje (1512), ya se recogía, para el orden
futuro de la convivencia en los nuevos territorios, que «cualquier fraude o
engaño ha de denunciarse a los oficiales, bajo pena de pérdida de oficio y
otras que se impusieren a los delincuentes y a los cooperadores» (apartado
decimosexto). Fue de los pocos en las Indias —y en la Administración de Indias—
que actuaron desde el principio en armonía con ello.
V. DE LA MANO DE QUIÉN: DOS IMÁGENES QUE VALEN MÁS QUE DOS
MIL PALABRAS
Ese
Derecho así conformado, por ese juego de remisiones y reenvíos al que se ha ido
haciendo referencia, y, particularmente, el sentido del mismo, su concepción
como un sistema normativo destinado al cumplimiento de unos principios y la
salvaguarda de unos valores que tenían mucho que ver con toda una filosofía de
vida, fue introducido por la mano de Juan Ponce de León en Norteamérica.
No
porque él fuera un jurista de los que habían integrado aquellas juntas mixtas
de teólogos y hombres de Leyes para pergeñar las normas que habían de regir al
otro lado del Atlántico. Pero sí, en primer lugar, porque, físicamente, ese
conjunto de normas lo llevaba consigo en su arqueta el primer Adelantado y
Gobernador de Florida. Pero, en segundo lugar, y, sobre todo, porque él había
contribuido a orientarlo —el sentido de ese conjunto normativo, los principios
inmanentes al mismo—, a través de sus múltiples recomendaciones y sugerencias
—basadas en sus experiencias como capitán en la región del Higüey (1504-1508) y
como capitán y gobernador en la isla de San Juan (1508-1511)— tanto al entonces
Gobernador de las Indias, Nicolás de Ovando, como al propio rey Fernando. Por
cierto, el extremeño Nicolás de Ovando fue el primer —efectivo— verdadero
Gobernador allí, tras el fracaso de Cristóbal Colón en esa función y el
hundimiento —su barco lo engulló un huracán— de Francisco de Bobadilla, el
hombre que encarceló al anterior en la fortaleza de Santo Domingo —fortaleza
todavía hoy visitable, como la mayor parte de la magnífica ciudad que Ovando
directa y personalmente puso en pie, y que subsiste hoy como la ciudad colonial
más evocadora de las Américas—.
Pues bien, de ese hombre, de cuya mano llegó ese Derecho de
Castilla a Norteamérica, se podrían decir muchas cosas. Se podría recordar que
fue paje de Isabel y Fernando; que estuvo presente en la guerra final de
reconquista de Granada; que formó parte de la tripulación del segundo viaje a
las Indias de Cristóbal Colón (1493); que Nicolás de Ovando le nombró su
lugarteniente para el Higüey, la región oriental de La Española, y allí
(1504-1508) él fundó la villa de Salvaleón y estableció su casa de piedra y sus
primeras explotaciones agrícolas, que —explicaba a sus hijos pequeños entre las
espigas de yuca— eran las verdaderas minas y el verdadero oro que no se
acabaría nunca, si se trataba con amor a esa tierra: un fiel y coherente hijo
de su Santervás, de la Tierra de Campos, donde nació; que a propuesta de Ovando
—con quien había suscrito unas capitulaciones para ir a poblar y colonizarla
tiempo antes (1508)— el rey le nombró primer Gobernador de la isla de San Juan,
el actual Puerto Rico (1509-1511); que aquí está considerado hoy «fundador del
pueblo puertorriqueño», su estatua preside una de las plazas emblemáticas
del Viejo San Juan y sus restos mortales descansan en
su privativo mausoleo de honor de la catedral capitalina, adonde quiso
trasladarlos ese pueblo, a poco de haberse independizado de España, etc.
No
obstante, como una imagen vale más que mil palabras, yo quisiera sintetizar el
retrato del hombre a través de una, o, mejor, de dos imágenes, porque reflejan
muchos de los rasgos a los que ya se ha ido aludiendo, y permiten visualizar su
talla humana, a la vez, base para el agigantamiento que su figura histórica ha
ido adquiriendo en los últimos tiempos.
Primera imagen, o primera tabla de su retablo vital que
debe merecer nuestra atención, en la perspectiva señalada: situémonos en un día
del invierno de 1511, en la isla de San Juan, el territorio del actual Estado
de Puerto Rico.
Ponce
lleva algo menos de un año y medio como Gobernador, el primero como tal de ese
territorio. Intenta desempeñar su cargo con arreglo a lo que considera son las
directrices de la Corona para las Indias. Pero tiene enfrente a Diego Colón (el
hijo del Almirante muerto en 1506) y al grupo privilegiado de altos
funcionarios de su entorno y de veteranos de los primeros colonos.
Uno
de éstos es Cristóbal de Sotomayor, no un cualquiera: heredero de un condado en
Galicia y secretario de los mismos reyes en su etapa anterior en Castilla, que
se había hecho con una de las mejores haciendas en San Juan.
Pues
bien, en ese contexto histórico y geográfico, Cristóbal de Sotomayor intenta
subyugar a más indios de los que tiene encomendados y maltratarlos. Ponce le
convoca en su residencia y le amonesta.
Está
documentado esto porque el rey le envía a Ponce dos reales cédulas para que no
le quite a aquél el cacique y sus indios inicialmente asignados, algo que el
rey —enterado de esa escena por carta de Sotomayor— pensaba que Ponce podía
llegar a hacer, disgustado por ese maltrato por el que le había amonestado.
Éste es, posiblemente, el momento, la escena, de toda la vida de
Ponce, la tabla de su retablo vital, en que mejor se expresa, se
visualiza, cómo él —en relación con el modo de tratar a los indios y de
relacionarse con ellos— se alinea con lo que podríamos considerar la postura
más progresista, pero, a la vez, más ortodoxa, más coherente o conforme con la
voluntad e instrucciones de la Corona de Castilla.
Y esa postura se apoya en la concepción filosófica de la Humanidad
como «gran familia de pueblos», con precedentes en Marco Aurelio y San Agustín
(de los que había oído hablar, seguramente, ya en el Priorato dependiente del Monasterio de Sahagún,
que entonces existía en su natal Santervás de Campos, junto a los frailes que
le formaron en sus primeros años). Y esa postura será defendida en ese mismo
tiempo ya por los Dominicos y luego argumentada y defendida jurídicamente en la
Universidad de Salamanca por Francisco de Vitoria, en lo que serán los
cimientos del Derecho Internacional o de Gentes (De Indis; De iure Belli).
Y esa escena nos permite también visualizar cómo se enfrenta, por
ello, físicamente casi, a la postura contraria, medievalista, la que considera
a los indios seres inferiores, integrantes de naciones que no merecen ese
nombre, subdesarrolladas, porque adoran falsos ídolos, como los paganos, lo
que, por tanto, justificaría el tratarlos casi como animales y, desde luego,
como esclavos, más que como personas libres. Y esta postura se identificaba con
la de los llamados curialistas de la Edad Media, defensores de la guerra justa
contra los infieles, y de los cuales también en la misma época de Ponce el
ideólogo principal sería Juan Ginés de Sepúlveda (De iustis belli causis apud
indios).
Para
desgracia de Ponce, esta segunda postura es la que —en contra de la Corona y de
los juristas y teólogos más rigurosos— íntima y soterradamente comparten una
mayoría de los hacendados, colonos veteranos y altos funcionarios de la
Administración en las Indias, para muchos de los cuales las cacerías de indios
llegaron a ser un negocio con las posteriores ventas como esclavos. Y, por eso,
esencialmente, Ponce se verá allí en San Juan en minoría, y sufrirá
personalmente —él y su familia— muchos agravios: tras obtener Diego Colón —por
la sentencia del Consejo de Castilla de 1511— facultades de gobierno sobre
todos los territorios descubiertos en vida de su padre, Ponce es destituido
como Gobernador de San Juan, pese a acabar de lograr la total pacificación de
su territorio; los oficiales colombinos ocupan su casa y plantación del Higüey,
de donde procedía la principal fuente de ingresos familiares; se hace llegar
hasta la Corte la calumnia de que ha cometido fraude en la real fundición de
oro durante su etapa de Gobernador; para impedirle cruzar el Atlántico y
entrevistarse con el rey, su nao personal es requisada por el Concejo,
controlado por oficiales colombinos, por «necesidad pública»...
Sigamos
aún en ese episodio de 1511: tras la amonestación, surge fuerte el rumor de que
se está gestando una conjura contra los españoles. Sotomayor va a informar de
ello al Gobernador Ponce y éste le recomienda que no vuelva a su hacienda o que
lo haga con refuerzos. No le hace caso.
Se
produce el ataque a la hacienda de Sotomayor, con el resultado de la muerte de
éste y de los demás españoles que le acompañaban, y el asalto al poblado
contiguo.
Esto
provoca necesariamente la reacción: Ponce debe dirigir una primera acción de
guerra. ¿Y cómo la ejecuta?: Requiere, primeramente, por dos veces, a los
caciques alzados para que reconozcan la autoridad real prometiéndoles el perdón
si actúan así. Y sólo emprende acciones militares contra los que no prestan ese
reconocimiento. Y lo hace de manera eficaz y procurando hacer el menor número
posible de víctimas, una táctica que procura repetir en todas sus actuaciones militares:
sin duda, también es ilustrativa de un rasgo de carácter. Y así se pacifica
definitivamente la isla de San Juan.
Segunda imagen: segunda tabla escogida a
los efectos señalados, de entre las de su retablo vital: 27 de septiembre de
1514, en Valladolid, al mismo tiempo que su título de primer Adelantado y
Gobernador de Florida, y las primeras Ordenanzas para poblarla, se le expide
una Real Provisión de don Fernando nombrándole capitán de una armada contra los
caribes, la tribu belicosa con base principal en la isla de Guadalupe que
atemorizaba históricamente a los pueblos pacíficos de las Antillas, taínos y
aravacos.
El 14 de mayo de 1515, sale de Sevilla para desempeñar esa función
que el propio rey le ha encomendado. Pero, para poder cumplirla, va a tener
muchas dificultades de todo tipo. Y quizás, las mayores se las van a plantear
los propios oficiales de las Indias, por aquello que podríamos llamar las debilidades o, incluso, «miserias», de la
condición humana que a veces se sobreponen a cualesquiera consideraciones.
¿Por
qué? Por lo siguiente. Para los funcionarios superiores (los oficiales) de la
Administración de las Indias en aquel momento, las campañas militares contra
los indios se habían convertido en un verdadero negocio. Esas campañas, de acuerdo
con las Leyes de Indias, sólo podían hacerse de manera legal en dos casos:
primero, en el de un levantamiento interno o sublevación de los indios contra
los colonizadores en alguna de las islas donde ya había asentamientos de
españoles —La Española, San Juan, Jamaica, etc.—; segundo, en el caso de ataque
exterior de los indios conocidos como «caribes», caníbales antropófagos, que
vivían en islas más pequeñas, situadas al sur, con su sede principal en la isla
de Guadalupe, y que a veces subían a las islas colonizadas y atacaban tanto a
los cristianos como a los nativos que éstos tenían a su cargo en sus haciendas
en lo que jurídicamente se conocía como «régimen de encomienda»: los tenían
encomendados, a su cargo, para darles comida y vivienda dignos, y oportunidad
de trabajar, y formación cristiana, esto, al menos, en la teoría de este
régimen jurídico.
En el
primer caso, los hombres de Diego Colón —el Virrey de las Indias, hijo de
Cristóbal, y heredero de bastantes de sus facultades jurídicas gracias a la
sentencia del Consejo de Castilla que dirimió el pleito emprendido aún por su
padre— tenían la competencia administrativa de otorgar las «licencias» para lo
que se llamaban entonces «entradas y cabalgadas» en territorios sublevados.
Muchas
veces, en realidad, no había habido sublevación previa, o no se había cumplido
con el requisito que exigían las Leyes de Burgos de requerir varias veces de
manera pacífica a los sublevados para que depusieran su actitud y cesaran las
hostilidades, cesaran las acciones belicosas. Y, en todas esas ocasiones, en
realidad, se ponía como excusa el «ir a sojuzgar a los alzados», para ocultar
lo que se pretendía: fomentar el tráfico o mercadeo de esclavos, y obtener con
su venta beneficios económicos que llegaban a ser importantes. Hay que
recordar, una vez más, que sólo, precisamente, en caso de previa sublevación y
acciones violentas contra los cristianos las Leyes de Indias permitían aplicar
el régimen de esclavos a los prisioneros capturados.
Y, en el segundo caso, en el de contraatacar frente a los
caníbales caribes, el negocio era aún mayor, porque el rey había firmado una
declaración de guerra general contra ellos,
por su extrema crueldad. Y, para fomentar las acciones de respuesta, el rey
había otorgado unos privilegios a los que les hicieran la guerra que no se
daban en las campañas contra las demás tribus de la región: no tendrían que
pagar ni impuestos ni el 20 % (el «quinto») de los beneficios que se obtuvieran
con su venta como esclavos.
Pues
bien, el requisito para obtener esos beneficios era —repito— probar que los
prisioneros eran caribes (los caníbales antropófagos), es decir, que
pertenecían a ese otro pueblo, y que no pertenecían a ninguno de los otros
pueblos pacíficos como los taínos, los aravacos, etc. ¿Y ante quiénes se tenía
que hacer esa probanza? ¿Quiénes tenían que aceptar las pruebas presentadas?:
los oficiales competentes, altos funcionarios de la Administración de Colón,
cuya filosofía compartían....
Con
lo cual, los propios oficiales empezaron a organizar, por sí mismos o por
personas interpuestas —intermediarios, testaferros—, las llamadas «armadas»
contra los caribes, o sea, expediciones marítimas de castigo y apresamiento de
esos indios. Y, puesto que, por lo que se ha visto, tenían, mayormente, casi
todos, ese «interés» en que las armadas tuvieran mucho éxito, en forma de
beneficio económico, resultó que era extraordinariamente fácil y sencillo
probar ante ellos mismos que los cautivos, los indios hechos prisioneros, eran
caribes. De ese modo, esas armadas, organizadas con su apoyo, resultaban un
éxito comercial: no pagaban impuestos, no cedían al rey ningún porcentaje del
producto de la venta de esos esclavos, y los beneficios quedaban, por lo tanto,
sólo para los «empresarios» de esas armadas y para sus amigos, los oficiales, o
altos funcionarios, en la Administración del Virrey Diego Colón.
En
ese contexto, se divulga la noticia de que el rey ha encomendado a Ponce de
León una armada específica para hacer la guerra a los caribes. Y, naturalmente,
Ponce se encuentra con que, para los oficiales de Colón y para los empresarios
de esa actividad que antes se describía, viene a hacerles la competencia.
Curiosamente,
los oficiales de la Casa de Contratación en Sevilla le regatean los fondos
económicos para cubrir todas las necesidades de su armada, a pesar de que él va
como capitán de la misma designado por el rey. Ponce tiene que quejarse varias
veces al rey. Dice en alguna carta que le faltan «bastimentos, cirujano y
oficiales de manos» (carpinteros), con lo que difícilmente va a poder
desarrollar bien su misión, si hay heridos, si hay deterioros en las naves,
etc. Y los hay: sufren un ataque en Guadalupe y reciben daños materiales y
personales...
Y es
que, para mayor gravedad, los oficiales compran para su armada unos barcos
viejos.
(¿Habría
algún tipo de connivencia, de complicidad, entre los oficiales que estaban en
América ya y los de Sevilla, que era su puerto principal de conexión en España?
Se puede sospechar, porque hay una cierta apariencia de ello.)
Y,
como le entregan pocos fondos, puede pagar también poco dinero a los marineros
que debe reclutar para ese viaje. Y, cuando éstos llegan a San Juan y a Santo
Domingo y se enteran de que los marineros de las armadas organizadas allí (las
protegidas por los oficiales de Colón) ganan más salario que ellos (porque sus
jefes no pagan impuestos ni porcentaje de beneficios al rey), abandonan la
armada de Ponce en su mayoría.
A
pesar de tantas dificultades, Ponce demuestra su temple, y su sentido de la
responsabilidad; y procura cumplir con el encargo directo del rey, ese rey que
le había apoyado, y le seguía apoyando personalmente, frente a todas las
intrigas e insidias de Colón y sus hombres, especialmente.
Y
durante ocho meses, ocho, entre septiembre de 1515 y mayo de 1516, tiene que
aplazar su sueño de ir a poblar la Florida con las ordenanzas que la reina D.ª
Juana le había otorgado; y tiene que estar alejado de su mujer e hijos a los
que adora (seguramente, lo que más se reprochará después, y no se perdonará,
cuando su mujer muere víctima de la primera gran epidemia en las Indias, y él
ve que en los últimos siete años de vida de ella sólo ha podido estar menos de
la mitad de ese tiempo a su lado...).
Y
actúa, con sus limitados medios, y regresa, incluso, a la base principal de los
caribes, situada en Guadalupe. Y contraataca.
Y de la honradez y rigor con que él quiere desempeñar todas las
órdenes o encargos que recibe del rey da fe el siguiente dato. Por la misma
época o por los mismos meses en que actuó su armada, actuaron por la misma
región caribeña otras tres armadas (apoyadas por los oficiales de Colón, que
estaban interesados en su beneficio, como sabemos). Pues bien, en las otras
tres armadas sólo se localizaron indios caribes, aquellos
cuya localización y venta era mucho más ventajosa o rentable económicamente. No
localizaron nunca a ningún indio apresado por los caribes en los poblados de
los cristianos donde trabajaban y vivían en encomiendas. Eso no les daba un
beneficio económico.
Pero la modesta armada de Ponce es la única que sí localiza
indios, borinqueños concretamente (Borinquen era
el nombre autóctono de la bautizada por Colón como San Juan), apresados por los
caníbales, de las haciendas de los colonos donde vivían pacíficamente, y la
única que, por tanto, cumple, en una cierta medida, con ese otro objetivo que
buscaba el rey. Las otras, mejor pertrechadas, equipadas, con marineros mejor
pagados, sólo encontraron indios caribes, susceptibles todos de ser vendidos
como esclavos, pero a ningún indio pacífico cautivo de ellos.
Cuando
Ponce concluye su misión con la armada, el rey don Fernando, su gran protector
—y casi se podría decir amigo—, ha fallecido meses atrás. Ponce se encuentra,
así, en un ambiente hostil. Recordemos que estaba haciendo la competencia a los
oficiales de la Administración de las islas. Y ahora se ha quedado sin su gran
defensor y protector frente a ellos.
Por
eso, decide volver inmediatamente a España a rendir cuentas de los gastos de la
armada y el producto de las ventas como esclavos de los caribes que se
apresaron. Sabe que ya antes, precisamente aquel grupo de oficiales de Colón,
le había calumniado, le había pretendido acusar de fraude en la fundición del
oro. Y no quiere quedarse allí esperando que ahora le acusen de haberse quedado
con beneficios de esa «armada».
El 16
de noviembre de 1516 está ya en España y, pocos días después, entrega en
Sevilla las naos recibidas y liquida sus cuentas con el Tesorero de la Casa de
Contratación. Él solicita la «constancia» o certificación de que ha liquidado
bien sus cuentas, haciendo alusión expresa a que fue con esa armada «para que
no hiciesen daño los caribes a los habitantes de la isla de San Juan». Pero no
le dan el certificado del finiquito (correcta liquidación) correspondiente. No
olvidemos esa posible complicidad en los negocios de los oficiales de Sevilla
con (algunos de) los oficiales de Colón, para los que Ponce había sido también
en «lo comercial» un competidor que había hecho disminuir sus beneficios...
El 6
de abril de 1517, el Cardenal Cisneros, regente de Castilla desde la muerte del
rey Fernando, tiene que dictar una Real Cédula ordenando a los oficiales de
Sevilla darle ese finiquito, acreditar que sus cuentas son correctas, y que no
debe nada.
Pero
los oficiales de Sevilla persisten en su renuencia, en su falta de ganas para
dejar acreditado que Ponce ha cumplido. Y éste no abandona España sin ese
documento, por el cual vuelve a pedir el favor de Cisneros, y éste dicta una
nueva Real Cédula el 22 de julio de 1517 requiriéndoselo nuevamente a los
oficiales de Sevilla.
Se
diría que Ponce pensaba entonces que, fallecido él, alguien podría llegar a
reclamar a su familia. Y fue previsor, intuitivo, porque en 1524, tres años
después de la muerte de Ponce, hay un alto funcionario de las Indias (un
Contador, Francisco Velázquez) que pide cuentas de las naos, bastimentos y
armas de esa armada, a García Troche, yerno de Ponce y albacea testamentario
suyo. Ese documento —por el que Ponce debe retrasar una vez más su regreso a casa—
será lo que les exonere de toda responsabilidad...
En
mayo de 1518, tras año y medio empleado mayormente en conseguir la acreditación
de la correcta liquidación de sus cuentas como capitán de esa armada, regresa a
San Juan.
Ése
era el hombre cuyos hechos revelaron una convicción íntima de que todos los
seres humanos son esencialmente iguales y que, por lo mismo, también todos son
titulares de unos derechos mínimos o básicos que son comunes, o inherentes a
esa condición, por naturaleza —ejes filosófico-políticos sobre los que,
desarrollados, pivotaría la Declaración de 1776 esbozada por Jefferson—; el
hombre que procuró hacer valer tales principios —que él consideraba inmanentes
al sistema normativo alumbrado por la Corona para las Indias— frente a todo aquél
que los menoscabara, por muy encumbrado que estuviere, aun sabiendo que tendría
que pagar alto precio por ello; ése era el hombre, en fin, de cuya mano llegó
el Derecho de Castilla al territorio de Norteamérica hoy hace 500 años.
Enrique SÁNCHEZ GOYANES
Doctor en Derecho. Abogado. Miembro del Consejo de Formación de La Ley
Diario La Ley, Nº 8387, Sección Doctrina, 29 de Septiembre de 2014, Año XXXV, Editorial LA LEY
LA LEY 6291/2014
A Miguel de la Quadra-Salcedo, por su respaldo para hacer luz sobre los hechos y la figura de que aquí se habla