viernes, 29 de junio de 2018

LA POLICÍA ADMINISTRATIVA DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN


 


 

 

 
La atribución a las Administraciones públicas de potestades policiales de la libertad de expresión constituye un fenómeno que hace apenas unos años resultaba insólito e incluso inimaginable, pero que de un tiempo a esta parte se está haciendo cada vez más frecuente (véase Boix Palop, sobre el inquietante aumento de la intervención administrativa sobre los contenidos publicados en las redes sociales). En el contexto del notable retroceso que tal libertad ha experimentado en España durante la última década (véase aquí), son cada vez más numerosas las leyes que dan a la Administración poderes de controlar el ejercicio de este derecho fundamental a los efectos de sancionar las manifestaciones expresivas o informativas constitutivas de infracción por razón de sus contenidos. Se trata además de una tendencia transversal, impulsada por partidos situados en ambos lados del espectro político.

 

En el lado de la derecha destacan las previsiones contenidas en la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana. Además de contemplar otras medidas administrativas restrictivas de la libertad de expresión de dudosa constitucionalidad (Presno Linera), esta Ley tipifica como infracciones leves, conminadas con multa de entre 100 y 600 euros: «las faltas de respeto y consideración cuyo destinatario sea un miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ejercicio de sus funciones de protección de la seguridad, cuando estas conductas no sean constitutivas de infracción penal» (art. 37.4); y la ejecución de «actos de exhibición obscena, cuando no constituya infracción penal» (art. 37.5).

 

En el lado de la izquierda sobresalen las leyes autonómicas dictadas para luchar contra la «LGTBI fobia» o para preservar la «memoria histórica». El artículo 62 de la Ley 8/2017, de 28 de diciembre, para garantizar los derechos, la igualdad de trato y no discriminación de las personas LGTBI y sus familiares en Andalucía, por ejemplo, tipifica como infracciones muy graves, conminadas con multa de 60.001 hasta 120.000 euros y otras sanciones adicionales (prohibiciones de contratar y recibir ayudas públicas, inhabilitaciones y cierres o suspensiones de la actividad en cuestión):

 

«c) El empleo de un lenguaje discriminatorio o la transmisión de mensajes o imágenes discriminatorias u ofensivas en los medios de comunicación públicos de Andalucía, en aquellos otros medios de comunicación que reciban subvenciones públicas o en los medios de comunicación sujetos al ámbito competencial de la Comunidad Autónoma de Andalucía».

 

«d) Promover, justificar u ocultar por cualquier medio la discriminación hacia las personas LGTBI o sus familiares, negando la naturaleza de la diversidad sexual e identidad de género».

 

«e) Promover, difundir o ejecutar por cualquier medio cualquier tipo de terapia para modificar la orientación sexual y la identidad de género con el fin de ajustarla a un patrón heterosexual y/o cisexual».

 

«f) Convocar espectáculos públicos o actividades recreativas que tengan como objeto la incitación al odio, la violencia o la discriminación de las personas LGTBI o sus familias» [la negrita es nuestra].

 

También en las leyes, aprobadas por mayorías de distinto signo político, que regulan el sector audiovisual podemos encontrar disposiciones semejantes. El artículo 57 de la Ley 7/2010, de 31 de marzo, General de Comunicación Audiovisual, por ejemplo, contempla como infracciones administrativas muy graves, conminadas con multa de 500.001 hasta 1.000.000 de euros, «la emisión de contenidos que de forma manifiesta fomenten el odio, el desprecio o la discriminación por motivos de nacimiento, raza, sexo, religión, nacionalidad, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social» (ap. 1), así como «la emisión de comunicaciones comerciales que vulneren la dignidad humana o utilicen la imagen de la mujer con carácter vejatorio o discriminatorio» (ap. 2).

 

Estas disposiciones han estrechado significativamente el espacio dejado a los ciudadanos para expresarse, antes delimitado prácticamente sólo por normas civiles y penales, que los jueces se encargaban de aplicar. Esas nuevas regulaciones suscitan al menos cuatro grandes problemas. El primero es el de si resulta constitucionalmente lícito castigar, con sanciones de una gravedad considerable, ciertas expresiones. Especialmente cuestionable parece reprimir manifestaciones expresivas que no incrementan realmente el riesgo de que algún bien jurídico protegido sufra efectivamente alguna lesión, más allá del desagrado que dichas manifestaciones puedan ocasionar en determinadas personas.

 

El segundo problema es si el elevado grado de indeterminación con el que están descritas dichas conductas implica una vulneración del principio de tipicidad consagrado en el artículo 25.1 CE.

 

El tercero es si esas disposiciones, en tanto en cuanto regulan el ejercicio de la libertad de expresión, deben reputarse inconstitucionales en el caso de no haber sido aprobadas mediante ley orgánica según lo establecido en el artículo 81 CE.

 

La cuarta cuestión, sobre la que vamos a detenernos en las líneas que siguen, es si resulta conforme con la Constitución que el poder de controlar y castigar el ejercicio de la libertad de expresión se confiera a órganos administrativos, en vez de a los jurisdiccionales. Vaya por delante que nuestra conclusión es negativa: ese poder ha de considerarse constitucionalmente reservado a los Tribunales (en sentido semejante, Betancor Rodríguez y Teruel Lozano).

 

Esta reserva –que, obviamente, constituye una importante garantía de la libertad de expresión– no ha sido explícitamente prevista por el texto de la Constitución, pero puede inferirse de la misma. Nótese que el Tribunal Constitucional ha deducido de los derechos fundamentales garantías y, en particular, reservas de jurisdicción a las que la letra de la norma suprema del ordenamiento jurídico español no hace referencia explícita. Ha entendido, por ejemplo, que las intervenciones corporales realizadas en el marco de una investigación penal deben ser autorizadas mediante resolución judicial (STC 7/1994).

 

Esta jurisprudencia es muy razonable. Si los derechos fundamentales constituyen principios jurídicos, mandatos de optimización, que ordenan la realización de ciertos valores –como la libertad– hasta donde sea fáctica y jurídicamente posible y, en particular, que obligan a los poderes públicos a tomar las medidas útiles, necesarias y proporcionadas para protegerlos, cabe entender que de tales derechos se deriva también la exigencia de respetar ciertas garantías y, en concreto, aquellas imprescindibles para asegurar esa protección. En consecuencia, el legislador no puede otorgar el poder de adoptar ciertas decisiones en unas condiciones –organizativas, procedimentales o formales– tales que supongan riesgos inútiles, innecesarios o desproporcionados para los derechos fundamentales afectados.

 

Pues bien, la atribución a la Administración del poder de castigar las referidas conductas crea un riesgo para la libertad de expresión innecesario y, por lo tanto, desproporcionado e inconstitucional.

 

Es evidente, por un lado, que el peligro de que las autoridades administrativas controlen sesgada, desviada, arbitraria o abusivamente la libertad de expresión es, seguramente, mucho más elevado que el riesgo de que los jueces hagan lo propio. Aquéllas suelen tener potentes incentivos para silenciar, reprimir, cercenar y disuadir las manifestaciones expresivas o informativas contrarias a sus preferencias o intereses, o a los de los individuos que les han elegido para desempeñar sus funciones, así como para tolerar, proteger y favorecer las manifestaciones de estos últimos. Los jueces, en cambio, están por lo general más aislados frente a la influencia de semejantes incentivos espurios. Su puesto de trabajo, su salario y su futuro profesional no dependen –tanto– del contenido ideológico y político de sus decisiones. Además, los procedimientos judiciales son típicamente más «garantistas» que los administrativos; esto es, tienden a reducir en mayor medida la probabilidad de que se adopten resoluciones desviadas: las exigencias de motivación alcanzan mayor intensidad; el margen que los jueces tienen para actuar de oficio es mucho más estrecho; las partes cuentan con mejores posibilidades de defenderse, etc. Y el riesgo de que aquí se ejerza arbitrariamente el control de la libertad de expresión resulta, en líneas generales, especialmente elevado por otra razón: predeterminar normativamente las condiciones sustantivas de ejercicio de esa potestad entraña una enorme dificultad, pues es muy complicado precisar en abstracto de manera clara y previsible qué expresiones son lícitas y cuáles ilícitas. Al legislador no lo queda más remedio, por ende, que otorgar un anchísimo margen de apreciación al órgano encargado de efectuar el control, lo que implica un elevado peligro de que éste incurra en arbitrariedades. De hecho, puede comprobarse que los tipos definidos por las disposiciones aquí cuestionadas adolecen de un elevado –y cuestionable– grado de indeterminación.

 

Debe notarse, además, que ese mayor peligro de decisiones arbitrarias, sesgadas o abusivas genera un mayor efecto disuasorio sobre el ejercicio legítimo de la libertad de expresión. Si los ciudadanos perciben que se ha incrementado el riesgo de que los órganos encargados de controlar el ejercicio de esta libertad ejerzan sesgadamente este poder y repriman manifestaciones expresivas en verdad lícitas, es probable que algunos de ellos tiendan a autocensurarse y a no hacer ese tipo de manifestaciones, amparadas por el artículo 20 CE, pero seguramente no del agrado de los nuevos policías de su libertad.

 

Por otro lado, ese mayor riesgo, coste o restricción que para la libertad de expresión supone dar a la Administración la potestad de controlar y, eventualmente, castigar su ejercicio no está justificado. Nada se gana incurriendo en este coste adicional. Resultaría necesario otorgar dicha potestad a la Administración, a pesar de los mayores riesgos que ello encierra, si ésta poseyera algún tipo de ventaja comparativa respecto de los jueces a la hora de ejercerla. En algunos ámbitos, las Administraciones públicas están mejor situadas que los Tribunales para controlar la actividad de los particulares y, eventualmente, sancionarlos. Por ejemplo, porque aquéllas poseen en mayor medida los conocimientos técnicos necesarios para verificar si las conductas examinadas son o no conformes con el ordenamiento jurídico (pensemos, por ejemplo, en los sectores del urbanismo y el medio ambiente), o porque disponen de la capacidad de coordinarse y de los recursos materiales necesarios para manejar eficientemente un elevado volumen de casos (pensemos en las sanciones de tráfico).

 

Sin embargo, las autoridades administrativas no poseen mejores conocimientos, recursos materiales o, en definitiva, capacidad que los Tribunales para precisar cuándo los ciudadanos han rebasado los límites de la libertad de expresión. Más bien al contrario, los jueces poseen una formación –jurídica– especializada y una experiencia profesional más adecuadas que las del personal al servicio de las Administraciones públicas para tomar aquí decisiones acertadas.

 

Adicionalmente, debe señalarse que en el artículo 20 CE queda patente la voluntad del constituyente de poner las libertades de información y expresión al abrigo de los controles administrativos de que éstas habían sido objeto durante el franquismo. Ahora, «el ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa» (ap. 2), y «sólo podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información en virtud de resolución judicial» (ap. 5). La prohibición de censura previa, además, ha sido interpretada de una manera muy amplia por el Tribunal Constitucional, que ha llegado a declarar incompatible con el artículo 20.2 CE la simple obligación del depósito administrativo previo de publicaciones, por entender que el constituyente había querido eliminar «cualesquiera medidas limitativas de la elaboración o difusión de una obra del espíritu… aun [las] más débiles y sutiles» (STC 52/1983, FJ 5). «El fin último que alienta [esta] prohibición… no es sino prevenir que el poder público pierda su debida neutralidad respecto del proceso de comunicación pública libre garantizado constitucionalmente… [por lo que la misma debe] extenderse a cuantas medidas pueda adoptar el poder público que no sólo impidan o prohíban abiertamente la difusión de cierta opinión o información, sino cualquier otra que simplemente restrinja o pueda tener un indeseable efecto disuasor sobre el ejercicio de tales libertades» (STC 187/1999, FJ 5). Pues bien, en virtud de una interpretación analógica y teleológica de este precepto, cabe entender igualmente proscritas aquellas formas de intervención administrativa de los referidos derechos que, aun no habiendo sido explícitamente contempladas por el mismo –seguramente porque resultaban inimaginables en 1978–, suponen restricciones de una intensidad equiparable o incluso superior a las de la censura previa, como es el caso del otorgamiento a la Administración de la potestad de castigar manifestaciones expresivas o informativas. Repárese en que esta potestad, como consecuencia del elevado riesgo de arbitrariedad que su ejercicio inevitablemente entraña, puede producir unos efectos disuasorios o limitativos de la libertad –en forma de autocensura– mucho más fuertes que los engendrados por aquellas medidas «débiles y sutiles», ya inconstitucionales.

 

La Sentencia del Tribunal Constitucional 86/2017, de 4 de julio, sin embargo, ha considerado válida la atribución al Consejo Audiovisual de Cataluña de potestades sancionadoras y de policía que afectan a las libertades de expresión e información del artículo 20 CE. Es probable que esta solución se viera condicionada por los motivos sobre los que los recurrentes basaron la impugnación de las disposiciones legislativas enjuiciadas. Éstos esgrimían que la suspensión cautelar de las emisiones y las sanciones de cese temporal o definitivo de los servicios audiovisuales eran inconstitucionales, toda vez que el legislador catalán permitía que fueran adoptadas sin la intervención judicial exigida para el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información (art. 20.5 CE).

 

El Tribunal Constitucional advierte que «el enfoque del recurso no es acertado», pues «la característica esencial de la censura previa, prohibida en el artículo 20.2 CE, es que se trata de un control previo o ex ante de contenidos», mientras que las potestades administrativas cuestionadas constituyen controles ex post.

 

El Tribunal añade que tampoco cabe «apreciar el efecto disuasorio del ejercicio del derecho que aducen los recurrentes en los preceptos impugnados, puesto que nos encontramos ante la previsión de una serie de medidas legales tendentes a asegurar la plena eficacia del derecho a la libertad de expresión e información… no ya sólo desde la perspectiva activa de aquellos que expresan una opinión o aquellos que emiten información, sino desde la perspectiva pasiva y colectiva del derecho… las medidas cautelares cuya regulación se impugna están previstas, precisamente, para aquellos supuestos en los que se verifique un ataque contra ese pluralismo o contra los derechos fundamentales; ataque que, por su urgencia… requiere de una intervención inmediata y cautelar para impedir la producción de un perjuicio irreparable». La argumentación es desafortunada. En primer lugar, porque el hecho de que las medidas cuestionadas persigan un fin legítimo no quita que puedan producir el referido efecto disuasorio y resultar desproporcionadas. En segundo lugar, lo que aquí se cuestiona no es la utilidad de tales medidas para lograr ese fin, sino la necesidad de que la competencia para adoptarlas se entregue a la Administración, en lugar de a los jueces. En tercer lugar, el argumento de la urgencia vale para la adopción de medidas cautelares, pero no para la imposición de sanciones. Por último, no es en absoluto evidente que los Tribunales sean incapaces de adoptar medidas cautelares en esta materia con la rapidez requerida.

 

Por suerte o por desgracia, es probable que el Tribunal Constitucional tenga más oportunidades de pronunciarse sobre la cuestión aquí planteada. Esperemos que sus decisiones vengan precedidas de un análisis más directo, cuidadoso y certero que el efectuado en la citada Sentencia. Por Gabriel Doménech Pascual

 Contenido curado por César Heras (Social Media) HERAS ABOGADOS BILBAO S.L.P.

jueves, 28 de junio de 2018

VALOR INMUEBLES IMPUESTO TRANSMISIONES


 

 
El método de comprobación consistente en la estimación por referencia a valores catastrales, multiplicados por índices o coeficientes (artículo 57.1.b) de la Ley General Tributaria) no es idóneo Sentencia del  Tribunal Suprermo Sala de lo Contencioso-Administrativo de fecha 23/05/2018:

 
A.- La primera cuestión consiste en "determinar si la aplicación de un método de comprobación del valor real de transmisión de un inmueble urbano consistente en aplicar de un coeficiente multiplicador sobre el valor catastral asignado al mismo, para comprobar el valor declarado a efectos del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados, permite a la Administración tributaria invertir la carga de la prueba, obligando al interesado a probar que el valor comprobado obtenido no se corresponde con el valor real":

 

1) El método de comprobación consistente en la estimación por referencia a valores catastrales, multiplicados por índices o coeficientes ( artículo 57.1.b) LGT ) no es idóneo, por su generalidad y falta de relación con el bien concreto de cuya estimación se trata, para la valoración de bienes inmuebles en aquellos impuestos en que la base imponible viene determinada legalmente por su valor real, salvo que tal método se complemente con la realización de una actividad estrictamente comprobadora directamente relacionada con el inmueble singular que se someta a avalúo.

 

2) La aplicación del método de comprobación establecido en el artículo 57.1.b) LGT no dota a la Administración de una presunción reforzada de veracidad y acierto de los valores incluidos en los coeficientes, figuren en disposiciones generales o no.

 

3) La aplicación de tal método para rectificar el valor declarado por el contribuyente exige que la Administración exprese motivadamente las razones por las que, a su juicio, tal valor declarado no se corresponde con el valor real, sin que baste para justificar el inicio de la comprobación la mera discordancia con los valores o coeficientes generales publicados por los que se multiplica el valor catastral.

 

 4) El interesado no está legalmente obligado a acreditar que el valor que figura en la declaración o autoliquidación del impuesto coincide con el valor real, siendo la Administración la que debe probar esa falta de coincidencia.

 

B.- La segunda cuestión se formula así: "determinar si, en caso de no estar conforme, el interesado puede utilizar cualquier medio de prueba admitido en Derecho o resulta obligado a promover una tasación pericial contradictoria para desvirtuar el valor real comprobado por la Administración tributaria a través del expresado método, habida cuenta de que es el medio específicamente regulado para cuestionar el valor comprobado por la Administración tributaria en caso de discrepancia":

 

1) La tasación pericial contradictoria no es una carga del interesado para desvirtuar las conclusiones del acto de liquidación en que se aplican los mencionados coeficientes sobre el valor catastral, sino que su utilización es meramente potestativa.

 

2) Para oponerse a la valoración del bien derivada de la comprobación de la Administración basada en el medio consistente en los valores catastrales multiplicados por índices o coeficientes, el interesado puede valerse de cualquier medio admisible en derecho, debiendo tenerse en cuenta lo respondido en la pregunta anterior sobre la carga de la prueba.

 

3) En el seno del proceso judicial contra el acto de valoración o contra la liquidación derivada de aquél el interesado puede valerse de cualesquiera medios de prueba admisibles en Derecho, hayan sido o no propuestos o practicados en la obligatoria vía impugnatoria previa.

 

4) La decisión del Tribunal de instancia que considera que el valor declarado por el interesado se ajusta al valor real, o lo hace en mayor medida que el establecido por la Administración, constituye una cuestión de apreciación probatoria que no puede ser revisada en el recurso de casación.

 

 
Contenido curado por César Heras Izquierdo (Social Media) HERAS ABOGADOS BILBAO S.L.P.

 

miércoles, 27 de junio de 2018

EL TS CONDENA A DOS ENTIDADES DE INTERMEDIACIÓN FINANCIERA POR PUBLICIDAD ENGAÑOSA


 

En su sentencia 368/2018, de 19 de junio, la Sala Primera del Tribunal Supremo ha estimado el recurso de casación interpuesto por Ausbanc Consumo contra la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla que había descartado que un anuncio de la entidad de intermediación financiera Credit Services S.A. integrara un supuesto de publicidad ilícita.

 

El anuncio en cuestión, publicado en prensa escrita, contenía el nombre comercial de la entidad y tres referencias («Hipoteca 100% Sin avales.- Sin estar fijo», «Préstamos personales. Rápidos. Casi sin papeleo» y «Reunificación de deudas. Hasta 50% de ahorro mensual»), seguidas de la dirección y del teléfono de la empresa, que aparecía en caracteres destacados. La Audiencia había considerado que el carácter esquemático del anuncio y la falta de información concreta sobre los productos ofertados lo hacían inhábil para inducir a error o modificar el comportamiento económico del consumidor.  Sin embargo, la Sala Primera entiende que se ha vulnerado la normativa general sobre publicidad y la específica sobre publicidad financiera. La limitación del espacio publicitario, lejos de amparar formulaciones ambiguas o genéricas, impone a la empresa anunciante un claro deber de precisión sobre lo que es objeto de anuncio, aunque sea de un modo esquemático. En el anuncio en cuestión, el carácter ilícito de la publicidad en la doble vertiente exigida por la norma (aptitud del mensaje publicitario para inducir al error e idoneidad para afectar al comportamiento económico de sus destinatarios) se produce porque la ambigüedad calculada del mensaje, con una clara inobservancia de ese deber de precisión en sus referencias genéricas e indeterminadas, silencia datos fundamentales de los productos y servicios ofertados e induce a error a los destinatarios, por la falta de transparencia en la comunicación de los datos fundamentales necesarios para que los clientes puedan adoptar un comportamiento económico correcto. Así, el tenor de las expresiones utilizadas en el anuncio, sin ninguna referencia a la actividad de mera intermediación financiera del anunciante, induce a pensar que se trata de una entidad bancaria que presta directamente los productos y servicios ofertados; todo ello en un contexto de clara facilidad y automatismo: «sin avales», «sin estar fijo», «rápidos» y «casi sin papeleo».

 

En esta línea, además, el mensaje publicitario omite cualquier información o precisión mínima tanto sobre las condiciones económicas y jurídicas de los productos y servicios ofertados, como de los correspondientes gastos que puedan comportar dichos productos y servicios. Y cuando lo hace, con referencia al ahorro mensual en la reunificación de deudas, «hasta 50% de ahorro mensual», lo realiza sin precisión alguna acerca del aumento del período de amortización del crédito. Se infringen, además, las exigencias de información sobre la tasa anual equivalente (TAE) en las ofertas de préstamo hipotecario, así como de los gastos relacionados con la agrupación de distintos créditos en uno solo. Esa ambigüedad calculada para despertar el inmediato interés de los destinatarios tiene la finalidad de conducirles a entrar en contacto directo con la entidad anunciante a través de una práctica especialmente idónea para una contratación rápida, de ahí el resalte con el que se anuncia el teléfono de la entidad.

 

Como consecuencia de la estimación del recurso de casación, la sentencia condena a Credit Service S.A y a Credit Service Sevilla 2 a la cesación de la publicidad cuestionada y a la que presente iguales características, así como a su no reiteración en el futuro. Las empresas demandadas deberán publicar un resumen del fallo por un período no inferior a un mes en el diario en el que se insertó en su día el anuncio, así como en los tablones de anuncios de las delegaciones y oficinas de Credit Services, S.A. y en su página web. La sala rechaza otras medidas solicitadas por Ausbanc Consumo, por resultar innecesarias para el conocimiento y difusión de la sentencia o por ser propias de la fase de ejecución de dicha sentencia.

 

Contenido curado por César Heras (Social Media) HERAS ABOGADOS BILBAO S.L.P.

martes, 26 de junio de 2018


HIPERTROFIA DE LA CALIFICACIÓN MERCANTIL

 


 

Introducción

 

La ideología hipotecarista, entendida como la aplicación de los principios del derecho hipotecario al Registro Mercantil, ha invadido completamente las normas reguladoras del mismo y ha provocado que el Registrador efectúe un control de regularidad de (i) todos los acuerdos societarios inscribibles y (ii) todas las cláusulas estatutarias de las sociedades. Todo esto a pesar de ser éste un Registro de sujetos (patrimonios) y de poderes para vincular a esos sujetos, y no un Registro de derechos, como lo es el Registro de la Propiedad. Con ello se ha provocado no sólo un control de la regularidad de los poderes para vincular patrimonios separado sino un control de la regularidad de todos los pactos societarios, -ya que los estatutos sociales de todas las sociedades anónimas y limitadas han de inscribirse en el Registro como han de inscribirse las modificaciones estatutarias correspondientes- y de todos los actos de ejecución del contrato de sociedad lo que restringe indebida e innecesariamente la libertad contractual. Sería preferible que los estatutos se depositaran, no fueran calificados y se dejara a los jueces las disputas sobre su validez o nulidad como se hace con el resto de contratos.

 

Del mismo modo, esa aplicación de la ideología hipotecarista, produce situaciones ridículas, como que no se inscriba una cláusula estatutaria ¡por ser contraria a los estatutos sociales! O sea, no por ser ilegal sino por ser contraria a lo dispuesto en un contrato. También es ridículo que, sobre la base de un excesivo control “de legalidad” no se inscriban acuerdos adoptados en la junta de una sociedad limitada porque en el orden del día no se incluyeran todos los asuntos interesados por el socio minoritario solicitante de su convocatoria.

 

Tal ideología debe ser abandonada. No sólo está costando millones a los españoles sin reportarles beneficio alguno. Además, genera inseguridad jurídica respecto del estatuto jurídico de los acuerdos “irregulares” cuya inscripción se rechaza y vulnera en algunos aspectos la Directiva 2017/1132. En fin, no se corresponde con los principios generales de nuestro Derecho Privado ya que, como recordara Cabanas, limita la autonomía privada y la libertad de autoorganización de las sociedades con escasa justificación.

 

En definitiva, la ideología hipotecarista, aplicada al Derecho de Sociedades, carece de apoyo en la Ley. Que el único efecto de su aplicación registral sea la no inscripción no la hace más legítima. Hay tres tipos de argumentos para justificar esta posición.

El sentido y función del Registro Mercantil.

 

Debería ser obvio que la calificación negativa de un acuerdo social o de una cláusula estatutaria por el Registrador no nos dice nada, en principio, acerca de la validez de dicho acto o negocio jurídico. Los actos y negocios jurídicos son válidos si cumplen los requisitos de los artículos 1261 ss CC, no si cumplen los requisitos del Registro Mercantil interpretados por el Registro y la Dirección General. El efecto de la calificación negativa es la no inscripción, lo que impide que entre en juego la publicidad registral. No es un efecto menor. Es, de por sí, grave y perturbador porque afecta a la función fundamental del Registro Mercantil: determinar qué patrimonios quedan vinculados por la actuación de un sujeto. Si las cláusulas estatutarias o los actos societarios que afectan a esta cuestión no se inscriben, el tráfico puede verse perturbado. Pero el problema es más grave porque, al extenderse la calificación a todas las cláusulas estatutarias y a buena parte de los actos jurídicos de los órganos sociales y al considerarse que algunos de éstos requieren de la inscripción en el Registro para ser eficaces, la calificación negativa – por razones de “irregularidad”, que no de nulidad – impide que el acto o negocio jurídico produzca todos sus efectos. En fin, los actos inscribibles que no se inscriben plantean problemas respecto a la interpretación de la voluntad de los socios: ¿Hay que entender que los socios revocan tácitamente los acuerdos de cuya inscripción se desiste o sobre los que se autoriza la inscripción parcial?

 

Consecuentemente, la no inscripción de los acuerdos irregulares en el Registro Mercantil genera inseguridad jurídica y constituye un efecto desfavorable desproporcionado para los particulares que carece de cualquier justificación razonable en la necesidad de proteger intereses de terceros y que se imponen a los particulares en circunstancias incompatibles con la tutela judicial efectiva de los derechos (por la Administración, en un procedimiento que no cumple con las reglas de los procedimientos administrativos en términos de defensa como demuestra el caso de las sociedades profesionales que no se han adaptado a la nueva ley).

 

En segundo lugar, el Registro Mercantil se configura actualmente, de forma errónea, como un sistema que recoge información útil para los que invierten en los mercados financieros. Esta función no es la que le ha correspondido históricamente ni es la que debería corresponderle en el siglo XXI. Históricamente, el Registro pasó de ser la matrícula de los comerciantes que formaban parte del consulado (de la corporación mercantil) a tener la modesta función – tras la Codificación – de identificar los patrimonios responsables de las actividades empresariales y a los que podían vincular tales patrimonios en el tráfico mercantil. Alemania es culpable de que el Registro mercantil, en toda Europa, sea una institución al servicio de los mercados de capitales cuando sólo una ínfima parte de los sujetos inscritos apelan al ahorro público. Resulta chocante e inconstitucional que las sociedades anónimas y limitadas cerradas, que tienen un marcado carácter contractual y cuyas acciones o participaciones no se intercambian en mercados anónimos estén sometidas a un control administrativo tan intenso como el que deriva de la “larga mano” del Registro Mercantil.

Evolución legislativa del art. 18.2 Código de Comercio.

 

El control de legalidad por parte del registrador que recoge el actual art. 18.2 C de c tiene su origen en el Reglamento del Registro Mercantil de 1919, que aplicó por analogía los principios de la legislación hipotecaria a pesar de que, como señalara Garrigues, las facultades del registrador mercantil son mucho más restringidas que las del registrador de la propiedad. Esta confusión apenas tuvo trascendencia hasta la Ley de Sociedades Anónimas de 1951. La inclusión de numerosas normas imperativas en esta ley y la trascendencia de la inscripción debida al carácter constitutivo de la inscripción de las sociedades anónimas dio una relevancia extraordinaria a la función calificadora. Hasta tal punto se salieron de madre las cosas que el gobierno se vio obligado a dictar el Decreto de 29 de febrero de 1952 y disponer en su artículo 3 que el registrador debía enjuiciar sólo “la legalidad del contenido de los documentos”, convirtiéndose así en el antecedente directo del control de legalidad del art. 18.2 C de c.

 

En todo caso, de la interpretación de los antecedentes históricos y de las normas legales, resulta la conclusión de que el art. 18.2 del Código de Comercio debe interpretarse en el sentido de que la calificación registral de los acuerdos sociales inscribibles se limita a asegurar (i) la “autenticidad” de los poderes y actos de las sociedades que se inscriben en el registro – que han sido producto de la voluntad de los órganos sociales –; (ii) el cumplimiento de los requisitos de forma (titulación pública) y (iii) que no accedan al Registro cláusulas estatutarias en sentido amplio o actos jurídicos de las sociedades inscritas que quepa considerar como nulos de pleno derecho. Dado que el control registral supone una injerencia administrativa en la autonomía privada y en la libertad contractual y de empresa, el art. 18.2 C de c no puede interpretarse extensivamente ni extender el control registral a la garantía de la “regularidad” de los actos, acuerdos y contratos de sociedad.

La distinción entre los acuerdos irregulares y los acuerdos nulos de pleno derecho

 

La reforma de la Ley de Sociedades de Capital de 2014, a través de la Ley 31/2014, eliminó la distinción entre acuerdos nulos y anulables a efectos de su impugnación, pero un examen cuidadoso de los artículos 204, 205 y 206 LSC permite afirmar que, tras la reforma, la distinción relevante es la que debe hacerse entre actos y acuerdos nulos de pleno derecho y actos y acuerdos irregulares.

 

Son nulos de pleno derecho los que no reúnen los requisitos mínimos para ser considerados válidos y los que sobrepasan los límites de la autonomía privada (1255 CC). En estos, la acción de impugnación busca que se declare su nulidad, por lo que no prescribe ni caduca (205 LSC) y cualquiera está legitimado para interponerla (206 LSC). Es por ello que debe ser apreciada de oficio por cualquier órgano judicial o administrativo y, por tanto, objeto de calificación registral para denegar la inscripción. Al Registro no pueden acceder actos y contratos nulos de pleno derecho.

 

Son actos y negocios irregulares, en los términos del art. 204 LSC, los “contrarios a la Ley, (que) se opongan a los estatutos… o lesionen el interés social”. La irregularidad consiste así en que su adopción por el órgano social supone un incumplimiento del contrato de sociedad. Estos acuerdos, en caso de que los legitimados ejerciten el derecho subjetivo que supone ejercitar la acción de impugnación, podrán ser anulados por un juez. Entretanto, son válidos y deben ser inscritos en el Registro mercantil lo que excluye la calificación registral. Una prueba irrefutable es que, incluso el juez, está obligado por la Ley a desestimar la demanda por la que se impugna un acuerdo social si se dan los requisitos de aplicación de la doctrina de la irrelevancia, esto es, si la irregularidad detectada carece de importancia o, cuando la irregularidad afecta a los votos, si el acuerdo social es “resistente” a dicha irregularidad.

En conclusión

 

El control de legalidad al que se refiere el art. 18.2 C de c no puede extenderse y convertirse en un control de la regularidad del acuerdo entendido como control del cumplimiento del contrato de sociedad del que surge una sociedad anónima o limitada. El control de validez se refiere solo a si se han desbordado los límites de la autonomía privada, lo que únicamente ocurre en aquellos casos que los citados acuerdos sean nulos de pleno derecho. Ni siquiera cuando las irregularidades afectan al núcleo de la finalidad del Registro (identificar a las personas jurídicas societarias en el tráfico; determinar quién puede obligar al patrimonio social en el tráfico – administradores – y establecer la cifra del capital social como garantía de los acreedores) es necesario, para proteger el tráfico, que los registradores hagan un control de la regularidad de los acuerdos sociales correspondientes. ¿Cuál es la razón? Que el legislador ha dispuesto normas sustantivas que protegen a los terceros frente a esas irregularidades a través de las doctrinas de la apariencia, de los administradores de hecho y de la ilimitabilidad del poder (art. 234 LSC); de los principios registrales, en particular de la previsión del art. 20.2 C de c según la cual, los terceros de buena fe que hubieran confiado en el contenido del Registro quedan protegidos aunque se declare a posteriori la nulidad o inexactitud de lo inscrito; y, en fin, de las normas de responsabilidad de los socios y de los administradores sobre la íntegra formación y conservación del capital (arts. 58 ss LSC; arts 363.1 e) y 367 LSC etc).

 

De este modo, la función del registrador con los acuerdos irregulares debe consistir en la mera comprobación de que no son nulos de pleno derecho y que son “existentes”, y no en comprobar que han sido regularmente adoptados. En caso contrario, estarían asumiendo funciones que el legislador ha atribuido en exclusiva al juez por buenas razones: el juez actúa sólo a instancia del titular de un derecho subjetivo – a diferencia del registrador que actúa de oficio – y decide tras un proceso contradictorio. Es obvio que el Registrador carece de estas cualidades cuando califica los acuerdos que se pretenden inscribir. por Jesus Alfaro

 

 

 

Contenido curado por César Heras (Social Media) HERAS ABOGADOS BILBAO S.L.P.

lunes, 25 de junio de 2018

EL PRESIDENTE DEL TS Y DEL CGPJ ADVIERTE DEL COLAPSO JUDICIAL Y ABOGA POR UNA GRAN REFORMA


 

 

El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, ha advertido de la situación de “colapso” de muchos de los órganos judiciales españoles y ha urgido a “abordar las grandes reformas estructurales de nuestra Justicia, que siempre, por unos motivos u otros, acaban postergadas”.

 

“Mientras no se lleve a cabo una gran reforma organizativa de la Administración de Justicia, difícilmente serán superables las actuales ineficiencias que impiden que los grandes indicadores de asuntos pendientes, tasas de resolución o tiempos medios de respuesta experimenten mejoras significativas”, ha señalado Lesmes durante su comparecencia en la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados.

 

El presidente del Poder Judicial, que ha dado cuenta del estado, funcionamiento y actividad de los Juzgados y Tribunales con datos actualizados a 31 de diciembre de 2017, ha afirmado que el sistema de Justicia, “al menos en cuanto a la capacidad global para absorber con agilidad la carga de trabajo que entra, no ha experimentado grandes mejoras en los últimos años”.

 

“Nuestra litigiosidad sigue siendo elevada si la comparamos con la de los países de nuestro entorno, y aunque nuestros jueces, gracias a su esfuerzo, llevaban varios años siendo capaces, a nivel global, de resolver más asuntos de los que ingresaban, esta es una situación difícilmente sostenible en el tiempo”, ha señalado.

 

Lesmes también ha considerado “difícilmente soportables” las situaciones de colapso de buena parte de los órganos judiciales y ha recordado que, según un estudio realizado por el Servicio de Inspección del CGPJ, “casi el 60 por ciento de nuestros Juzgados se encuentran claramente sobrecargados”, mientras que otros no alcanzan la carga de trabajo fijada como asumible.

 

“Esta situación de colapso en muchos órganos y, en todo caso, de desequilibrio en el conjunto del sistema, si se mantiene prolongadamente en el tiempo, puede provocar que el propio sistema se resienta, como de hecho puede estar ocurriendo”, ha concluido.

Reformas pendientes

 

Ante esta situación, el presidente del TS y del CGPJ ha subrayado que “sigue estando pendiente la gran reforma organizativa de nuestra Justicia”, que debería ir acompañada de la modernización de ciertos aspectos de la legislación procesal, “muy especialmente en el orden penal”.

 

“Sigue estando pendiente, sin perjuicio de la introducción de reformas parciales de cuya utilidad no dudo, la reforma global y definitiva de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal. Es necesario estudiar el modelo en su conjunto, modernizar la investigación penal, estableciendo un nuevo diseño de enjuiciamiento criminal que conjugue adecuadamente, como en otros modelos de Derecho comparado, las garantías procesales con la celeridad”, ha dicho.

 

Lesmes también ha abogado por “seguir avanzando en la plena implantación de la digitalización de nuestra Justicia”, corrigiendo las deficiencias detectadas, y ha pedido no olvidar “la dotación de medios”.

 

“Hay que invertir en Justicia, y hacerlo de manera suficiente y con una adecuada planificación, aunando y coordinando esfuerzos entre las distintas Administraciones implicadas”, ha añadido.

Independencia judicial

 

El presidente del TS y del CGPJ ha señalado durante su intervención en el Congreso que “distintos acontecimientos han exigido del Consejo que, hasta en ocho ocasiones en los últimos nueve meses, haya hecho públicos comunicados o declaraciones institucionales exigiendo respeto por el principio de independencia de los jueces y recordando que se trata de una de las garantías más básicas que el Estado de Derecho proporciona a la propia sociedad”.

 

Además, el órgano de gobierno de los jueces ha estimado durante este mandato varias solicitudes de amparo elevadas por miembros de la Carrera Judicial, “una vez constatado que se estaban produciendo circunstancias que perturbaban gravemente el ejercicio independiente de la función jurisdiccional”.

 

Por todo ello, Lesmes ha instado a “prestar la máxima atención, siempre, a los principios de colaboración, respeto y lealtad institucional” y ha subrayado que “en nada y a nadie ayudan actitudes tendentes a desacreditar ante la sociedad la legitimidad de nuestras instituciones, pues la fortaleza de éstas está directamente vinculada con el progreso y la convivencia pacífica”.

 

“Así lo creemos en el máximo órgano de gobierno del Poder Judicial y así lo hemos expresado públicamente siempre que ha sido necesario. Un Poder Judicial que ha dado y está dando sobradas muestras de independencia y de responsabilidad a la hora de dar respuesta a los retos a los que se enfrenta nuestro Estado de Derecho”, ha concluido.

Mejorar las condiciones de trabajo de los jueces

 

El presidente del TS y del CGPJ también ha dicho ante los miembros de la Comisión de Justicia que es necesario “prestar la debida atención a las legítimas reivindicaciones que en estos momentos están reclamando los miembros de la Carrera Judicial” y que les llevaron recientemente a convocar una jornada de paro.

 

“Hay que mejorar, en la medida de lo posible, sus condiciones de trabajo y responder adecuadamente a la especial dificultad que entraña su labor, pues con ello estaremos favoreciendo la calidad de un servicio que es pieza fundamental para el funcionamiento del Estado de Derecho”, ha afirmado Lesmes, que ha citado, entre otras reivindicaciones, las retributivas y las relativas a la protección social, las cargas de trabajo o los medios materiales.

 

También ha hecho referencia a los permisos y licencias, recordando que se encuentra en tramitación en el Congreso un proyecto que restituye a los jueces los derechos perdidos en ese ámbito y confiando en que salga adelante “porque, simplemente, es lo justo”.

 

Por último, el presidente del Poder Judicial ha abogado por establecer un nuevo diseño de la Carrera Judicial –que deberá ser recogido por la Ley Orgánica del Poder Judicial- que favorezca y premie de manera real “la formación, la especialización y la excelencia, objetivando claramente los méritos que den acceso a las altas instancias judiciales y a los puestos gubernativos”.

Renovación del CGPJ

 

Carlos Lesmes ha anunciado que en unas semanas se activará el mecanismo que establece la Ley Orgánica del Poder Judicial para proceder a la renovación de los veinte vocales que integran el órgano, quienes, una vez nombrados, habrán de elegir un nuevo presidente.

 

“La renovación de las instituciones, señorías, es necesaria. Por ello confiamos en que el proceso de renovación del máximo órgano de gobierno del Poder Judicial, proceso del que son protagonistas, precisamente, las Cortes Generales, se desarrolle con absoluta normalidad y dentro de los plazos establecidos por la ley”, ha dicho el presidente del TS y del CGPJ ante los diputados que integran la Comisión de Justicia.

 

Ante la finalización el próximo mes de diciembre del mandato del actual Consejo, Lesmes ha hecho balance de las actuaciones desarrolladas para tratar de alcanzar los objetivos que trasladó a la Cámara en su primera comparecencia tras asumir el cargo.

 

Así, ha señalado que el CGPJ se ha convertido en un referente en materia de transparencia, recibiendo por ello el reconocimiento del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno o del Consejo General de la Abogacía; y que ha cumplido con el mandato de austeridad que debe regir el funcionamiento de todas las instituciones públicas, como prueba la reducción de su presupuesto en el periodo 2013-2018 en un 8,21 por ciento –disminución que ha superado el 40 por ciento en las partidas destinadas a altos cargos-.

 

El presidente del TS y del CGPJ también ha recordado que el actual Consejo ha favorecido que el contacto con los miembros de la Carrera Judicial y con las asociaciones profesionales sea lo más directo y frecuente posible, manteniendo él mismo encuentros directos con más de 1.500 jueces y magistrados; y ha destacado el trabajo realizado en materia de protección social, con la puesta en marcha del primer Plan de Prevención de Riesgos Laborales de la Carrera Judicial; o la regularización de la situación de los casi 400 jueces –el 8 por ciento del total- que al inicio de su mandato se encontraban en expectativa de destino.

 

Lesmes ha hecho referencia asimismo a iniciativas como la creación de la Unidad de Apoyo para Causas por Corrupción (UACC), que en algo más de tres años de funcionamiento ha tramitado decenas de medidas de apoyo a los jueces y magistrados que investigan delitos de corrupción; al impulso dado a la formación de los miembros de la Carrera Judicial, especialmente en materias como la violencia de género, menores, cooperación internacional o discapacidad; o a que, por primera vez, los jueces españoles cuenten con un código ético propio –denominado “Principios de Ética Judicial”- en cuya elaboración participaron las asociaciones judiciales, miembros no asociados de la judicatura, expertos y representantes de los Tribunal Superior de Justicia.

 

Estos avances se han conseguido “gracias a la implicación y entrega demostradas por los vocales del Consejo, a quienes es justo agradecer el trabajo realizado”, ha dicho el presidente del Poder Judicial, que ha subrayado el alto nivel de acuerdo y consenso que ha existido en la institución, como demuestra que el 79 por ciento de los 1.202 acuerdos adoptados por el Pleno desde diciembre de 2013 lo hayan sido por unanimidad o asentimiento o que el 92 por ciento de los 216 nombramientos discrecionales efectuados hasta la fecha lo fueran por unanimidad o mayoría cualificada.

 

 

Contenido curado por César Heras( Social Media) HERAS ABOGADOS BILBAO S.L.P.

viernes, 22 de junio de 2018

LA HONRADEZ FISCAL EN EL MUNDO PROFESIONAL


 

 
 

¿Alguien cree que actúa honradamente quien evita pagar aquello a que está obligado?”

 

El art. 31.1 de la Constitución española prevé un sistema tributario justo, inspirado en los principios de igualdad y progresividad en el que ha de participar toda la ciudadanía contribuyendo al sostenimiento del gasto público de acuerdo con cada capacidad económica, lo que permite afirmar la existencia de un interés genérico que hay que tutelar cifrado en el correcto funcionamiento de la Administración Pública en el ámbito de los ingresos y gastos públicos.

 

Para concretar la tutela de este interés el legislador prevé infracciones tributarias y delitos directamente dirigidos a sancionar la lesión del patrimonio público (entendido desde una óptica funcional) y, vinculada a él, la función de los tributos.

 

El denominado delito fiscal del art. 305 describe una conducta que refiere una infracción administrativa a la que se le añade un plus de defraudación y un plus de superación de determinada cantidad. En este sentido, el mero impago de lo que se debe a las Haciendas Públicas no es delito: ni lo es impagar quebrando el deber jurídico de pago, como dirán algunos, ni lo es incumplir las obligaciones tributarias. Lo es impagar o incumplir a través de una maniobra defraudatoria que impida conocer a las Haciendas la situación concreta que obliga a tributar. Ya sea falseando datos fiscalmente relevantes ya ocultando hechos imponibles.

 

Como señala la STC 120/2005, la noción de fraude contiene los conceptos de simulación y engaño. Y, en este sentido, defraudar no es (no es sólo) perjudicar el patrimonio de las Haciendas Públicas, no es (no es sólo) infringir un deber jurídico de pago; es engañar, desarrollando un comportamiento idóneo para perjudicar los intereses patrimoniales de la Administración. No basta con comprobar la existencia del perjuicio, que puede concurrir sin que el mismo sea imputable, o no sólo, al obligado tributario. Hay que comprobar dicho engaño, hay que comprobar la simulación, la falsedad, la mentira, como parte del tipo objetivo y la vinculación a ella de un perjuicio patrimonial a la Hacienda afectada.

 

Que se puede defraudar por acción es evidente. Basta con alterar datos fiscales, con falsear conceptos tributarios. La cuestión de la omisión ha sido más controvertida.

 

Por supuesto, puede cometerse el delito no declarando. Sin duda. Ahora bien, ni la falta de presentación de declaraciones obligatorias conlleva automáticamente la existencia del delito (no cuando la Administración es o puede ser perfectamente conocedora del hecho imponible) ni la mera presentación de las declaraciones o autoliquidaciones que corresponda excluye la defraudación si ésta queda acreditada por otros hechos. En ese sentido, y en relación implícita con lo que ha de ser la omisión penalmente relevante, la propia normativa tributaria distingue entre la infracción del art. 192 LGT de no presentar declaración y la falta de ingreso del art. 191 LGT, infracción más grave. En el ámbito penal debe entenderse necesario algo más, la omisión defraudatoria, la simulación, la ocultación de la que se deriva el impago. En otros términos, una omisión que implique fraude (que sea idónea para defraudar): si es la falta de actuación del sujeto pasivo de la relación tributaria la que impide a los órganos tributarios conocer los hechos que fundamentan la obligación de tributar estaremos ante esa omisión relevante penalmente.

 

Cuándo se defrauda, y cuándo no, no es fácil de establecer. Pero sí hay ya jurisprudencia consolidada sobre los supuestos más controvertidos, en los que aquí no me puedo detener. Sí me gustaría simplemente recordar la STC 129/2008, de 27 de octubre, que afirma que el concepto de defraudación

 

“puede llegar a comprender la utilización de figuras jurídicas al margen de su finalidad propia y con causa en la elusión del pago de impuestos”

 

y concluye que

 

“la falta de lógica económica más allá de lo que pueda suponer el impago de tributos”

 

podría considerarse elemento de simulación, aceptando en estos casos un delito, en contra de la doctrina dominante.

 

En todo caso, que en su caso no exista delito, que no exista defraudación a efectos penales, no significa que no exista elusión, fraude o simulación relevantes tributariamente. Que no exista un ilícito (o sea algo no lícito, algo que está mal, algo que es reprochable) tributario.

 

En este contexto, ¿qué ocurre con quien crea una Sociedad ficticia, sin actividad económica alguna, sin inversión de capital, sin contratación de empleados, sin inventariable vinculado a la Sociedad, con la única finalidad de que se retribuya a la misma el salario a que como persona física tiene derecho por su trabajo una persona?

 

Ocurre  que no contribuye al sostenimiento del gasto público de acuerdo con su capacidad económica: porque lo que esa persona paga no es lo que pagan el resto de ciudadanos. Ocurre que es un infractor.

 

– Es que esto lo hacía (lo hace) la mayoría.

 

– ¿Y?

 

– Es que ha habido un cambio de criterio en la actuación inspectora de los órganos tributarios.

 

– ¿Y?

 

– Es que antes no se perseguían estas conductas.

 

¿Y? ¿Afecta esto en algo al desvalor de acción de la conducta?

 

– ¿Me puedo beneficiar de la existencia de una normativa tributaria pensada, entre otras cosas, para salvaguardar el patrimonio personal de los riesgos inherentes al desarrollo de un negocio, cuando tales riesgos en el caso concreto (en el que se desarrolla un simple trabajo por cuenta ajena) son inexistentes? Parece obvio que no.

 

– ¿Puedo contabilizar como gasto la casa, el coche, el servicio doméstico, las comidas de fin de semana, el viaje de vacaciones, etc., alegando que son gastos necesarios para el desarrollo de mi actividad (falsamente) societaria?

 

Parece obvio que no.

 

– Es que yo soy un simple periodista, que no sé de Derecho Fiscal.

 

¿Qué? ¿Qué tiene que ver esto con el derecho fiscal?

 

Tiene que ver con la voluntad de no pagar impuestos. Sin más. Norberto Javier De La Mata Barranco.

 

 

Contenido curado por César Heras (Social Media) HERAS ABOGADOS BILBAO S.L.P

 

 

 

jueves, 21 de junio de 2018

SOBRESEIMIENTO


 
 
 
(Procedimiento Penal) Acto por el cual un juzgado de instrucción, basándose en un motivo de derecho o en una insuficiencia de las pruebas, declara que no hay lugar a proseguir el procedimiento, es decir, a hacer que comparezca el inculpado ante una jurisdicción judicial.

 

Derecho Procesal

 

Según ANDRÉS DE LA OLIVA es en general una resolución que pone fin a un proceso sin pronunciamiento sobre el fondo (así v. gr., cuando hay desistimiento). En sentido estricto, sobreseimiento es, en el proceso penal la resolución judicial que, en forma de auto, puede dictar el juez después de la fase de instrucción, produciendo la terminación o la suspensión del proceso por faltar los elementos que permitirían la aplicación de la norma penal al caso, de modo que no tiene sentido entrar en la fase de juicio oral.

 

Se habla de sobreseimiento libre cuando del sumario resulta patente que o no se dio el hecho que en principio parecía existente y delictivo, o que se ha desvanecido su apariencia delictiva, o que sus autores actuaron exentos de responsabilidad, por lo que, en tal caso, se produce la terminación del proceso con efecto de cosa juzgada material en todo semejante al de una sentencia absolutoria sobre el fondo.

 

Se habla de sobreseimiento provisional cuando solamente existen dudas sobre la comisión del hecho o sobre su autoría, dando lugar a una mera suspensión del proceso, sin efecto de cosa juzgada material (arts. 634 y ss. L.E.Cr.).

 

En la L.E.C. de 2000 se recoge el sobreseimiento como modo de terminar anormalmente el proceso en diversos artículos (20.3, 25.2, 65.2, 413 a 415, 421 a 424, 517, 533, 545, 566, 640, 688, 695, 789 y 818).

 

Es la suspensión del procedimiento criminal que, si se funda en alguna de las siguientes tres causas, se denomina también sobreseimiento libre: cuando no existan indicios racionales de haberse perpetrado el hecho que hubiere dado motivo a la formación de la causa; cuando el hecho no sea constitutivo de delito; cuando aparezcan exentos de responsabilidad criminal los procesados como autores, cómplices o encubridores. Ahora bien, el sobreseimiento libre puede ser sobreseimiento total, en cuyo caso se manda archivar la causa, o sobreseimiento parcial, en cuyo caso se mandará abrir el juicio oral respecto de los procesados a quienes no favorezca. Procederá el sobreseimiento provisional cuando no resulte debidamente justificada la perpetración del delito que haya dado motivo a la formación de la causa, o cuando resulte del sumario haberse cometido un delito y no haya motivos suficientes para acusar a determinada o determinadas personas como autores, cómplices o encubridores. El sobreseimiento provisional puede ser también total o parcial; en todo caso el auto de sobreseimiento sólo es recurrible en casación.

 

Ley de Enjuiciamiento criminal, artículos 634 a 645.

 

Implica el cese de una instrucción sumarial y deja sin curso ulterior al proceso.

 

Acto por el cual el juez declara no haber lugar a la formación de causa (provisoria o definitivamente).

 

Mediante sobreseimiento, el estado de cosas debe retrotraerse al momento en que se hallaban al iniciarse el proceso o, en su caso, al tiempo de dictarse la prisión preventiva.

 

El sobreseimiento debe ser fundado, bajo pena de nulidad, no bastando la referencia abstracta, generalizada, de las constancias de autos o la referencia de tipo general, que tanto pueden servir para un caso como para otro, siendo menester una valoración concreta, por breve que sea, de la prueba y la o las conclusiones del juez.

 

Para sobreseer a un procesado con prisión preventiva no es necesario previamente revocar esta resolución, en tanto, por su naturaleza cautelar y provisoria, dicha medida no causa estado.

 

Los sobreseimientos deben recaer sobre hechos y no sobre calificaciones que puedan darse a un mismo acontecimiento.

 

En el derecho penal argentino, el sobreseimiento será definitivo o provisional, total o parcial.

 

Será definitivo: 1) cuando resulte con evidencia que el delito no ha sido perpetrado; 2) cuando el hecho probado no constituyere delito;

3) cuando aparecieren de un modo indudable exentos de responsabilidad criminal los procesados.

 

Será provisional: 1) cuando los medios de justificación, acumulados en el proceso, no sean suficientes para demostrar la perpetración del delito; 2) cuando, comprobado el hecho criminal, no aparezcan indicaciones o indicios bastantes para determinar a sus autores, cómplices o encubridores.

 

El sobreseimiento definitivo es irrevocable, dejando cerrado el juicio de una manera absoluta, respecto de los procesados a cuyo favor se decretare.

 

El sobreseimiento provisional deja el juicio abierto hasta la aparición de nuevos datos o comprobantes, salvo el caso de prescripción.

 

En los casos de sobreseimiento definitivo, deberá hacerse la declaración de que la formación del sumario, no perjudica el buen nombre y honor de los procesados.

 

Desistimiento de pretensión. | Abandono de propósito o empeño. | Cesación en el cumplimiento de una obligación; como el comerciante en sus pagos. | Suspensión del sumario o del plenario en el procedimiento criminal. | Terminación del carácter voluntario de la jurisdicción, con reserva de derechos a los interesados o conversión del caso en asunto de la jurisdicción contenciosa.

 

Contenido curado por César Heras (Social Media) HERAS ABOGADOS BILBAO S.L.P.