Posición orgánica, contrato de administración y mandato
colectivo
In Roman law an individual or group could appoint an agent
to negotiate with a third party, but the result of the transaction was to
establish an obligation between the third party and the agent, not directly
between the third party and the principal. In canon law, when a corporate group
established a representative with ‘full power, the group was directly obliged
by the representative’s acts, even when it had not consented to them in
advance.
Tierney, Brian, Religion, Law and the Growth of
Constitutional Thought, 1150-1650, 1982, p 23
Descripción de la relación entre los administradores y la
sociedad: el mandato
Los administradores de una sociedad anónima o limitada están
vinculados a ésta por una especial y autónoma relación de administración
(contrato de administración que es un contrato mercantil de arrendamiento de
servicios) y, a la vez, son órganos de la sociedad, es decir, la sociedad actúa
a través de ellos. Esto significa que los administradores están unidos con la
sociedad a través de una relación contractual
y una relación orgánica (SAP Baleares, 27-XII-2012).
Los administradores son el órgano social por excelencia.
Decimos esto por dos razones estrechamente relacionadas entre sí.
La primera es que la sociedad – cualquier corporación –
necesita de los administradores para poder actuar, esto es, para que el
patrimonio separado pueda insertarse en el tráfico. Los individuos pueden actuar por sí mismos en
el tráfico patrimonial o pueden utilizar a otros individuos (representación).
Las personas jurídicas están obligadas a utilizar a individuos para actuar en
el tráfico patrimonial de ahí que hayamos dicho que la existencia de una organización,
esto es, de un sistema para adoptar decisiones con asignación de competencias a
individuos, es imprescindible para la existencia de una persona jurídica. Puede
haber organización sin personalidad jurídica pero no puede haber personalidad
jurídica sin organización. Dado que hay personas jurídicas que no tienen una
base personal determinada, no puede decirse que el órgano social que reúne a
los titulares del patrimonio – la junta de socios, la asamblea – sea el órgano
social por excelencia. Así pues, la calificación de los administradores como
órgano hace referencia a la inserción del patrimonio separado que es la persona
jurídica en el tráfico patrimonial y, por tanto, es una calificación relevante
para examinar y resolver los problemas relativos a la representación, esto es,
a la vinculación del patrimonio social con terceros en dicho tráfico
patrimonial. El carácter de órgano de los administradores es, por el contrario,
de nula importancia en las relaciones internas, es decir, para examinar y resolver
los problemas relativos a las relaciones con los socios incluyendo el tipo de
contrato, sus deberes y sus derechos. Estos problemas deben resolverse
aplicando el armazón propio del Derecho de contratos.
La segunda razón es que mientras que la posición del socio –
miembro del órgano – no está funcionalizada, sí lo está la posición del
administrador. Al igual que en las sociedades de personas, cuando los socios de
una corporación participan y toman decisiones en el seno de la Junta no
desarrollan exclusivamente una función Su participación en la Junta se la
atribuye la ley para que defiendan sus propios intereses. El interés social
marca el límite a la persecución irrestricta de sus propios intereses pero sólo
a las decisiones del órgano, no al derecho de voto. Sólo cuando el voto del
socio sea decisivo – porque contribuya a formar la mayoría – será procedente
revisar el resultado a la luz del interés social. Porque sólo en este caso
podemos decir que el socio “ha decidido” por cuenta de los demás socios si la
regla de la mayoría es la que se aplica para adoptar decisiones como ocurre en
las sociedades de estructura corporativa. Por el contrario, en el caso de los
administradores, su cargo no se les atribuye en su propio beneficio o para que
defiendan sus propios intereses.
En definitiva, el cargo de administrador es una función: al
administrador se le atribuyen facultades que le permiten tomar decisiones por
cuenta del patrimonio separado de manera que toda su actuación se medirá desde
el punto de vista de si la desempeñó lealmente, es decir, de si utilizó las
facultades asignadas de la misma forma que las habría utilizado el principal si
hubiera actuado por sí mismo (como veremos el problema se complica cuando “el
principal” es un grupo de personas).
Esta calificación de la posición de los administradores –
una función – como individuos que actúan por cuenta de otros – tiene
consecuencias importantes. No son las menores que, cuando actúan fuera de las
competencias asignadas, su actuación no vincula al patrimonio separado con los
terceros; que cuando actúan infringiendo su deber de lealtad, esto es, en su
propio interés y no en interés de la sociedad, no sólo incurren en
responsabilidad indemnizatoria sino que la transacción puede ser anulada si el
tercero sabía o pudo haber sabido de la actuación desleal del administrador
porque ha sido realizada fuera del ámbito de las facultades atribuidas, que lo
son para que cumpla su función; que cuando se apropian de los rendimientos del
patrimonio separado que han de administrar, están sujetos a una acción de
enriquecimiento injusto etc…
Naturalmente, la atribución de esta función por parte de la
sociedad a los administradores tiene lugar a través de un contrato entre la
persona jurídica – la corporación – y el administrador, contrato que es un tipo
del mandato.
Los administradores actúan discrecionalmente. Como dicen
Engert y Goldlücke, los administradores no son meros ejecutores de un programa
preestablecido con el fin de lograr la consecución del fin común. No hay programa
que ejecutar cuando se constituye una sociedad. Solo un objetivo – maximizar el
valor de las inversiones de los socios en el caso de las sociedades con un fin
lucrativo – y un medio para lograrlo: el desarrollo del objeto social. Pero
cómo lograr lo primero mediante lo segundo no está escrito y queda en manos de
la actuación discrecional de los administradores. Y para tener garantías de que
podrán hacerlo de forma exitosa y que los socios no se ven enredados en
bloqueos o explotación recíprocos (en función de la composición de la sociedad)
los socios necesitan atribuir poder de decisión autónomo a los administradores
que no pueden ser meros ejecutores de las órdenes de los socios, ya que si lo
fueran, los socios deberían ponerse de acuerdo en primer lugar respecto de
todas esas decisiones, lo que generarían sin duda niveles mucho mayores de
explotación de la minoría por la mayoría o de chantaje por parte de la minoría
cuyos votos sean necesarios para adoptar esas decisiones. Estas posibilidades
se eliminan si las decisiones se trasladan a los administradores que, además,
tienen las ventajas de la mayor información, agilidad y expertise ya que no
sufren los problemas de acción colectiva que sufren los accionistas. Por eso,
concluye Engert, el poder discrecional de los administradores se legitima en el
propio contrato social: en las sociedades de estructura corporativa los socios
“quieren” traspasar dicho poder a los administradores para mejor lograr la
consecución del fin común.
En nuestro ordenamiento jurídico –a diferencia de lo que
puede ocurrir en otros- el órgano de administración está enteramente supeditado
a la junta, incluso en los asuntos concernientes al negocio de la compañía. La
mejor prueba de ello es que la junta puede revocar a los miembros del consejo
cuando lo considere oportuno, sin necesidad de que concurra justa causa (arts.
223 LSC) y puede impartirles instrucciones vinculantes en el ámbito de la
gestión también cuando lo estime conveniente (art. 161 LSC). La naturaleza de
la relación entre los accionistas -o la sociedad- y los administradores se
explica, pues, de acuerdo con el esquema o modelo contractual del mandato. Así
se entienden dos de los caracteres de la posición de los administradores más
llamativos: la posibilidad de revocación en cualquier momento (art. 1733 CC) y
que ha de arreglarse en todo tiempo a las instrucciones del mandante (art. 1719
CC). Ambas notas del mandato se reproducen fidedignamente para los
administradores de sociedades.
El mandato colectivo
La particularidad de la relación de los administradores con
la sociedad es que se articula a través de un mandato de carácter colectivo
(art. 1731 CC). No es un mandato individual, sino un “mandato colectivo, toda
vez que no se imparte por un sólo mandante, sino por varios (por el conjunto de
todos los socios) para realizar un encargo o cometido indivisible. La
naturaleza colectiva del mandato determina que el mandatario, una vez nombrado,
ya no pueda ser revocado por una fracción de los mandantes (quizá la que
propuso su nombramiento) ni estar sujeto a sus instrucciones. En esta clase de
mandato no tienen cabida ni la revocación individual ni las instrucciones
individuales”. Solo la revocación colectiva y las instrucciones colectivas
(art. 161 LSC)(Paz-Ares, en InDret 4/2010, pp 15-16, quien cita la STS
13-IV-1928 dictada en relación con un mandato colectivo impartido por todos los
coherederos al objeto de practicar la partición de la herencia).
El mandato no es sólo colectivo del lado de los mandantes,
sino, en el caso de que no se haya optado por un administrador único, también
del lado de los mandatarios siempre que la administración no se encargue a un
administrador único (art. 1723 CC).
Las normas de formación de la voluntad colectiva de los
socios serán las acordadas por ellos o las legales del tipo societario elegido.
Así, por ejemplo, en una sociedad anónima, será la mayoría de los socios –
reunidos en Junta – la que pueda revocar al administrador o darle
instrucciones. Además, el contenido del mandato viene delimitado
constitucionalmente por el contrato de sociedad. El patrimonio de los socios
vinculado es el aportado a la sociedad y el uso que se debe dar al mismo vendrá
delimitado por el contrato de sociedad. Por último, también se explica con la doctrina
general del mandato el carácter altamente personal del desempeño del cargo de
administrador.
Dado el carácter contractual y de mandato colectivo de la
relación entre administradores y socios, se sigue que con el consentimiento de
todos los socios, éstos pueden dar
cualesquiera instrucciones a los administradores y éstos están obligados a
seguirlas aunque tales instrucciones sean contrarias al interés social o, más
bien, le parezca al administrador en ejercicio de su deber de actuar con
independencia de juicio en el mejor interés de la sociedad que son contrarias
al interés social. El interés social está a disposición de la totalidad de los
socios. Del mismo modo que no hay reproche alguno que hacer a los llamados
contratos de dominación por los que una sociedad se somete a las directrices de
otra (su dominante) cuando los socios de la sociedad dependiente dan su
consentimiento, no debe haber reproche alguno a que los socios colectiva o
contractualmente den instrucciones a los administradores y dispongan, de esta
manera, sobre el interés social. A contrario, se sigue que el consejero
dominical o representativo no puede convertirse en un consejero de parte que
decide en el seno del consejo de acuerdo con las instrucciones que le imparta
el accionista que lo designó si no hay consentimiento al respecto por parte de
todos los socios porque, en tal caso, se estaría sometiendo a instrucciones
individuales, no colectivas que, como hemos visto, están prohibidas. Esto
significa que el deber de independencia es infranqueable también para el
administrador dominical. La causa del contrato de sociedad – el fin común – en
su vertiente funcional obliga a los administradores a actuar con independencia
de juicio en exclusivo interés común.
La prohibición de instrucciones privadas y la validez de las
instrucciones colectivas
Dice el art. 228 d) LSC que los administradores deben
desempeñar sus funciones “bajo el principio de responsabilidad personal con
libertad de criterio o juicio e independencia respecto de instrucciones y
vinculaciones de terceros”. Este precepto refleja la idea de que los
administradores no están sujetos a un mandato individual (del socio o socios
que le hayan designado o que hayan contribuido con sus votos a su designación)
que le obligue a atender las indicaciones o instrucciones del dominus y a
promover sus intereses. Del carácter colectivo del mandato al que nos hemos
referido antes se deduce que ni siquiera están legitimados para intentarlo. Los
administradores – y, singularmente, los consejeros en el caso de que la
administración esté organizada en forma de consejo – están sujetos a un mandato
colectivo impartido por el conjunto de los socios y, por tanto, su obligación
es actuar en el mejor interés de todos los socios. O sea, en el interés social.
Si un administrador hace avanzar los intereses del grupo de
socios – o del socio – que lo ha nombrado, su comportamiento generaría una
externalidad sobre los demás socios (Paz-Ares). La externalidad deriva del
hecho de que las consecuencias del actuar del administrador son indivisibles
porque se proyectan sobre toda la empresa social y no solo sobre los intereses
de los socios que designaron a uno u otro administrador, de manera que la
sujeción de cualquier administrador a las instrucciones de uno o un grupo
determinado de socios afectaría a los demás socios en sus intereses en el
patrimonio social sin que tal afectación hubiera sido contratada (consentida)
por dichos socios restantes. Afectación que, en el peor de los casos, es pura
apropiación de valor que pertenece a estos socios y, en el mejor de los casos,
una relegación de sus preferencias (en términos de riesgo o de inversiones)
cuando éstas y las de los socios que han designado a los administradores
difieren. Como dice Paz-Ares, que el art. 228 d) LSC proclame el deber de
independencia de los administradores tiene un alto valor expresivo. Es un
“mensaje contra las dobles lealtades y las lealtades particularistas” en cuanto
que alerta a los administradores que “quieren” hacer lo correcto a quién se deben:
no al “clan” ni a la “tribu” que lo alzó sino a todo el grupo cuyos bienes e
intereses gestiona.
Si este es el fundamento del deber de independencia, se
entiende sin dificultad que, como señala Paz-Ares, no hay tal deber – ni tal
independencia – (i) frente a las instrucciones colectivas (también llamadas
“públicas” porque se imparten en las reuniones de los socios, esto es, en las
juntas) y (ii) frente a las instrucciones unánimes de los socios
Las instrucciones colectivas
El administrador tiene la obligación de seguir las
instrucciones impartidas por la junta (art. 161 LSC). El deber de independencia
opera sólo frente a accionistas singulares que actúan fuera del marco
organizativo que resulta del Derecho de Sociedades. Instrucciones colectivas no
se identifican con unánimes o impartidas por todos los socios, de manera que
podría discutirse si la protección de la minoría exige mantener el deber de
independencia de los administradores también frente a instrucciones emitidas
por la Junta de socios mediante un acuerdo mayoritario. Esta cuestión tiene
interés porque permite aclarar en qué medida está justificada o no la
limitación de la autonomía privada en aras de proteger los intereses de la
minoría. Pues bien, la respuesta es negativa. Que los administradores deban
obedecer las instrucciones impartidas por la Junta mediante un acuerdo
mayoritario aunque crean, en su fuero interno, que son perjudiciales para el
interés social, no genera externalidad alguna sobre los socios minoritarios que
votaron en contra en la Junta. Y la razón es que las instrucciones, como
cualquier acuerdo de la junta (art. 159.2 LSC), vinculan a todos los socios,
incluidos los disidentes y los ausentes porque aceptaron todos someterse a la
regla de la mayoría como mecanismo para la adopción de decisiones cuando
pasaron a formar parte de la sociedad. Como dice Vanberg:
“… Cuando una persona se suma a una organización, se somete,
con parte de sus recursos, a dicha constitución. La verdadera esencia de ser
miembro de una organización es entregar el control independiente sobre ciertos
recursos propios y someterlos al procedimiento de toma de decisiones
organizacional en el cual uno puede tener –o no- un voto”,
De manera que la posibilidad de que los socios,
colectivamente y mediante un acuerdo de la junta, den instrucciones a los
socios está “contratada” o internalizada por todos los socios al celebrar (o
adquirir acciones o participaciones) el contrato de sociedad. Los intereses de
los socios disidentes y ausentes están protegidos por las reglas sobre la
adopción de decisiones en el seno de la junta, la posibilidad de su impugnación
y los límites al poder de decisión de la mayoría. Si los socios consideran que
los administradores no deben seguir sus instrucciones en materias de gestión,
la libertad de configuración estatutaria les permite incluir una previsión en
ese sentido en los estatutos sociales (v., art. 161 LSC).
Las instrucciones unánimes
Cuando las instrucciones son impartidas por todos los socios
o todos los socios pactan liberar a los administradores de su deber de
independencia no hay externalidades y sólo se aplican los límites a la
autonomía privada (art. 1255 CC). De ahí que, como se explicó en su momento,
los pactos parasociales omnilaterales sean oponibles a la sociedad y los pactos
omnilaterales para el consejo de administración sean perfectamente válidos.
Paz-Ares considera una aplicación extraordinaria de esta idea el caso de los
artículos 178 y 179 de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las
Administraciones Públicas, donde se prevé que el gobierno pueda dar
instrucciones a los órganos sociales de sociedades anónimas de carácter público
y libera de responsabilidad a los administradores de esas sociedades que sigan
las instrucciones. Los preceptos se aplican exclusivamente a las sociedades
cuyo capital está completamente en manos del Estado. El interés público
definido por el Gobierno prevalece sobre la interpretación del “interés social”
que puedan hacer los administradores de estas sociedades. Dado que el Estado es
socio único, sus instrucciones son “instrucciones omnilaterales” que, como
sucede con los pactos parasociales omnilaterales, definen el interés social si
no hay más interés social que el interés común de los socios. Jesús Alfaro
Águila-Real.
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