martes, 30 de septiembre de 2014

CÓMO Y DE LA MANO DE QUIÉN SE FUNDÓ POR ESPAÑA EL DERECHO EN NORTEAMÉRICA HACE HOY 500 AÑOS

El Derecho en Norteamérica se inicia con dos documentos otorgados en la ciudad de Valladolid el 27 de septiembre de 1514: el título por el que se activan las facultades ejecutivas y judiciales prometidas por la Corona en las previas Capitulaciones para el viaje de exploración, convirtiendo al Descubridor de Norteamérica en el primer Gobernador con jurisdicción dentro de su territorio; y las primeras Ordenanzas para regir las poblaciones a establecer en la Florida, por una de las cuales se integraba en el sistema normativo aplicable el código de las Leyes de Indias recién promulgadas.
Adelantaré sintéticamente mi tesis. En lo objetivo, el 27 de septiembre de 1514 son otorgados por la Corona de Castilla los dos documentos mencionados; pero, por el segundo de ellos (la Provisión con las Ordenanzas para las primeras poblaciones de la Florida), se efectúa explícitamente una remisión al código promulgado de manera específica para regir en los territorios de ese lado del Atlántico (Leyes de Indias), que así pasa a integrar, desde el comienzo de su historia jurídica, también el Derecho de Norteamérica. En lo subjetivo, el hombre concreto que es el portador de esos textos jurídicos cuando viaja con ellos ya para poblar en Florida —en su segundo viaje—, el Descubridor, es un hombre que no comparte cualquier concepto sobre el Derecho. No entiende ni quiere entender de «usos alternativos» del Derecho. Analiza la literalidad de las normas, pero, sobre todo, escudriña su espíritu, para aplicarlas a la luz del mismo. Esto no son afirmaciones hueras, sino respaldadas por soportes documentales felizmente salvaguardados: según luego veremos, el Descubridor, en su etapa (1509-1511) como primer Gobernador de San Juan (Puerto Rico actual), acredita un modo de tratar a los nativos tan en plena coherencia con la letra y espíritu de las diversas normas que se van otorgando por la Corona y que al final confluirán en las Leyes de Indias (1512) que, cuando cesa en su cargo, el rey Fernando dirigirá una Real Cédula a los nuevos responsables del gobierno en aquella isla señalándoles expresamente que «habrán de tratar a los indios con la táctica del Gobernador Ponce de León...». Y ello, en medio de un clima generalizado de corrupción administrativa, donde se subvierte el Derecho y las instituciones jurídicas al servicio de intereses estrictamente individuales y particulares: se hace uso de la excepción de la guerra justa —única que en el Derecho de Indias legitima la captura y ulterior venta de indios como esclavos— falseando el relato de los hechos y la procedencia de los protagonistas de los mismos, para justificar la modalidad de reacción elegida; se abandona toda la carga obligacional que para un «encomendero» representa el asumir indios en «encomienda» degradando esa relación jurídica a una de pura dependencia servicial, que llega en ocasiones a la de esclavitud: el futuro Descubridor reaccionará contra esto enfrentándose, incluso, a un encomendero cercano a la Casa Real y de rancio abolengo, y, por supuesto, enfrentándose al máximo representante de la «Administración» en las Indias, el Gobernador Diego Colón, hijo del extinto, y a sus hombres de confianza, enriquecidos con el mercadeo de seres humanos...
Y es que aquí, el hombre, el portador de ese Derecho que se va a introducir en ese gigantesco territorio, es tan importante, o más, que ese mismo Derecho, porque, con sus obras, logra demostrar el sentido y verdadera razón de ser de ese conjunto de normas jurídicas: no sólo lleva el Derecho, sino que personifica un modo de entenderlo y aplicarlo, que lo enaltece, por el contraste radical con casi todo lo que le rodea, y por el duro precio personal que debe pagar por significarse con ese contraste.
Por eso, la mano de la que llega a Norteamérica el Derecho, su sentido, su filosofía, también en lo jurídico, es y debe ser merecedora de unas consideraciones propias y separadas, especialmente a raíz de episodios concretos, de hechos específicos, de su vida, de su trayectoria pública, que nos han quedado documentados, y, por tanto, acreditados de modo incontrovertible.
II. CÓMO
El proceso a través del cual el ordenamiento jurídico de Castilla pasa a integrar el conjunto de normas rectoras de la convivencia en el territorio de Norteamérica —lo que significa, a la postre, ese acto fundacional del 27 de septiembre de 1514, y de cuya constatación sus últimas manifestaciones han podido visualizarse hasta nuestros días (el Derecho de Aguas, en California, por ejemplo)— se inicia con un mecanismo jurídico muy utilizado desde la última década del siglo XV, a partir de la experiencia de lo «concertado» con Cristóbal Colón en 1492, que, precisamente, sirvió para corregir después los errores que su puesta en práctica había evidenciado.
Con una concepción que recuerda en muchos aspectos fundamentales la técnica de la concesión administrativa de servicios de la edad contemporánea, la Corona suscribía con el candidato correspondiente unas Capitulaciones cuyo fin era la empresa —de interés público— de la exploración de determinadas regiones geográficas y del consecuente establecimiento de las primeras poblaciones en su territorio; para alcanzar ese fin, se le reconocían unos derechos al que asumía la empresa, pero, también, se le imponían unas obligaciones, incluso en unos plazos, de modo que, incumplidos éstos o aquéllas, entraban en juego sanciones como la de la posible pérdida de la fianza, que también era ya un elemento de esa técnica «contractual» de relevancia pública.
Juan Ponce de León, el futuro Descubridor de Norteamérica, siguió esa senda. En una encrucijada de su vida en la que se le había convertido en prisión virtual —luego veremos de qué manera y por qué, al hablar del hombre— la isla de Borinquen, el actual Puerto Rico —que él había explorado y poblado primeramente, y donde había sido el primer Gobernador designado por la Corona—, y después de que Diego Colón —tras ganar parcialmente el pleito de su padre extinto a través de una sentencia del Consejo de Castilla (5 de mayo de 1511)—, hubiera empezado a ejercer desde su Alcázar en Santo Domingo (aún hoy visitable) su derecho a gobernar en los territorios americanos descubiertos en vida de don Cristóbal, con el inmediato cese de Ponce en su cargo, éste solicitó al rey Fernando su «licencia» para ir a explorar al norte de las regiones de los archipiélagos hasta entonces conocidos, es decir, más arriba de Cuba. De ese modo, investido de la condición de «empresario» real, nadie podría evitar su salida —al menos, así pensaba él—. La solicitud referida se articuló, al modo de la época, a través de lo que se llamaba un «Apuntamiento».
Sin duda, el aprecio y el reconocimiento que la previa labor de Ponce merecían a Fernando de Aragón explican que, a pesar de tener otras «ofertas» para la misma empresa, en esa misma dirección, incluso más ventajosa alguna para la Corona, y hasta siendo una suscrita por Bartolomé Colón, el hermano del Virrey extinto, el rey le otorgara a él la concesión para la exploración de lo que hoy conocemos como Norteamérica. Y así la Corona aprueba las Capitulaciones del 23 de febrero de 1512 con Juan Ponce de León, «para ir a descubrir y poblar la isla de Bimini» (un nombre legendario que circulaba entre los nativos de las Antillas para referirse a aquel territorio aún desconocido para los españoles).
Una de sus condiciones es que tendrá que emprender el viaje en el plazo de un año; por eso, para acreditarlo, tendrá que hacer un registro público ante notario de las naos que contrata para hacer el viaje y zarpar con ellas, y gracias a ello se conserva hoy dicho registro, con algunos datos de enorme relevancia, que luego se apuntarán. Otra de las condiciones de la concesión era que el coste de todo debía asumirlo el candidato a descubridor a sus exclusivas expensas, con solo su propio peculio o patrimonio personal. Y ese coste incluía la contratación del personal que llevara; la compra de los navíos, de las provisiones y de los bastimentos; e incluso debía depositar unas fianzas como garantía, de manera que, en caso de no cumplir sus compromisos, la Corona se las apropiaría). En definitiva, debía asumirlo él a sus expensas.
Por lo antes dicho, en el correspondiente expediente administrativo, se conserva el documento de 29 de enero de 1513, donde se registran notarialmente las naos que lleva para explorar y descubrir lo que él bautizará como Florida: ese día salen del Puerto de Yuma, en Salvaleón, Higüey (región oriental de La Española, actual República Dominicana), las naos llamadas Santa María de la Consolación, en la que irá Ponce; y laSantiago [como curiosidad que a mí siempre me ha gustado destacar, hay que anotar que, en la tripulación que queda registrada notarialmente también en el mismo acto, figura el primer africano de origen que pisará Norteamérica y que va en libertad; el registro correspondiente sobre él señala solamente esto: «Jorge, negro, marinero», no «esclavo», no: iba en libertad. Y resulta digno de subrayarse el dato porque, cuando viaja por primera vez a San Juan para poblar en 1508, también lleva otro africano de nacimiento pero libre, un tal Juan Garrido (quien, por cierto, volverá a ir junto a él en su segundo y último viaje a Norteamérica, en 1521). ¿Una coincidencia? ¿O un discreto gesto a través del cual se nos está queriendo decir algo acerca de la filosofía con la que Ponce asumía el plan de establecer las primeras poblaciones en los territorios bajo su jurisdicción?].
A esas dos naos, se les une la San Cristóbal, ya en el Puerto de San Germán, en la isla de San Juan, en el actual Puerto Rico Y desde allí zarpan las tres naos el 3 de marzo de 1513.
Tardará en volver siete meses y siete días: no volverá a pisar el suelo de la isla de San Juan hasta el 10 de octubre siguiente. Y cuando regresa, regresa ya como el primer Gobernador «in pectore» de un territorio hasta entonces ignorado en Europa y al cual él pone el nombre, el mismo que lleva hoy, Florida.
III. QUÉ DERECHO
En virtud de lo concertado en las propias Capitulaciones, Ponce era ya, in pectore, el nuevo —y primer— Gobernador sobre los territorios por él descubiertos. Durante un tiempo, se habló aún de «las islas de Bimini y de la Florida», porque, como, en su primer viaje, Ponce sólo recorrió la costa oriental de la península, cuya conformación geofísica, con sucesivos encadenamientos de agua y tierra, desde los Cayos del sur, llamaba a engaño, pensó que era una hilera de archipiélagos en los que las islas mayores eran la Bimini de la que le habían hablado los caciques amigos del Caribe y en cuya busca había viajado y la otra en la que él desembarcó en el amanecer del 3 de abril de 1513 y a la que bautizó con el nombre que lleva hoy, 500 años después, Florida. Pero en 1519 un extremeño, Alonso de Pineda, navegando por la costa occidental, y cartografiándola, comprobó, al entrar en lo que ya era el gran Golfo, que Florida no era isla, sino península y que era sólo la punta de un enorme territorio que se desplegaba al norte de la misma. El mapa que así alumbró Pineda sería el primero que diera a conocer al mundo la existencia de Norteamérica, y el primero que mostró los contornos de su territorio por el sur.
Pero Ponce tenía que tener documentado su título de Gobernador y, además, tenía que despachar con el rey sobre el descubrimiento y sobre una serie de cuestiones, máxime cuando el propio rey llevaba años queriendo recibirle en la Corte, desde su defenestración como Gobernador de San Juan por Diego Colón y, primero por las maniobras de éste y sus hombres —que en seguida recordaremos juntos, querido lector—, y, luego, por los preparativos y desarrollo del viaje a Florida, aún no había podido cruzar el Atlántico.
Por eso, viaja a España, y acude a la Corte que, a la sazón, se hallaba establecida en Valladolid (pero, para ello, todavía habrá de esperar un tiempo más, porque a su regreso de Florida ha de hacer frente a las consecuencias de un ataque de los indios caribes, los más belicosos de la región, que en su ausencia habían llegado a incendiar la villa de Caparra, la primera fundada —por él— en territorio del actual Puerto Rico). Y es así como en el otoño de 1514 Ponce va a recibir en mano los dos documentos jurídicos que inauguran formalmente la historia del Derecho en Norteamérica. Ambos documentos están fechados el 27 de septiembre de 1514. Consta el «recibí» de los mismos y de sus copias por parte del propio Ponce en Valladolid, tres días más tarde, uno de los diversos documentos conservados con el autógrafo del Descubridor de Norteamérica
En virtud del apartado cuarto de las Capitulaciones, o «Asiento para descubrir y poblar la isla de Bimini», articulado mediante Real Cédula del rey Fernando dada en Burgos el 23 de febrero de 1512 —a que ya se ha aludido—, a Ponce le correspondía la gobernación y jurisdicción civil y criminal sobre el nuevo territorio por él descubierto, derecho que se extendía en el apartado undécimo a todas las islas comarcanas que descubriere (aparte de aquélla para la que se otorgaba la «facultad y licencia real», la legendaria Bimini), con tal de que tales eventuales nuevos territorios no fueren «de los que se tiene noticia». La Corona se reservaba la jurisdicción militar, plasmada en la cláusula que la identificaba en la época como el derecho de edificar las fortalezas y nombrar los alcaides de las mismas.
Para revestir el ejercicio de las facultades de gobernación ya allí detalladas, el rey formaliza el nombramiento de Ponce como Adelantado de las islas de Bimini y de la Florida. Es el segundo que se va a nombrar en las Indias. Y, en realidad, el primero que nombra allí la Corona «espontáneamente», ya que el primero lo había sido Bartolomé Colón, nombrado también Adelantado (1497) pero directamente por su hermano Cristóbal, en una de sus múltiples torpezas que le granjearon el alejamiento de los reyes, en este caso, una singular torpeza jurídica pues sólo la Corona, históricamente, tenía y retenía la facultad de otorgar ese título (al menos, desde Las Partidas). Téngase en cuenta que, en su configuración jurídica, era un título honorífico, incluso hereditario (el único hijo varón de Ponce, Luis, lo heredó tras su muerte con este carácter, aunque luego profesó en la Orden de los Dominicos). En el caso de Ponce, fue, además, el vehículo a través del cual el rey reafirma el reconocimiento de las potestades ejecutivas que, en virtud de las previas Capitulaciones, ya le correspondían, es decir, título jurisdiccional. En parte, también se hizo así para que el Adelantado Bartolomé Colón —cuyo título colombino había sido respetado por los reyes, asimilándolo a un «privilegio» del Almirante— no viniera a reclamar ninguna competencia ejecutiva como inherente a su propio título.
En suma, mediante este vehículo jurídico se otorga, de acuerdo con el Derecho de la época, un nombramiento que lleva aparejadas facultades de gobierno y administración sobre un territorio, facultades, además, que han de ser ejercidas con arreglo a unas normas, pues, de su ejercicio, el nombrado responde ante quien le nombró, y mediante otra institución singular de nuestro Derecho Público conocida como «juicio de residencia» (el propio Ponce, al cesar como Gobernador en San Juan —Puerto Rico—, y para salir al paso de las calumnias urdidas por Diego Colón y sus oficiales —a las que ya se aludió—, sobre cómo había ejercido el cargo en relación con la administración de las granjerías y fundición de oro reales, se somete a dicho juicio, y acredita, por cierto, el destino de hasta el último «tomín» de oro de los procedentes de aquella fundición). Es decir, una función de gobierno sometida a normas jurídicas y controlada ulteriormente, para contrastarla con las exigencias de tales normas.
Por lo tanto, no es sólo un primer nombramiento de un cargo público que ostenta jurisdicción sobre un territorio en Norteamérica —y, particularmente, dentro de los actuales Estados Unidos— lo relevante en este hito histórico-jurídico; lo es también que, debido al contexto de la época, el ejercicio del poder —y de sus prerrogativas— se otorgaba para unos fines concretos y con unos límites, establecidos en normas, y quedaba ese ejercicio del poder sometido a control ulterior, con arreglo al mismo sistema normativo: una concepción del poder, que, en embrión más o menos desarrollado, va a ser la abrazada y postulada, con las complementarias exigencias impuestas por la evolución de la Historia, por los mejores representantes de la filosofía jurídica convertidos también en padres de los nuevos Estados Unidos, a finales del siglo XVIII —a su cabeza, Jefferson y Adams—. Por esto mismo, también para esta Nación el hito jurídico a que aquí se está rindiendo tributo cobra un significado fundacional de excepción.
El segundo documento clave es la Real Provisión de la reina D.ª Juana, aprobatoria de las Ordenanzas para las primeras poblaciones de Florida. Es una pieza que complementa, en realidad, otra: la nueva capitulación entre el rey y Ponce «para poblar las islas de Bimini y Florida», dada en la misma fecha, donde, sustancialmente, se ratifica la primera (1512), la previa al Descubrimiento, y donde, adicionalmente, se prescribe la obligación de requerir a los caciques e indios y «procurar por todas las vías y maneras que pudiere que vengan en conocimiento de la fe católica y en obediencia y servicio, lo cual ha de constar por escrito ante notario» (apartado segundo), así como la de «tratarlos lo mejor posible», salvo a los que se alcen en guerra, única eventualidad en que podrá prendérseles como esclavos, exigiéndose también para antes de combatirles el efectuarles un requerimiento para deponer pacíficamente su actitud (apartado tercero). También, se «matiza» la previsión inicial de privilegios fiscales para los primeros pobladores en relación con aprovechamientos mineros, agrícolas o ganaderos, limitándola a un máximo de doce años.
La Real Provisión de D.ª Juana va dirigida, entre otros futuros cargos públicos del territorio, «a Vos, mi Gobernador y Adelantado y Justicia mayor de las islas Bimini e isla Florida (sic)», lo que ratifica el carácter a la vez honorífico y jurisdiccional del título otorgado a Ponce, con competencias ejecutivas y judiciales en sentido estricto, por lo que antes ya se vio.
«Con la mucha voluntad que tenemos que las dichas islas sean pobladas y ennoblecidas les habremos concedido y hecho merced de las cosas que adelante serán declaradas en esta manera», encabezaba el texto real. Y, a partir de ahí, sucintamente —porque, sobre todo, se usaba la técnica de la remisión a otros cuerpos normativos—, se desgranaban tales «mercedes» y concesiones. Y, de ellas, las sustanciales se reflejaban en el apartado primero, donde, a favor de los quinientos primeros pobladores, se les reconocía, para los primeros diez años, «las libertades, franquezas e otras cosas de que hemos hecho merced y han gozado y gozan los vecinos y moradores de la isla Española porque por ser aquélla la primera que se pobló fue necesario hacerle más mercedes y franquezas que a otras». Por este camino, la vieja institución jurídica de las libertades y franquezas, articuladas muchas veces en Fueros locales —destinada a favorecer en la Península Ibérica el proceso de repoblación por los cristianos de los territorios progresivamente recuperados de la España árabe, durante los siete siglos de la Reconquista—, se introduce en Norteamérica. Y, nuevamente, el embrión de otro concepto jurídico, más o menos desarrollado, el de las libertades forales, que llegarían a ser germen en la filosofía política para el concepto de los derechos individuales y civiles, se introduce silenciosamente en ese territorio, donde precisamente germinará su fruto más apreciado en menos de tres siglos, casi a la vez que en la Francia revolucionaria: un nuevo motivo, por tanto, para que se reconozca allí también la relevancia que este hito histórico-jurídico tuvo para su propio devenir.
Pero muy especialmente hay que destacar que, con la Real Provisión de la reina D.ª Juana, aprobatoria de las Ordenanzas para las primeras poblaciones de Florida, y por la remisión que la misma efectúa, pasan a integrarse en el ordenamiento jurídico aplicable sobre el territorio de Norteamérica —entre otros elementos del nuevo conjunto normativo— las reglas fundamentales para la convivencia entre colonizadores y nativos, las Leyes de Indias («conforme a las Ordenanzas que para el tratamiento de dichos indios habemos mandado hacer», concluye el apartado quinto), Leyes que, por esto, merecen una consideración específica, porque expresan el verdadero espíritu de la misión de Castilla en esos territorios, tal como, además, lo asumió y respaldó explícitamente la Corona, con la propia elaboración de las mismas y la propia metodología del proceso conducente hasta ellas.
IV. EN PARTICULAR, LAS «LEYES DE INDIAS»
En 1494, Cristóbal Colón envía indios a España para ser vendidos como esclavos. Al conocer esto, la reina Isabel siente una cierta conmoción: los españoles no habían ido a las Indias sino para, ante todo, cristianizar a los nativos, enseñándoles lo que ella consideraba la «religión verdadera», que contribuiría así a salvar sus almas, para darles una educación y para elevar, en definitiva, su estatuto de vida, pero de ningún modo para esclavizarlos.
Por eso, de inmediato, la Corona de Castilla inicia un largo y detenido proceso de reflexión con juristas y con teólogos y llega a la conclusión de que el tratarlos como esclavos no cabe, es inaceptable, con una sola excepción, típica de la Edad Media que entonces acababa: que sean apresados en acciones militares dentro de una «justa guerra».
(Esto último explica lo que se verá en otro apartado: que Diego Colón y sus oficiales afectos se acogieran al ius belli, al Derecho de Guerra, a esa excepción extraordinaria, y exageraran el alcance de la invasión de los caribes —el más belicoso pueblo de las Antillas— en la isla de San Juan y su presunta alianza con otros indios locales sublevados contra los colonos, con el fin de perseguirlos hasta lograr su venta pública con pingües beneficios personales para los principales detentadores del poder en la Administración Pública de Santo Domingo y, presumiblemente, para algunos oficiales cómplices en la Casa de Contratación de Sevilla, que por ello hicieron pagar a Ponce también un alto precio por venir a hacerles la competencia al aceptar dirigir una «armada» contra los caribes por encargo personal del rey Fernando, como luego también se recordará...).
A aquel primer episodio, que contribuyó a visualizar que no concebían de la misma manera su misión en la joven América, por un lado, la Corona de Castilla, y, por otro, los Colón y los oficiales afectos más íntimamente a ellos, se añadieron después otros.
Los «repartimientos» o reparto o distribución de los indios entre los colonos mediante la técnica que se conocía como «encomienda» suponían que los indios quedaban encomendados, asignados, a los colonos, los dueños de las haciendas, para que éstos los educaran y formaran cristianamente y los atendieran en sus necesidades vitales básicas: alojamiento, manutención, etc., a cambio de su trabajo en las labores de la hacienda, normalmente labranzas. Eso suponía o significaba los repartimientos, o debían significar, según lo que la Corona había dispuesto desde las primeras normas al respecto.
Pues bien, también desde los primeros tiempos del gobierno de Cristóbal Colón en las Antillas, se vio que los repartimientos y las encomiendas se entendían de otra manera por el Almirante y los oficiales más afectos a él, porque muchos repartimientos se hicieron en bastantes ocasiones con abusos y malos tratos hacia los indios y los caciques (sus jefes propios).
Para poner orden en todo ello, y reafirmar su punto de vista, la Corona de Castilla impulsa lo que se va a conocer como las Leyes de Indias o también Ordenanzas de Indios, tras concluir los trabajos de la Junta de Burgos —en la que fueron oídos hasta los mayores defensores de los indios entre los españoles y, a la vez, los mayores y más severos críticos contra Colón y contra los oficiales y hacendados que seguían sus criterios de actuación, Bartolomé de las Casas y Antonio de Montesinos (el cual incluso se entrevista personalmente con el rey)—, 27 de diciembre de 1512. Sus treinta y cinco Ordenanzas son completadas con cuatro Ordenanzas complementarias aprobadas por el rey siete meses después, el 27 de julio de 1513.
Regulan —entre múltiples aspectos— condiciones mínimas de sus «estancias» o espacios usados para su alojamiento; las hamacas para dormir; la manutención fija obligatoria; la enseñanza, la general a cargo de los Franciscanos y la religiosa; la prohibición de los malos tratos en general e incluso de palabra (Ley 24); las condiciones para el trabajo digno (los dedicados al laboreo en las minas, no deberían trabajar más de cinco meses seguidos, transcurridos los cuales deberían tener cuarenta días de descanso, Ley 13); las embarazadas deberían quedar exoneradas de trabajar durante su embarazo (...).
Incluso, ese régimen se concebía como algo transitorio porque la cuarta ordenanza de 1513 disponía que, transcurridos los dos primeros años, se les diera la opción de «vivir por sí» mismos, emanciparse, vestirse como los españoles, y ocuparse «en aquellas cosas que nuestros vasallos —decía el rey— acá suelen servir».
El origen, el desarrollo, la metodología y el desenlace del proceso que conduce hasta las Leyes de Indias (de las que, obviamente, se van produciendo entregas parciales entre 1494 y 1512, imbuidas de la misma filosofía imperante en aquéllas) van a constituir eso que hoy denominaríamos «la atmósfera que respiran las normas jurídicas», su verdadero espíritu, los principios inmanentes al sistema normativo. Ponce acreditó en todo momento haberlo entendido con plena exactitud. Para él, ese Derecho iba a obligar a los responsables públicos a actuar en una determinada dirección también. De hecho, en las capitulaciones para el primer viaje (1512), ya se recogía, para el orden futuro de la convivencia en los nuevos territorios, que «cualquier fraude o engaño ha de denunciarse a los oficiales, bajo pena de pérdida de oficio y otras que se impusieren a los delincuentes y a los cooperadores» (apartado decimosexto). Fue de los pocos en las Indias —y en la Administración de Indias— que actuaron desde el principio en armonía con ello.
V. DE LA MANO DE QUIÉN: DOS IMÁGENES QUE VALEN MÁS QUE DOS MIL PALABRAS
Ese Derecho así conformado, por ese juego de remisiones y reenvíos al que se ha ido haciendo referencia, y, particularmente, el sentido del mismo, su concepción como un sistema normativo destinado al cumplimiento de unos principios y la salvaguarda de unos valores que tenían mucho que ver con toda una filosofía de vida, fue introducido por la mano de Juan Ponce de León en Norteamérica.
No porque él fuera un jurista de los que habían integrado aquellas juntas mixtas de teólogos y hombres de Leyes para pergeñar las normas que habían de regir al otro lado del Atlántico. Pero sí, en primer lugar, porque, físicamente, ese conjunto de normas lo llevaba consigo en su arqueta el primer Adelantado y Gobernador de Florida. Pero, en segundo lugar, y, sobre todo, porque él había contribuido a orientarlo —el sentido de ese conjunto normativo, los principios inmanentes al mismo—, a través de sus múltiples recomendaciones y sugerencias —basadas en sus experiencias como capitán en la región del Higüey (1504-1508) y como capitán y gobernador en la isla de San Juan (1508-1511)— tanto al entonces Gobernador de las Indias, Nicolás de Ovando, como al propio rey Fernando. Por cierto, el extremeño Nicolás de Ovando fue el primer —efectivo— verdadero Gobernador allí, tras el fracaso de Cristóbal Colón en esa función y el hundimiento —su barco lo engulló un huracán— de Francisco de Bobadilla, el hombre que encarceló al anterior en la fortaleza de Santo Domingo —fortaleza todavía hoy visitable, como la mayor parte de la magnífica ciudad que Ovando directa y personalmente puso en pie, y que subsiste hoy como la ciudad colonial más evocadora de las Américas—.
Pues bien, de ese hombre, de cuya mano llegó ese Derecho de Castilla a Norteamérica, se podrían decir muchas cosas. Se podría recordar que fue paje de Isabel y Fernando; que estuvo presente en la guerra final de reconquista de Granada; que formó parte de la tripulación del segundo viaje a las Indias de Cristóbal Colón (1493); que Nicolás de Ovando le nombró su lugarteniente para el Higüey, la región oriental de La Española, y allí (1504-1508) él fundó la villa de Salvaleón y estableció su casa de piedra y sus primeras explotaciones agrícolas, que —explicaba a sus hijos pequeños entre las espigas de yuca— eran las verdaderas minas y el verdadero oro que no se acabaría nunca, si se trataba con amor a esa tierra: un fiel y coherente hijo de su Santervás, de la Tierra de Campos, donde nació; que a propuesta de Ovando —con quien había suscrito unas capitulaciones para ir a poblar y colonizarla tiempo antes (1508)— el rey le nombró primer Gobernador de la isla de San Juan, el actual Puerto Rico (1509-1511); que aquí está considerado hoy «fundador del pueblo puertorriqueño», su estatua preside una de las plazas emblemáticas del Viejo San Juan y sus restos mortales descansan en su privativo mausoleo de honor de la catedral capitalina, adonde quiso trasladarlos ese pueblo, a poco de haberse independizado de España, etc.
No obstante, como una imagen vale más que mil palabras, yo quisiera sintetizar el retrato del hombre a través de una, o, mejor, de dos imágenes, porque reflejan muchos de los rasgos a los que ya se ha ido aludiendo, y permiten visualizar su talla humana, a la vez, base para el agigantamiento que su figura histórica ha ido adquiriendo en los últimos tiempos.
Primera imagen, o primera tabla de su retablo vital que debe merecer nuestra atención, en la perspectiva señalada: situémonos en un día del invierno de 1511, en la isla de San Juan, el territorio del actual Estado de Puerto Rico.
Ponce lleva algo menos de un año y medio como Gobernador, el primero como tal de ese territorio. Intenta desempeñar su cargo con arreglo a lo que considera son las directrices de la Corona para las Indias. Pero tiene enfrente a Diego Colón (el hijo del Almirante muerto en 1506) y al grupo privilegiado de altos funcionarios de su entorno y de veteranos de los primeros colonos.
Uno de éstos es Cristóbal de Sotomayor, no un cualquiera: heredero de un condado en Galicia y secretario de los mismos reyes en su etapa anterior en Castilla, que se había hecho con una de las mejores haciendas en San Juan.
Pues bien, en ese contexto histórico y geográfico, Cristóbal de Sotomayor intenta subyugar a más indios de los que tiene encomendados y maltratarlos. Ponce le convoca en su residencia y le amonesta.
Está documentado esto porque el rey le envía a Ponce dos reales cédulas para que no le quite a aquél el cacique y sus indios inicialmente asignados, algo que el rey —enterado de esa escena por carta de Sotomayor— pensaba que Ponce podía llegar a hacer, disgustado por ese maltrato por el que le había amonestado.
Éste es, posiblemente, el momento, la escena, de toda la vida de Ponce, la tabla de su retablo vital, en que mejor se expresa, se visualiza, cómo él —en relación con el modo de tratar a los indios y de relacionarse con ellos— se alinea con lo que podríamos considerar la postura más progresista, pero, a la vez, más ortodoxa, más coherente o conforme con la voluntad e instrucciones de la Corona de Castilla.
Y esa postura se apoya en la concepción filosófica de la Humanidad como «gran familia de pueblos», con precedentes en Marco Aurelio y San Agustín (de los que había oído hablar, seguramente, ya en el Priorato dependiente del Monasterio de Sahagún, que entonces existía en su natal Santervás de Campos, junto a los frailes que le formaron en sus primeros años). Y esa postura será defendida en ese mismo tiempo ya por los Dominicos y luego argumentada y defendida jurídicamente en la Universidad de Salamanca por Francisco de Vitoria, en lo que serán los cimientos del Derecho Internacional o de Gentes (De Indis; De iure Belli).
Y esa escena nos permite también visualizar cómo se enfrenta, por ello, físicamente casi, a la postura contraria, medievalista, la que considera a los indios seres inferiores, integrantes de naciones que no merecen ese nombre, subdesarrolladas, porque adoran falsos ídolos, como los paganos, lo que, por tanto, justificaría el tratarlos casi como animales y, desde luego, como esclavos, más que como personas libres. Y esta postura se identificaba con la de los llamados curialistas de la Edad Media, defensores de la guerra justa contra los infieles, y de los cuales también en la misma época de Ponce el ideólogo principal sería Juan Ginés de Sepúlveda (De iustis belli causis apud indios).
Para desgracia de Ponce, esta segunda postura es la que —en contra de la Corona y de los juristas y teólogos más rigurosos— íntima y soterradamente comparten una mayoría de los hacendados, colonos veteranos y altos funcionarios de la Administración en las Indias, para muchos de los cuales las cacerías de indios llegaron a ser un negocio con las posteriores ventas como esclavos. Y, por eso, esencialmente, Ponce se verá allí en San Juan en minoría, y sufrirá personalmente —él y su familia— muchos agravios: tras obtener Diego Colón —por la sentencia del Consejo de Castilla de 1511— facultades de gobierno sobre todos los territorios descubiertos en vida de su padre, Ponce es destituido como Gobernador de San Juan, pese a acabar de lograr la total pacificación de su territorio; los oficiales colombinos ocupan su casa y plantación del Higüey, de donde procedía la principal fuente de ingresos familiares; se hace llegar hasta la Corte la calumnia de que ha cometido fraude en la real fundición de oro durante su etapa de Gobernador; para impedirle cruzar el Atlántico y entrevistarse con el rey, su nao personal es requisada por el Concejo, controlado por oficiales colombinos, por «necesidad pública»...
Sigamos aún en ese episodio de 1511: tras la amonestación, surge fuerte el rumor de que se está gestando una conjura contra los españoles. Sotomayor va a informar de ello al Gobernador Ponce y éste le recomienda que no vuelva a su hacienda o que lo haga con refuerzos. No le hace caso.
Se produce el ataque a la hacienda de Sotomayor, con el resultado de la muerte de éste y de los demás españoles que le acompañaban, y el asalto al poblado contiguo.
Esto provoca necesariamente la reacción: Ponce debe dirigir una primera acción de guerra. ¿Y cómo la ejecuta?: Requiere, primeramente, por dos veces, a los caciques alzados para que reconozcan la autoridad real prometiéndoles el perdón si actúan así. Y sólo emprende acciones militares contra los que no prestan ese reconocimiento. Y lo hace de manera eficaz y procurando hacer el menor número posible de víctimas, una táctica que procura repetir en todas sus actuaciones militares: sin duda, también es ilustrativa de un rasgo de carácter. Y así se pacifica definitivamente la isla de San Juan.
Segunda imagen: segunda tabla escogida a los efectos señalados, de entre las de su retablo vital: 27 de septiembre de 1514, en Valladolid, al mismo tiempo que su título de primer Adelantado y Gobernador de Florida, y las primeras Ordenanzas para poblarla, se le expide una Real Provisión de don Fernando nombrándole capitán de una armada contra los caribes, la tribu belicosa con base principal en la isla de Guadalupe que atemorizaba históricamente a los pueblos pacíficos de las Antillas, taínos y aravacos.
El 14 de mayo de 1515, sale de Sevilla para desempeñar esa función que el propio rey le ha encomendado. Pero, para poder cumplirla, va a tener muchas dificultades de todo tipo. Y quizás, las mayores se las van a plantear los propios oficiales de las Indias, por aquello que podríamos llamar las debilidades o, incluso, «miserias», de la condición humana que a veces se sobreponen a cualesquiera consideraciones.
¿Por qué? Por lo siguiente. Para los funcionarios superiores (los oficiales) de la Administración de las Indias en aquel momento, las campañas militares contra los indios se habían convertido en un verdadero negocio. Esas campañas, de acuerdo con las Leyes de Indias, sólo podían hacerse de manera legal en dos casos: primero, en el de un levantamiento interno o sublevación de los indios contra los colonizadores en alguna de las islas donde ya había asentamientos de españoles —La Española, San Juan, Jamaica, etc.—; segundo, en el caso de ataque exterior de los indios conocidos como «caribes», caníbales antropófagos, que vivían en islas más pequeñas, situadas al sur, con su sede principal en la isla de Guadalupe, y que a veces subían a las islas colonizadas y atacaban tanto a los cristianos como a los nativos que éstos tenían a su cargo en sus haciendas en lo que jurídicamente se conocía como «régimen de encomienda»: los tenían encomendados, a su cargo, para darles comida y vivienda dignos, y oportunidad de trabajar, y formación cristiana, esto, al menos, en la teoría de este régimen jurídico.
En el primer caso, los hombres de Diego Colón —el Virrey de las Indias, hijo de Cristóbal, y heredero de bastantes de sus facultades jurídicas gracias a la sentencia del Consejo de Castilla que dirimió el pleito emprendido aún por su padre— tenían la competencia administrativa de otorgar las «licencias» para lo que se llamaban entonces «entradas y cabalgadas» en territorios sublevados.
Muchas veces, en realidad, no había habido sublevación previa, o no se había cumplido con el requisito que exigían las Leyes de Burgos de requerir varias veces de manera pacífica a los sublevados para que depusieran su actitud y cesaran las hostilidades, cesaran las acciones belicosas. Y, en todas esas ocasiones, en realidad, se ponía como excusa el «ir a sojuzgar a los alzados», para ocultar lo que se pretendía: fomentar el tráfico o mercadeo de esclavos, y obtener con su venta beneficios económicos que llegaban a ser importantes. Hay que recordar, una vez más, que sólo, precisamente, en caso de previa sublevación y acciones violentas contra los cristianos las Leyes de Indias permitían aplicar el régimen de esclavos a los prisioneros capturados.
Y, en el segundo caso, en el de contraatacar frente a los caníbales caribes, el negocio era aún mayor, porque el rey había firmado una declaración de guerra general contra ellos, por su extrema crueldad. Y, para fomentar las acciones de respuesta, el rey había otorgado unos privilegios a los que les hicieran la guerra que no se daban en las campañas contra las demás tribus de la región: no tendrían que pagar ni impuestos ni el 20 % (el «quinto») de los beneficios que se obtuvieran con su venta como esclavos.
Pues bien, el requisito para obtener esos beneficios era —repito— probar que los prisioneros eran caribes (los caníbales antropófagos), es decir, que pertenecían a ese otro pueblo, y que no pertenecían a ninguno de los otros pueblos pacíficos como los taínos, los aravacos, etc. ¿Y ante quiénes se tenía que hacer esa probanza? ¿Quiénes tenían que aceptar las pruebas presentadas?: los oficiales competentes, altos funcionarios de la Administración de Colón, cuya filosofía compartían....
Con lo cual, los propios oficiales empezaron a organizar, por sí mismos o por personas interpuestas —intermediarios, testaferros—, las llamadas «armadas» contra los caribes, o sea, expediciones marítimas de castigo y apresamiento de esos indios. Y, puesto que, por lo que se ha visto, tenían, mayormente, casi todos, ese «interés» en que las armadas tuvieran mucho éxito, en forma de beneficio económico, resultó que era extraordinariamente fácil y sencillo probar ante ellos mismos que los cautivos, los indios hechos prisioneros, eran caribes. De ese modo, esas armadas, organizadas con su apoyo, resultaban un éxito comercial: no pagaban impuestos, no cedían al rey ningún porcentaje del producto de la venta de esos esclavos, y los beneficios quedaban, por lo tanto, sólo para los «empresarios» de esas armadas y para sus amigos, los oficiales, o altos funcionarios, en la Administración del Virrey Diego Colón.
En ese contexto, se divulga la noticia de que el rey ha encomendado a Ponce de León una armada específica para hacer la guerra a los caribes. Y, naturalmente, Ponce se encuentra con que, para los oficiales de Colón y para los empresarios de esa actividad que antes se describía, viene a hacerles la competencia.
Curiosamente, los oficiales de la Casa de Contratación en Sevilla le regatean los fondos económicos para cubrir todas las necesidades de su armada, a pesar de que él va como capitán de la misma designado por el rey. Ponce tiene que quejarse varias veces al rey. Dice en alguna carta que le faltan «bastimentos, cirujano y oficiales de manos» (carpinteros), con lo que difícilmente va a poder desarrollar bien su misión, si hay heridos, si hay deterioros en las naves, etc. Y los hay: sufren un ataque en Guadalupe y reciben daños materiales y personales...
Y es que, para mayor gravedad, los oficiales compran para su armada unos barcos viejos.
(¿Habría algún tipo de connivencia, de complicidad, entre los oficiales que estaban en América ya y los de Sevilla, que era su puerto principal de conexión en España? Se puede sospechar, porque hay una cierta apariencia de ello.)
Y, como le entregan pocos fondos, puede pagar también poco dinero a los marineros que debe reclutar para ese viaje. Y, cuando éstos llegan a San Juan y a Santo Domingo y se enteran de que los marineros de las armadas organizadas allí (las protegidas por los oficiales de Colón) ganan más salario que ellos (porque sus jefes no pagan impuestos ni porcentaje de beneficios al rey), abandonan la armada de Ponce en su mayoría.
A pesar de tantas dificultades, Ponce demuestra su temple, y su sentido de la responsabilidad; y procura cumplir con el encargo directo del rey, ese rey que le había apoyado, y le seguía apoyando personalmente, frente a todas las intrigas e insidias de Colón y sus hombres, especialmente.
Y durante ocho meses, ocho, entre septiembre de 1515 y mayo de 1516, tiene que aplazar su sueño de ir a poblar la Florida con las ordenanzas que la reina D.ª Juana le había otorgado; y tiene que estar alejado de su mujer e hijos a los que adora (seguramente, lo que más se reprochará después, y no se perdonará, cuando su mujer muere víctima de la primera gran epidemia en las Indias, y él ve que en los últimos siete años de vida de ella sólo ha podido estar menos de la mitad de ese tiempo a su lado...).
Y actúa, con sus limitados medios, y regresa, incluso, a la base principal de los caribes, situada en Guadalupe. Y contraataca.
Y de la honradez y rigor con que él quiere desempeñar todas las órdenes o encargos que recibe del rey da fe el siguiente dato. Por la misma época o por los mismos meses en que actuó su armada, actuaron por la misma región caribeña otras tres armadas (apoyadas por los oficiales de Colón, que estaban interesados en su beneficio, como sabemos). Pues bien, en las otras tres armadas sólo se localizaron indios caribes, aquellos cuya localización y venta era mucho más ventajosa o rentable económicamente. No localizaron nunca a ningún indio apresado por los caribes en los poblados de los cristianos donde trabajaban y vivían en encomiendas. Eso no les daba un beneficio económico.
Pero la modesta armada de Ponce es la única que sí localiza indios, borinqueños concretamente (Borinquen era el nombre autóctono de la bautizada por Colón como San Juan), apresados por los caníbales, de las haciendas de los colonos donde vivían pacíficamente, y la única que, por tanto, cumple, en una cierta medida, con ese otro objetivo que buscaba el rey. Las otras, mejor pertrechadas, equipadas, con marineros mejor pagados, sólo encontraron indios caribes, susceptibles todos de ser vendidos como esclavos, pero a ningún indio pacífico cautivo de ellos.
Cuando Ponce concluye su misión con la armada, el rey don Fernando, su gran protector —y casi se podría decir amigo—, ha fallecido meses atrás. Ponce se encuentra, así, en un ambiente hostil. Recordemos que estaba haciendo la competencia a los oficiales de la Administración de las islas. Y ahora se ha quedado sin su gran defensor y protector frente a ellos.
Por eso, decide volver inmediatamente a España a rendir cuentas de los gastos de la armada y el producto de las ventas como esclavos de los caribes que se apresaron. Sabe que ya antes, precisamente aquel grupo de oficiales de Colón, le había calumniado, le había pretendido acusar de fraude en la fundición del oro. Y no quiere quedarse allí esperando que ahora le acusen de haberse quedado con beneficios de esa «armada».
El 16 de noviembre de 1516 está ya en España y, pocos días después, entrega en Sevilla las naos recibidas y liquida sus cuentas con el Tesorero de la Casa de Contratación. Él solicita la «constancia» o certificación de que ha liquidado bien sus cuentas, haciendo alusión expresa a que fue con esa armada «para que no hiciesen daño los caribes a los habitantes de la isla de San Juan». Pero no le dan el certificado del finiquito (correcta liquidación) correspondiente. No olvidemos esa posible complicidad en los negocios de los oficiales de Sevilla con (algunos de) los oficiales de Colón, para los que Ponce había sido también en «lo comercial» un competidor que había hecho disminuir sus beneficios...
El 6 de abril de 1517, el Cardenal Cisneros, regente de Castilla desde la muerte del rey Fernando, tiene que dictar una Real Cédula ordenando a los oficiales de Sevilla darle ese finiquito, acreditar que sus cuentas son correctas, y que no debe nada.
Pero los oficiales de Sevilla persisten en su renuencia, en su falta de ganas para dejar acreditado que Ponce ha cumplido. Y éste no abandona España sin ese documento, por el cual vuelve a pedir el favor de Cisneros, y éste dicta una nueva Real Cédula el 22 de julio de 1517 requiriéndoselo nuevamente a los oficiales de Sevilla.
Se diría que Ponce pensaba entonces que, fallecido él, alguien podría llegar a reclamar a su familia. Y fue previsor, intuitivo, porque en 1524, tres años después de la muerte de Ponce, hay un alto funcionario de las Indias (un Contador, Francisco Velázquez) que pide cuentas de las naos, bastimentos y armas de esa armada, a García Troche, yerno de Ponce y albacea testamentario suyo. Ese documento —por el que Ponce debe retrasar una vez más su regreso a casa— será lo que les exonere de toda responsabilidad...
En mayo de 1518, tras año y medio empleado mayormente en conseguir la acreditación de la correcta liquidación de sus cuentas como capitán de esa armada, regresa a San Juan.
Ése era el hombre cuyos hechos revelaron una convicción íntima de que todos los seres humanos son esencialmente iguales y que, por lo mismo, también todos son titulares de unos derechos mínimos o básicos que son comunes, o inherentes a esa condición, por naturaleza —ejes filosófico-políticos sobre los que, desarrollados, pivotaría la Declaración de 1776 esbozada por Jefferson—; el hombre que procuró hacer valer tales principios —que él consideraba inmanentes al sistema normativo alumbrado por la Corona para las Indias— frente a todo aquél que los menoscabara, por muy encumbrado que estuviere, aun sabiendo que tendría que pagar alto precio por ello; ése era el hombre, en fin, de cuya mano llegó el Derecho de Castilla al territorio de Norteamérica hoy hace 500 años.
Enrique SÁNCHEZ GOYANES
Doctor en Derecho. Abogado. Miembro del Consejo de Formación de La Ley
Diario La Ley, Nº 8387, Sección Doctrina, 29 de Septiembre de 2014, Año XXXV, Editorial LA LEY
LA LEY 6291/2014
A Miguel de la Quadra-Salcedo, por su respaldo para hacer luz sobre los hechos y la figura de que aquí se habla 


lunes, 29 de septiembre de 2014

LA BANCA VUELVE A DAR HIPOTECAS POR HASTA EL 100% DEL VALOR DE TASACIÓN

Las hipotecas que financian el 100% de la compra de una vivienda, sencillas de conseguir antes de la crisis pero desterradas de los bancos a medida que se restringía el crédito y la oferta hipotecaria perdía lustre, vuelven a contemplarse en las oficinas bancarias. Aunque no de forma generalizada (lo habitual es financiar como mucho el 80%), a cambio de intereses elevados, una alta vinculación, o como excepción a clientes muy solventes y con avales muy cualificados, la banca empieza a abrir la mano con este tipo de hipotecas, en los últimos tiempos reservadas exclusivamente para los pisos adjudicados.
En un momento en que las hipotecas han vuelto a la alza, con una guerra de precios que ha llevado a una rebaja generalizada de los diferenciales sobre el euríbor, algunas entidades financieras dan un paso más y no cierran la puerta a cubrir el 100% de lo que cuesta una casa. Dos ya lo han hecho de forma oficial.
Ibercaja comercializa la Superhipoteca 2014 con la que se puede obtener el 100% del valor de la tasación con un plazo máximo de amortización de 40 años. El tipo de interés es del 3% el primer año y el resto del periodo se aplica un diferencial del 2% sobre el euríbor, cumpliendo condiciones. Los requisitos son la domiciliación de la nómina o pensión y de al menos tres recibos, contratar el seguro multiriesgo Ibercaja Hogar y seguro de vida, hacer gasto con tarjetas, tener un determinado saldo acumulado en la cuenta de ahorro e invertir en un fondo gestionado por la entidad. Ofrece dos años de carencia, durante los cuales solo se pagan intereses sin amortizar capital.
También Caja Ingenieros dispone de la Hipoteca Hogar con la que es posible alcanzar una financiación superior al 80% y hasta el 100% del valor del inmueble. El tipo de salida es del 4,50% y después euríbor más un interés del 3,50% sin vinculación. Con la máxima bonificación, el diferencial se rebaja hasta el 2,74%. Es necesario domiciliar la nómina, contratar otro producto por importe igual o superior a 3.000 euros, y también un seguro de protección de pagos, vida y hogar.
Negociar las condiciones
Aunque por norma general el límite de financiación actual es del 80% del valor de tasación o de compraventa, negociar con el banco puede dar sus frutos. En las oficinas bancarias de varias entidades no dicen un ‘no’ rotundo cuando un cliente pregunta por una hipoteca al 100% para un piso de terceros, y se muestran dispuestos a estudiar el caso una vez se presenta toda la documentación requerida, como nóminas, declaraciones de la renta y vida laboral. Un portavoz de Banco Popular asegura que la entidad no concede estas hipotecas, aunque en la red comercial se informa a los clientes de que los créditos se analizan caso por caso.

Desde la Caixa explican que no han cambiado su política de otorgar el 100% solo a las viviendas de su cartera, pero reconocen que no renuncian a estudiar “casos particulares” y en alguna ocasión pueden dar luz verde a financiar el 90% o el 95% a clientes muy excepcionales. Banco Sabadell asegura que no es la práctica habitual, pero que “en algún caso muy concreto se llega a acuerdos con los promotores para financiar al 100% pisos de difícil salida”.



viernes, 26 de septiembre de 2014

LEY DEL SUELO

El TC avala la constitucionalidad de la Ley del suelo de 2008
El Pleno del Tribunal Constitucional ha dictado una sentencia, de fecha 11 de septiembre de 2014, por la que avala en su práctica totalidad la Ley 8/2007, de 28 de mayo, de Suelo, que fue impugnada por los gobiernos de la Comunidad de Madrid, La Rioja y Canarias, así como por el Grupo Parlamenta rio Popular del Congreso.
La sentencia, de la que ha sido ponente el Magistrado Fernando Valdés Dal-Ré, declara contrario a la Carta Magna sólo el inciso "hasta un máximo del doble" del art. 22.1 a), párrafo tercero, y del art. 23.1 a), párrafo tercero, de la norma recurrida, relativos a la tasación del suelo a efectos de indemnización por expropiación.
Competencia estatal y competencia autonómica sobre el suelo
El Tribunal recuerda que, según su propia doctrina, “la competencia autonómica en materia de urbanismo ha de coexistir con aquella que el Estado ostenta en virtud del art. 149.1.1ª CE, en cuyo ejercicio puede condicionar, lícitamente, la competencia de las Comunidades Autónomas sobre el mencionado sector material”. El citado precepto de la Constitución “reconoce al Estado la competencia, también exclusiva, sobre las condiciones básicas de ejercicio de derechos constitucionales o la legislación sobre expropiación forzosa, o el sistema de responsabilidad o el procedimiento administrativo común”.
La sentencia analiza, por lo tanto, si las previsiones de la ley recurrida están amparadas por las competencias que la Constitución atribuye al Estado tanto en el mencionado artículo 149.1.1ª, como en el149.1.13ª, 18ª y 23ª.
Prevalencia del interés general y del principio de desarrollo sostenible
Partiendo de una definición según la cual el urbanismo es “la determinación del cómo, cuándo y dónde deben surgir o desarrollarse los asentamientos urbanos”, el TC afirma que el Estado “no puede imponer un determinado modelo territorial o urbanístico a las Comunidades Autónomas, pero sí incidir o encauzar el mismo mediante directrices y normas básicas que éstas han de aceptar”.
Así, considera plenamente constitucional la previsión de la norma recurrida según la cual el uso de los recursos económicos y naturales (como es el suelo) debe realizarse “conforme al interés general” y guiarse por el “principio de desarrollo sostenible”.
Carácter público de la actividad urbanizadora
También encaja en la Constitución el precepto que consagra como principio básico, y por tanto válido por igual en todo el Estado, “el carácter público de la actividad urbanizadora”. Esta regulación implica límites a los derechos de propiedad y libre empresa en relación con el suelo, pero que el Estado puede imponer al amparo del art. 149.1.1ª.
A partir de esas líneas básicas, será cada Comunidad Autónoma “la que, en su legislación, concrete tanto los supuestos en los que la Administración deba o pueda realizar la urbanización de forma directa como aquellos otros en los que proceda o pueda ejercerse el derecho de iniciativa de los particulares, sean éstos propietarios o no del suelo”.
Urbanizar solo el suelo necesario
El TC avala también la previsión de que se destine a la urbanización sólo el suelo “preciso para la satisfacción de las necesidades que lo justifiquen, impidiendo la especulación”. La preservación del suelo rural de la urbanización como “norma común o directriz de la política de ordenación territorial y urbanística” tiene su justificación, afirma la sentencia, en la competencia del Estado en materia de medio ambiente (art. 149.1.23ª CE). Además, añade, aun cuando “condiciona o limita la política de ordenación territorial y urbanística de las Comunidades Autónomas, no las vacía de contenido”, pues éstas siguen teniendo “un amplio margen para la configuración del modelo concreto de ordenación del territorio y la ciudad”.
Reserva de edificabilidad para vivienda asequible
Lo mismo ocurre con el establecimiento de una reserva de un 30 por ciento de la “edificabilidad residencial contemplada por la ordenación urbanística del suelo” para vivienda asequible. Según el TC, la competencia en materia de vivienda asumida por las Comunidades Autónomas se encuentra limitada “por las normas que, con fines de dirección general de la economía, establezca para este sector el Estado”. Fijar una reserva mínima del 30 por ciento del suelo de uso residencial para vivienda de protección pública “ni excede del alcance legítimo de las bases del art. 149.1.13ª CE, ni vulnera o vacía de contenido las competencias en materia de vivienda y urbanismo de las CC.AA”.
Exigencia de los informes de impacto medioambiental y de sostenibilidad
El TC considera también constitucional el precepto de la norma que exige un informe de impacto medioambiental y otro de sostenibilidad relativos a las actuaciones de urbanización. Respecto del primero, señala el TC que se trata de exigencia básica por cuanto establece “un mínimo de protección medioambiental que admite desarrollo y concreción en la legislación autonómica y que condiciona, de forma parcial pero legítima (…) el ejercicio de las competencias urbanísticas”. En cuanto al segundo, el Pleno afirma que la norma “se limita a establecer una garantía de clara finalidad económica”.
Por último, el TC avala la fórmula prevista en la ley impugnada para calcular el valor del suelo rural a efectos de indemnización por expropiación forzosa. Con el fin de evitar “tensiones especulativas” y de determinar el valor “real” u “objetivo” del suelo, la norma recurrida busca un método de valoración que se aleje de su valor de mercado. Es decir, la ley recurrida pretende que “la valoración se lleve a cabo conforme a „lo que hay‟ y no a lo que „dice el plan que puede llegar a haber en un futuro incierto‟”. Por ello, la ley distingue entre el suelo rural (“aquél que no está funcionalmente integrado en la trama urbana”) y el suelo urbanizado (“el que ha sido efectiva y adecuadamente transformado por la urbanización”). Es decir, la expectativa urbanística no se tiene en cuenta a efectos de tasación, salvo que se cumplan una serie de circunstancias previstas en la ley.
Método para calcular el valor del suelo
En cuanto al método para calcular el valor del suelo, la ley adopta el de la “capitalización de rentas”. El TC declara que se trata de un método conforme con la Constitución, con la excepción del inciso que prevé la capacidad del Estado para modificar “hasta un máximo del doble” el tipo normal de capitalización de la renta anual real o potencial de la explotación en los casos en los que “el resultado de las valoraciones se aleje de forma significativa respecto de los precios de mercado del suelo rural sin expectativas urbanísticas”. Según el TC, el tope máximo fijado por la ley “no se halla justificado” y “puede resultar inadecuado para obtener en esos casos una valoración del bien ajustada a su valor real”. El Pleno argumenta que, conforme a su propia doctrina, para realizar la valoración del bien se ha de atender “a la existencia de un proporcional equilibrio entre el valor del bien o derecho expropiado y la cuantía de la indemnización ofrecida”, y el método de capitalización responde a esta exigencia


jueves, 25 de septiembre de 2014

RELACION LABORAL ESPECIAL DE ALTA DIRECCION

Relación laboral especial de alta dirección: nulidad de la cláusula contractual que priva de toda indemnización el desistimiento del empresario

Este comentario tiene el propósito de poner de relieve la diferencia de criterio existente entre los Magistrados de la Sala Cuarta del TS, respecto de una materia que pertenece a la relación laboral especial de alta dirección, regulada por su normativa específica. La sentencia ofrece la novedad de romper con una línea jurisprudencial anterior de la propia Sala reflejada, entre otras, en la sentencia de 16 de mayo de 1990. La dificultad del asunto radica en la elección del verdadero orden de fuentes reguladoras de la relación laboral especial, enumeradas y ordenadas jerárquicamente en el art. 3 RD 1382/1985, de 1 de agosto. Se trata de dar o quitar validez a una cláusula contractual que elimina todo tipo de indemnización en favor del trabajador cuando el contrato se extingue por desistimiento de la empleadora; la sentencia la declara nula.

Comentario a la STS, Sala de lo Social, de 22 de abril de 2014
Manuel IGLESIAS CABERO
Magistrado del Tribunal Supremo (j)
Diario La Ley, Nº 8385, Sección Columna, 25 de Septiembre de 2014, Año XXXV, Editorial LA LEY
LA LEY 6295/2014