viernes, 29 de junio de 2018

LA POLICÍA ADMINISTRATIVA DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN


 


 

 

 
La atribución a las Administraciones públicas de potestades policiales de la libertad de expresión constituye un fenómeno que hace apenas unos años resultaba insólito e incluso inimaginable, pero que de un tiempo a esta parte se está haciendo cada vez más frecuente (véase Boix Palop, sobre el inquietante aumento de la intervención administrativa sobre los contenidos publicados en las redes sociales). En el contexto del notable retroceso que tal libertad ha experimentado en España durante la última década (véase aquí), son cada vez más numerosas las leyes que dan a la Administración poderes de controlar el ejercicio de este derecho fundamental a los efectos de sancionar las manifestaciones expresivas o informativas constitutivas de infracción por razón de sus contenidos. Se trata además de una tendencia transversal, impulsada por partidos situados en ambos lados del espectro político.

 

En el lado de la derecha destacan las previsiones contenidas en la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana. Además de contemplar otras medidas administrativas restrictivas de la libertad de expresión de dudosa constitucionalidad (Presno Linera), esta Ley tipifica como infracciones leves, conminadas con multa de entre 100 y 600 euros: «las faltas de respeto y consideración cuyo destinatario sea un miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ejercicio de sus funciones de protección de la seguridad, cuando estas conductas no sean constitutivas de infracción penal» (art. 37.4); y la ejecución de «actos de exhibición obscena, cuando no constituya infracción penal» (art. 37.5).

 

En el lado de la izquierda sobresalen las leyes autonómicas dictadas para luchar contra la «LGTBI fobia» o para preservar la «memoria histórica». El artículo 62 de la Ley 8/2017, de 28 de diciembre, para garantizar los derechos, la igualdad de trato y no discriminación de las personas LGTBI y sus familiares en Andalucía, por ejemplo, tipifica como infracciones muy graves, conminadas con multa de 60.001 hasta 120.000 euros y otras sanciones adicionales (prohibiciones de contratar y recibir ayudas públicas, inhabilitaciones y cierres o suspensiones de la actividad en cuestión):

 

«c) El empleo de un lenguaje discriminatorio o la transmisión de mensajes o imágenes discriminatorias u ofensivas en los medios de comunicación públicos de Andalucía, en aquellos otros medios de comunicación que reciban subvenciones públicas o en los medios de comunicación sujetos al ámbito competencial de la Comunidad Autónoma de Andalucía».

 

«d) Promover, justificar u ocultar por cualquier medio la discriminación hacia las personas LGTBI o sus familiares, negando la naturaleza de la diversidad sexual e identidad de género».

 

«e) Promover, difundir o ejecutar por cualquier medio cualquier tipo de terapia para modificar la orientación sexual y la identidad de género con el fin de ajustarla a un patrón heterosexual y/o cisexual».

 

«f) Convocar espectáculos públicos o actividades recreativas que tengan como objeto la incitación al odio, la violencia o la discriminación de las personas LGTBI o sus familias» [la negrita es nuestra].

 

También en las leyes, aprobadas por mayorías de distinto signo político, que regulan el sector audiovisual podemos encontrar disposiciones semejantes. El artículo 57 de la Ley 7/2010, de 31 de marzo, General de Comunicación Audiovisual, por ejemplo, contempla como infracciones administrativas muy graves, conminadas con multa de 500.001 hasta 1.000.000 de euros, «la emisión de contenidos que de forma manifiesta fomenten el odio, el desprecio o la discriminación por motivos de nacimiento, raza, sexo, religión, nacionalidad, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social» (ap. 1), así como «la emisión de comunicaciones comerciales que vulneren la dignidad humana o utilicen la imagen de la mujer con carácter vejatorio o discriminatorio» (ap. 2).

 

Estas disposiciones han estrechado significativamente el espacio dejado a los ciudadanos para expresarse, antes delimitado prácticamente sólo por normas civiles y penales, que los jueces se encargaban de aplicar. Esas nuevas regulaciones suscitan al menos cuatro grandes problemas. El primero es el de si resulta constitucionalmente lícito castigar, con sanciones de una gravedad considerable, ciertas expresiones. Especialmente cuestionable parece reprimir manifestaciones expresivas que no incrementan realmente el riesgo de que algún bien jurídico protegido sufra efectivamente alguna lesión, más allá del desagrado que dichas manifestaciones puedan ocasionar en determinadas personas.

 

El segundo problema es si el elevado grado de indeterminación con el que están descritas dichas conductas implica una vulneración del principio de tipicidad consagrado en el artículo 25.1 CE.

 

El tercero es si esas disposiciones, en tanto en cuanto regulan el ejercicio de la libertad de expresión, deben reputarse inconstitucionales en el caso de no haber sido aprobadas mediante ley orgánica según lo establecido en el artículo 81 CE.

 

La cuarta cuestión, sobre la que vamos a detenernos en las líneas que siguen, es si resulta conforme con la Constitución que el poder de controlar y castigar el ejercicio de la libertad de expresión se confiera a órganos administrativos, en vez de a los jurisdiccionales. Vaya por delante que nuestra conclusión es negativa: ese poder ha de considerarse constitucionalmente reservado a los Tribunales (en sentido semejante, Betancor Rodríguez y Teruel Lozano).

 

Esta reserva –que, obviamente, constituye una importante garantía de la libertad de expresión– no ha sido explícitamente prevista por el texto de la Constitución, pero puede inferirse de la misma. Nótese que el Tribunal Constitucional ha deducido de los derechos fundamentales garantías y, en particular, reservas de jurisdicción a las que la letra de la norma suprema del ordenamiento jurídico español no hace referencia explícita. Ha entendido, por ejemplo, que las intervenciones corporales realizadas en el marco de una investigación penal deben ser autorizadas mediante resolución judicial (STC 7/1994).

 

Esta jurisprudencia es muy razonable. Si los derechos fundamentales constituyen principios jurídicos, mandatos de optimización, que ordenan la realización de ciertos valores –como la libertad– hasta donde sea fáctica y jurídicamente posible y, en particular, que obligan a los poderes públicos a tomar las medidas útiles, necesarias y proporcionadas para protegerlos, cabe entender que de tales derechos se deriva también la exigencia de respetar ciertas garantías y, en concreto, aquellas imprescindibles para asegurar esa protección. En consecuencia, el legislador no puede otorgar el poder de adoptar ciertas decisiones en unas condiciones –organizativas, procedimentales o formales– tales que supongan riesgos inútiles, innecesarios o desproporcionados para los derechos fundamentales afectados.

 

Pues bien, la atribución a la Administración del poder de castigar las referidas conductas crea un riesgo para la libertad de expresión innecesario y, por lo tanto, desproporcionado e inconstitucional.

 

Es evidente, por un lado, que el peligro de que las autoridades administrativas controlen sesgada, desviada, arbitraria o abusivamente la libertad de expresión es, seguramente, mucho más elevado que el riesgo de que los jueces hagan lo propio. Aquéllas suelen tener potentes incentivos para silenciar, reprimir, cercenar y disuadir las manifestaciones expresivas o informativas contrarias a sus preferencias o intereses, o a los de los individuos que les han elegido para desempeñar sus funciones, así como para tolerar, proteger y favorecer las manifestaciones de estos últimos. Los jueces, en cambio, están por lo general más aislados frente a la influencia de semejantes incentivos espurios. Su puesto de trabajo, su salario y su futuro profesional no dependen –tanto– del contenido ideológico y político de sus decisiones. Además, los procedimientos judiciales son típicamente más «garantistas» que los administrativos; esto es, tienden a reducir en mayor medida la probabilidad de que se adopten resoluciones desviadas: las exigencias de motivación alcanzan mayor intensidad; el margen que los jueces tienen para actuar de oficio es mucho más estrecho; las partes cuentan con mejores posibilidades de defenderse, etc. Y el riesgo de que aquí se ejerza arbitrariamente el control de la libertad de expresión resulta, en líneas generales, especialmente elevado por otra razón: predeterminar normativamente las condiciones sustantivas de ejercicio de esa potestad entraña una enorme dificultad, pues es muy complicado precisar en abstracto de manera clara y previsible qué expresiones son lícitas y cuáles ilícitas. Al legislador no lo queda más remedio, por ende, que otorgar un anchísimo margen de apreciación al órgano encargado de efectuar el control, lo que implica un elevado peligro de que éste incurra en arbitrariedades. De hecho, puede comprobarse que los tipos definidos por las disposiciones aquí cuestionadas adolecen de un elevado –y cuestionable– grado de indeterminación.

 

Debe notarse, además, que ese mayor peligro de decisiones arbitrarias, sesgadas o abusivas genera un mayor efecto disuasorio sobre el ejercicio legítimo de la libertad de expresión. Si los ciudadanos perciben que se ha incrementado el riesgo de que los órganos encargados de controlar el ejercicio de esta libertad ejerzan sesgadamente este poder y repriman manifestaciones expresivas en verdad lícitas, es probable que algunos de ellos tiendan a autocensurarse y a no hacer ese tipo de manifestaciones, amparadas por el artículo 20 CE, pero seguramente no del agrado de los nuevos policías de su libertad.

 

Por otro lado, ese mayor riesgo, coste o restricción que para la libertad de expresión supone dar a la Administración la potestad de controlar y, eventualmente, castigar su ejercicio no está justificado. Nada se gana incurriendo en este coste adicional. Resultaría necesario otorgar dicha potestad a la Administración, a pesar de los mayores riesgos que ello encierra, si ésta poseyera algún tipo de ventaja comparativa respecto de los jueces a la hora de ejercerla. En algunos ámbitos, las Administraciones públicas están mejor situadas que los Tribunales para controlar la actividad de los particulares y, eventualmente, sancionarlos. Por ejemplo, porque aquéllas poseen en mayor medida los conocimientos técnicos necesarios para verificar si las conductas examinadas son o no conformes con el ordenamiento jurídico (pensemos, por ejemplo, en los sectores del urbanismo y el medio ambiente), o porque disponen de la capacidad de coordinarse y de los recursos materiales necesarios para manejar eficientemente un elevado volumen de casos (pensemos en las sanciones de tráfico).

 

Sin embargo, las autoridades administrativas no poseen mejores conocimientos, recursos materiales o, en definitiva, capacidad que los Tribunales para precisar cuándo los ciudadanos han rebasado los límites de la libertad de expresión. Más bien al contrario, los jueces poseen una formación –jurídica– especializada y una experiencia profesional más adecuadas que las del personal al servicio de las Administraciones públicas para tomar aquí decisiones acertadas.

 

Adicionalmente, debe señalarse que en el artículo 20 CE queda patente la voluntad del constituyente de poner las libertades de información y expresión al abrigo de los controles administrativos de que éstas habían sido objeto durante el franquismo. Ahora, «el ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa» (ap. 2), y «sólo podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información en virtud de resolución judicial» (ap. 5). La prohibición de censura previa, además, ha sido interpretada de una manera muy amplia por el Tribunal Constitucional, que ha llegado a declarar incompatible con el artículo 20.2 CE la simple obligación del depósito administrativo previo de publicaciones, por entender que el constituyente había querido eliminar «cualesquiera medidas limitativas de la elaboración o difusión de una obra del espíritu… aun [las] más débiles y sutiles» (STC 52/1983, FJ 5). «El fin último que alienta [esta] prohibición… no es sino prevenir que el poder público pierda su debida neutralidad respecto del proceso de comunicación pública libre garantizado constitucionalmente… [por lo que la misma debe] extenderse a cuantas medidas pueda adoptar el poder público que no sólo impidan o prohíban abiertamente la difusión de cierta opinión o información, sino cualquier otra que simplemente restrinja o pueda tener un indeseable efecto disuasor sobre el ejercicio de tales libertades» (STC 187/1999, FJ 5). Pues bien, en virtud de una interpretación analógica y teleológica de este precepto, cabe entender igualmente proscritas aquellas formas de intervención administrativa de los referidos derechos que, aun no habiendo sido explícitamente contempladas por el mismo –seguramente porque resultaban inimaginables en 1978–, suponen restricciones de una intensidad equiparable o incluso superior a las de la censura previa, como es el caso del otorgamiento a la Administración de la potestad de castigar manifestaciones expresivas o informativas. Repárese en que esta potestad, como consecuencia del elevado riesgo de arbitrariedad que su ejercicio inevitablemente entraña, puede producir unos efectos disuasorios o limitativos de la libertad –en forma de autocensura– mucho más fuertes que los engendrados por aquellas medidas «débiles y sutiles», ya inconstitucionales.

 

La Sentencia del Tribunal Constitucional 86/2017, de 4 de julio, sin embargo, ha considerado válida la atribución al Consejo Audiovisual de Cataluña de potestades sancionadoras y de policía que afectan a las libertades de expresión e información del artículo 20 CE. Es probable que esta solución se viera condicionada por los motivos sobre los que los recurrentes basaron la impugnación de las disposiciones legislativas enjuiciadas. Éstos esgrimían que la suspensión cautelar de las emisiones y las sanciones de cese temporal o definitivo de los servicios audiovisuales eran inconstitucionales, toda vez que el legislador catalán permitía que fueran adoptadas sin la intervención judicial exigida para el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información (art. 20.5 CE).

 

El Tribunal Constitucional advierte que «el enfoque del recurso no es acertado», pues «la característica esencial de la censura previa, prohibida en el artículo 20.2 CE, es que se trata de un control previo o ex ante de contenidos», mientras que las potestades administrativas cuestionadas constituyen controles ex post.

 

El Tribunal añade que tampoco cabe «apreciar el efecto disuasorio del ejercicio del derecho que aducen los recurrentes en los preceptos impugnados, puesto que nos encontramos ante la previsión de una serie de medidas legales tendentes a asegurar la plena eficacia del derecho a la libertad de expresión e información… no ya sólo desde la perspectiva activa de aquellos que expresan una opinión o aquellos que emiten información, sino desde la perspectiva pasiva y colectiva del derecho… las medidas cautelares cuya regulación se impugna están previstas, precisamente, para aquellos supuestos en los que se verifique un ataque contra ese pluralismo o contra los derechos fundamentales; ataque que, por su urgencia… requiere de una intervención inmediata y cautelar para impedir la producción de un perjuicio irreparable». La argumentación es desafortunada. En primer lugar, porque el hecho de que las medidas cuestionadas persigan un fin legítimo no quita que puedan producir el referido efecto disuasorio y resultar desproporcionadas. En segundo lugar, lo que aquí se cuestiona no es la utilidad de tales medidas para lograr ese fin, sino la necesidad de que la competencia para adoptarlas se entregue a la Administración, en lugar de a los jueces. En tercer lugar, el argumento de la urgencia vale para la adopción de medidas cautelares, pero no para la imposición de sanciones. Por último, no es en absoluto evidente que los Tribunales sean incapaces de adoptar medidas cautelares en esta materia con la rapidez requerida.

 

Por suerte o por desgracia, es probable que el Tribunal Constitucional tenga más oportunidades de pronunciarse sobre la cuestión aquí planteada. Esperemos que sus decisiones vengan precedidas de un análisis más directo, cuidadoso y certero que el efectuado en la citada Sentencia. Por Gabriel Doménech Pascual

 Contenido curado por César Heras (Social Media) HERAS ABOGADOS BILBAO S.L.P.

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