En el lado de la derecha destacan las previsiones contenidas
en la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad
ciudadana. Además de contemplar otras medidas administrativas restrictivas de
la libertad de expresión de dudosa constitucionalidad (Presno Linera), esta Ley
tipifica como infracciones leves, conminadas con multa de entre 100 y 600
euros: «las faltas de respeto y consideración cuyo destinatario sea un miembro
de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ejercicio de sus funciones de
protección de la seguridad, cuando estas conductas no sean constitutivas de
infracción penal» (art. 37.4); y la ejecución de «actos de exhibición obscena,
cuando no constituya infracción penal» (art. 37.5).
En el lado de la izquierda sobresalen las leyes autonómicas
dictadas para luchar contra la «LGTBI fobia» o para preservar la «memoria
histórica». El artículo 62 de la Ley 8/2017, de 28 de diciembre, para
garantizar los derechos, la igualdad de trato y no discriminación de las
personas LGTBI y sus familiares en Andalucía, por ejemplo, tipifica como infracciones
muy graves, conminadas con multa de 60.001 hasta 120.000 euros y otras
sanciones adicionales (prohibiciones de contratar y recibir ayudas públicas,
inhabilitaciones y cierres o suspensiones de la actividad en cuestión):
«c) El empleo de un lenguaje discriminatorio o la
transmisión de mensajes o imágenes discriminatorias u ofensivas en los medios
de comunicación públicos de Andalucía, en aquellos otros medios de comunicación
que reciban subvenciones públicas o en los medios de comunicación sujetos al ámbito
competencial de la Comunidad Autónoma de Andalucía».
«d) Promover, justificar u ocultar por cualquier medio la
discriminación hacia las personas LGTBI o sus familiares, negando la naturaleza
de la diversidad sexual e identidad de género».
«e) Promover, difundir o ejecutar por cualquier medio
cualquier tipo de terapia para modificar la orientación sexual y la identidad
de género con el fin de ajustarla a un patrón heterosexual y/o cisexual».
«f) Convocar espectáculos públicos o actividades recreativas
que tengan como objeto la incitación al odio, la violencia o la discriminación
de las personas LGTBI o sus familias» [la negrita es nuestra].
También en las leyes, aprobadas por mayorías de distinto
signo político, que regulan el sector audiovisual podemos encontrar
disposiciones semejantes. El artículo 57 de la Ley 7/2010, de 31 de marzo,
General de Comunicación Audiovisual, por ejemplo, contempla como infracciones
administrativas muy graves, conminadas con multa de 500.001 hasta 1.000.000 de
euros, «la emisión de contenidos que de forma manifiesta fomenten el odio, el
desprecio o la discriminación por motivos de nacimiento, raza, sexo, religión,
nacionalidad, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social» (ap.
1), así como «la emisión de comunicaciones comerciales que vulneren la dignidad
humana o utilicen la imagen de la mujer con carácter vejatorio o
discriminatorio» (ap. 2).
Estas disposiciones han estrechado significativamente el
espacio dejado a los ciudadanos para expresarse, antes delimitado prácticamente
sólo por normas civiles y penales, que los jueces se encargaban de aplicar.
Esas nuevas regulaciones suscitan al menos cuatro grandes problemas. El primero
es el de si resulta constitucionalmente lícito castigar, con sanciones de una gravedad
considerable, ciertas expresiones. Especialmente cuestionable parece reprimir
manifestaciones expresivas que no incrementan realmente el riesgo de que algún
bien jurídico protegido sufra efectivamente alguna lesión, más allá del
desagrado que dichas manifestaciones puedan ocasionar en determinadas personas.
El segundo problema es si el elevado grado de
indeterminación con el que están descritas dichas conductas implica una
vulneración del principio de tipicidad consagrado en el artículo 25.1 CE.
El tercero es si esas disposiciones, en tanto en cuanto
regulan el ejercicio de la libertad de expresión, deben reputarse
inconstitucionales en el caso de no haber sido aprobadas mediante ley orgánica
según lo establecido en el artículo 81 CE.
La cuarta cuestión, sobre la que vamos a detenernos en las
líneas que siguen, es si resulta conforme con la Constitución que el poder de
controlar y castigar el ejercicio de la libertad de expresión se confiera a
órganos administrativos, en vez de a los jurisdiccionales. Vaya por delante que
nuestra conclusión es negativa: ese poder ha de considerarse
constitucionalmente reservado a los Tribunales (en sentido semejante, Betancor
Rodríguez y Teruel Lozano).
Esta reserva –que, obviamente, constituye una importante
garantía de la libertad de expresión– no ha sido explícitamente prevista por el
texto de la Constitución, pero puede inferirse de la misma. Nótese que el
Tribunal Constitucional ha deducido de los derechos fundamentales garantías y,
en particular, reservas de jurisdicción a las que la letra de la norma suprema
del ordenamiento jurídico español no hace referencia explícita. Ha entendido,
por ejemplo, que las intervenciones corporales realizadas en el marco de una
investigación penal deben ser autorizadas mediante resolución judicial (STC
7/1994).
Esta jurisprudencia es muy razonable. Si los derechos
fundamentales constituyen principios jurídicos, mandatos de optimización, que
ordenan la realización de ciertos valores –como la libertad– hasta donde sea
fáctica y jurídicamente posible y, en particular, que obligan a los poderes
públicos a tomar las medidas útiles, necesarias y proporcionadas para
protegerlos, cabe entender que de tales derechos se deriva también la exigencia
de respetar ciertas garantías y, en concreto, aquellas imprescindibles para
asegurar esa protección. En consecuencia, el legislador no puede otorgar el
poder de adoptar ciertas decisiones en unas condiciones –organizativas,
procedimentales o formales– tales que supongan riesgos inútiles, innecesarios o
desproporcionados para los derechos fundamentales afectados.
Pues bien, la atribución a la Administración del poder de
castigar las referidas conductas crea un riesgo para la libertad de expresión
innecesario y, por lo tanto, desproporcionado e inconstitucional.
Es evidente, por un lado, que el peligro de que las
autoridades administrativas controlen sesgada, desviada, arbitraria o
abusivamente la libertad de expresión es, seguramente, mucho más elevado que el
riesgo de que los jueces hagan lo propio. Aquéllas suelen tener potentes
incentivos para silenciar, reprimir, cercenar y disuadir las manifestaciones
expresivas o informativas contrarias a sus preferencias o intereses, o a los de
los individuos que les han elegido para desempeñar sus funciones, así como para
tolerar, proteger y favorecer las manifestaciones de estos últimos. Los jueces,
en cambio, están por lo general más aislados frente a la influencia de
semejantes incentivos espurios. Su puesto de trabajo, su salario y su futuro
profesional no dependen –tanto– del contenido ideológico y político de sus
decisiones. Además, los procedimientos judiciales son típicamente más
«garantistas» que los administrativos; esto es, tienden a reducir en mayor
medida la probabilidad de que se adopten resoluciones desviadas: las exigencias
de motivación alcanzan mayor intensidad; el margen que los jueces tienen para
actuar de oficio es mucho más estrecho; las partes cuentan con mejores
posibilidades de defenderse, etc. Y el riesgo de que aquí se ejerza arbitrariamente
el control de la libertad de expresión resulta, en líneas generales,
especialmente elevado por otra razón: predeterminar normativamente las
condiciones sustantivas de ejercicio de esa potestad entraña una enorme
dificultad, pues es muy complicado precisar en abstracto de manera clara y
previsible qué expresiones son lícitas y cuáles ilícitas. Al legislador no lo
queda más remedio, por ende, que otorgar un anchísimo margen de apreciación al
órgano encargado de efectuar el control, lo que implica un elevado peligro de
que éste incurra en arbitrariedades. De hecho, puede comprobarse que los tipos
definidos por las disposiciones aquí cuestionadas adolecen de un elevado –y
cuestionable– grado de indeterminación.
Debe notarse, además, que ese mayor peligro de decisiones
arbitrarias, sesgadas o abusivas genera un mayor efecto disuasorio sobre el
ejercicio legítimo de la libertad de expresión. Si los ciudadanos perciben que
se ha incrementado el riesgo de que los órganos encargados de controlar el
ejercicio de esta libertad ejerzan sesgadamente este poder y repriman
manifestaciones expresivas en verdad lícitas, es probable que algunos de ellos
tiendan a autocensurarse y a no hacer ese tipo de manifestaciones, amparadas
por el artículo 20 CE, pero seguramente no del agrado de los nuevos policías de
su libertad.
Por otro lado, ese mayor riesgo, coste o restricción que
para la libertad de expresión supone dar a la Administración la potestad de
controlar y, eventualmente, castigar su ejercicio no está justificado. Nada se
gana incurriendo en este coste adicional. Resultaría necesario otorgar dicha
potestad a la Administración, a pesar de los mayores riesgos que ello encierra,
si ésta poseyera algún tipo de ventaja comparativa respecto de los jueces a la
hora de ejercerla. En algunos ámbitos, las Administraciones públicas están
mejor situadas que los Tribunales para controlar la actividad de los
particulares y, eventualmente, sancionarlos. Por ejemplo, porque aquéllas
poseen en mayor medida los conocimientos técnicos necesarios para verificar si
las conductas examinadas son o no conformes con el ordenamiento jurídico
(pensemos, por ejemplo, en los sectores del urbanismo y el medio ambiente), o
porque disponen de la capacidad de coordinarse y de los recursos materiales
necesarios para manejar eficientemente un elevado volumen de casos (pensemos en
las sanciones de tráfico).
Sin embargo, las autoridades administrativas no poseen
mejores conocimientos, recursos materiales o, en definitiva, capacidad que los
Tribunales para precisar cuándo los ciudadanos han rebasado los límites de la
libertad de expresión. Más bien al contrario, los jueces poseen una formación
–jurídica– especializada y una experiencia profesional más adecuadas que las
del personal al servicio de las Administraciones públicas para tomar aquí
decisiones acertadas.
Adicionalmente, debe señalarse que en el artículo 20 CE
queda patente la voluntad del constituyente de poner las libertades de
información y expresión al abrigo de los controles administrativos de que éstas
habían sido objeto durante el franquismo. Ahora, «el ejercicio de estos
derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa» (ap. 2),
y «sólo podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros
medios de información en virtud de resolución judicial» (ap. 5). La prohibición
de censura previa, además, ha sido interpretada de una manera muy amplia por el
Tribunal Constitucional, que ha llegado a declarar incompatible con el artículo
20.2 CE la simple obligación del depósito administrativo previo de
publicaciones, por entender que el constituyente había querido eliminar
«cualesquiera medidas limitativas de la elaboración o difusión de una obra del
espíritu… aun [las] más débiles y sutiles» (STC 52/1983, FJ 5). «El fin último
que alienta [esta] prohibición… no es sino prevenir que el poder público pierda
su debida neutralidad respecto del proceso de comunicación pública libre
garantizado constitucionalmente… [por lo que la misma debe] extenderse a
cuantas medidas pueda adoptar el poder público que no sólo impidan o prohíban
abiertamente la difusión de cierta opinión o información, sino cualquier otra
que simplemente restrinja o pueda tener un indeseable efecto disuasor sobre el
ejercicio de tales libertades» (STC 187/1999, FJ 5). Pues bien, en virtud de
una interpretación analógica y teleológica de este precepto, cabe entender
igualmente proscritas aquellas formas de intervención administrativa de los
referidos derechos que, aun no habiendo sido explícitamente contempladas por el
mismo –seguramente porque resultaban inimaginables en 1978–, suponen
restricciones de una intensidad equiparable o incluso superior a las de la
censura previa, como es el caso del otorgamiento a la Administración de la
potestad de castigar manifestaciones expresivas o informativas. Repárese en que
esta potestad, como consecuencia del elevado riesgo de arbitrariedad que su
ejercicio inevitablemente entraña, puede producir unos efectos disuasorios o
limitativos de la libertad –en forma de autocensura– mucho más fuertes que los
engendrados por aquellas medidas «débiles y sutiles», ya inconstitucionales.
La Sentencia del Tribunal Constitucional 86/2017, de 4 de
julio, sin embargo, ha considerado válida la atribución al Consejo Audiovisual
de Cataluña de potestades sancionadoras y de policía que afectan a las
libertades de expresión e información del artículo 20 CE. Es probable que esta
solución se viera condicionada por los motivos sobre los que los recurrentes
basaron la impugnación de las disposiciones legislativas enjuiciadas. Éstos
esgrimían que la suspensión cautelar de las emisiones y las sanciones de cese
temporal o definitivo de los servicios audiovisuales eran inconstitucionales,
toda vez que el legislador catalán permitía que fueran adoptadas sin la
intervención judicial exigida para el secuestro de publicaciones, grabaciones y
otros medios de información (art. 20.5 CE).
El Tribunal Constitucional advierte que «el enfoque del
recurso no es acertado», pues «la característica esencial de la censura previa,
prohibida en el artículo 20.2 CE, es que se trata de un control previo o ex
ante de contenidos», mientras que las potestades administrativas cuestionadas
constituyen controles ex post.
El Tribunal añade que tampoco cabe «apreciar el efecto disuasorio
del ejercicio del derecho que aducen los recurrentes en los preceptos
impugnados, puesto que nos encontramos ante la previsión de una serie de
medidas legales tendentes a asegurar la plena eficacia del derecho a la
libertad de expresión e información… no ya sólo desde la perspectiva activa de
aquellos que expresan una opinión o aquellos que emiten información, sino desde
la perspectiva pasiva y colectiva del derecho… las medidas cautelares cuya
regulación se impugna están previstas, precisamente, para aquellos supuestos en
los que se verifique un ataque contra ese pluralismo o contra los derechos
fundamentales; ataque que, por su urgencia… requiere de una intervención
inmediata y cautelar para impedir la producción de un perjuicio irreparable». La
argumentación es desafortunada. En primer lugar, porque el hecho de que las
medidas cuestionadas persigan un fin legítimo no quita que puedan producir el
referido efecto disuasorio y resultar desproporcionadas. En segundo lugar, lo
que aquí se cuestiona no es la utilidad de tales medidas para lograr ese fin,
sino la necesidad de que la competencia para adoptarlas se entregue a la
Administración, en lugar de a los jueces. En tercer lugar, el argumento de la
urgencia vale para la adopción de medidas cautelares, pero no para la
imposición de sanciones. Por último, no es en absoluto evidente que los
Tribunales sean incapaces de adoptar medidas cautelares en esta materia con la
rapidez requerida.
Por suerte o por desgracia, es probable que el Tribunal
Constitucional tenga más oportunidades de pronunciarse sobre la cuestión aquí
planteada. Esperemos que sus decisiones vengan precedidas de un análisis más
directo, cuidadoso y certero que el efectuado en la citada Sentencia. Por
Gabriel Doménech Pascual