Por Jesús Alfaro Águila-Real (Almacén de Derecho)
En la inmensa mayoría de los estatutos de sociedades
anónimas y limitadas se encuentra una cláusula que limita la transmisibilidad
de sus acciones o participaciones a través del reconocimiento a los demás
socios – beneficiarios – o a la propia sociedad – normalmente con carácter
subsidiario respecto de los socios – de un derecho de adquisición preferente.
Esto significa que el socio que quiere vender sus acciones o participaciones (en adelante nos
referiremos a ambas con el término “acciones”) ha de preferir a sus consocios
frente al tercero que había elegido como comprador. “Ha de preferir”, es decir,
“está obligado a preferir”. El envés de tal obligación es el derecho de los
beneficiarios a “ser preferidos” como compradores de las acciones.
Los derechos de preferencia y el valor de las acciones
vinculadas
Perdices afirma que
“desde el punto de vista del obligado por el derecho de
adquisición preferente, el mismo sirve a su interés a la obtención del
contenido económico del bien objeto del pacto. El vendedor se asegura la
transmisión, obteniendo a cambio, sea del tercero o del titular del derecho de
adquisición preferente, el valor de realización del mismo. De ahí que la
restricción consistente en un derecho de adquisición no sea, en principio, un
obstáculo a la transmisión en general, sino que, al contrario, facilite que
aquélla se produzca”
Es cierto que el derecho de adquisición es menos restrictivo
de la libre transmisibilidad que la autorización, porque, al menos, el socio
que quiere vender sabe que podrá hacerlo porque la única forma que tienen los
beneficiarios de denegar la autorización al socio para vender sus acciones es
comprándolas ellos mismos. Pero eso no significa que los derechos de
adquisición preferente faciliten la transmisión de las acciones. Como se ha
aprendido con el estudio de las ofertas públicas de adquisición, la existencia
de un derecho de adquisición preferente retraerá a los potenciales compradores,
sobre todo, en el caso de objetos como acciones o participaciones que carecen de
un precio de mercado y que, por lo tanto, requieren del comprador invertir en
información sobre la empresa que las acciones representan. Nadie otorga un
derecho de adquisición preferente sobre un activo de su propiedad sin recibir
algo a cambio porque sabe que las probabilidades de que un tercero incurra en
esas inversiones y haga una oferta disminuyan. Es más, el “apetito” del tercero
constituirá una poderosa señal para el beneficiario del derecho de adquisición
preferente de que debe ejercitar su preferencia, sobre todo si el precio de
ejercicio (recogido en la cláusula estatutaria) es razonablemente inferior al
que podría ofrecer el tercero. Por tanto, el derecho de adquisición preferente
reduce el valor de las acciones porque desincentiva la presentación de ofertas
de adquisición de las mismas pero, dado que se incluyen voluntariamente en los
contratos de sociedad, hay que suponer que esa disminución de valor se ve más
que compensada por el aumento de valor que generan ¿Cómo? En forma de garantía
de que se mantendrá incólume el círculo de socios (no accederán terceros a la
sociedad que no sean aprobados por los socios actuales) y la estructura de
gobierno de la misma. El derecho de preferencia corrige, pues, una
externalidad, la que resulta del carácter libremente transmisible de las
acciones. Si las personas de los socios no son perfectamente fungibles (como
ocurre en una sociedad anónima cotizada de capital disperso), quién sea el
propietario afecta al valor de las acciones, de todas las acciones, porque
afecta al valor de la empresa. Tiene sentido que los socios de una sociedad
cerrada, en la que hay selección recíproca de los contratantes (intuitu
personae), incluyan un derecho de adquisición preferente. El resultado más
probable de su inclusión en los estatutos es que el interesado en adquirir
habrá de negociar con todos los socios y no solo con uno de ellos.
La naturaleza jurídica del derecho de adquisición preferente
Dice Perdices que hay dos explicaciones dogmáticas del
derecho de opción o de adquisición preferente: la que lo considera como un
precontrato condicionado a que el obligado por el derecho quiera vender
(condición potestativa) y la que considera que se trata de un contrato sometido
a una doble condición potestativa: que el obligado quiera vender y que el
beneficiario quiera comprar. Si el obligado quiere vender (a quien sea) y el
beneficiario quiere comprar, el obligado ha de vender al beneficiario. Ha de
preferirlo sobre cualquier otro posible comprador.
Perdices se deshace de la tesis del precontrato con la
navaja de Occam: es una construcción artificiosa e innecesaria. Dice que el
precontrato sólo sirve para explicar que una reglamentación contractual ya
pactada no entre en vigor inmediatamente, sino que se aplace en el tiempo y que
“para diferir en el tiempo los efectos de un contrato no es necesario hacer uso
del precontrato…” basta con configurar adecuadamente el contrato definitivo. Si
la jurisprudencia considera que un contrato preliminar o precontrato no existe
en abstracto, sino en concreto – de venta, de arrendamiento… – y hay “identidad
de forma, objeto, causa e incluso posibilidad de ejecución forzosa” entre el
precontrato y el contrato definitivo, ¿para qué nos sirve la categoría?
En consecuencia, un pacto de preferencia – que es como lo
llama Perdices – debe concebirse como
“un contrato definitivo aunque doblemente condicionado en su
efectividad… sometido a una doble condición potestativa: de un lado, la –
futura y eventual – voluntad de transmitir del vendedor y, de otro, aquella
voluntad – igualmente futura y eventual – de adquirir por parte del titular del
derecho de preferencia… cuando se pacta una cláusula de adquisición preferente
en unos estatutos, los socios sometidos a la misma están concluyendo un
contrato de compraventa… (con un)… nivel de vinculación… reducido dado el
carácter potestativo de las condiciones a que queda sometida su eficacia”
A diferencia, pues, de una opción de compra, el pacto de
preferencia requiere no sólo de la voluntad del beneficiario de comprar, sino
de la voluntad del obligado de vender. En el contrato de opción de compra, el
obligado ya ha consentido vender al otorgar la opción de compra y ha fijado un
precio tanto para la cosa como para el derecho de opción (v., por ejemplo, SAP
Barcelona 22-XI-2018 o SAP Barcelona 6-XI-2018)
La lógica de tal definición se aprecia – continúa Perdices –
con una simple aplicación de las normas sobre la condición suspensiva (no
confundir con las condiciones de cumplimiento u obligaciones).
“un sujeto que vende bajo condición suspensiva tiene la
obligación de no transmitir a otro; es decir, de preferir al comprador a la
hora de transmitir la titularidad. La peculiaridad del pacto de preferencia es,
entonces, la de configurar una compraventa en un modo tal que esa finalidad
secundaria o refleja se convierta en la finalidad primordial del negocio. La
obligación de preferir sería técnicamente un efecto reflejo, aunque de hecho
sea lo primero y derechamente buscado por las partes”
Es un pacto que genera obligaciones (la sujeción del
obligado a preferir) y derechos potestativos (la facultad del beneficiario a
adquirir si lo desea).
¿Algún problema con que se trate de una condición meramente
potestativa? (nada limita la libertad del obligado para vender o no vender)
Ninguno porque
“la ratio de la prohibición de la condición meramente
potestativa radica en que la misma supone la negación de toda vinculación
jurídica, así como la falta de una voluntad seria de obligarse (art. 1115 CC).
En consecuencia, si existen motivos serios y apreciables que representen un
justificado interés del obligado en virtud de los cuales se establece la
condición, la misma será ciertamente potestativa porque depende de su voluntad,
pero no meramente potestativa porque en esa voluntad concurren causas o motivos
bastantes de justificación”
Quizá es más exacto decir que no hay problema con las
condiciones meramente potestativas si no equivalen a dejar la validez o el
cumplimiento del contrato al arbitrio de una de las partes (art. 1256 CC). Lo
que repugna al Derecho no es que alguien quede obligado sólo si voluerit. Lo
que repugna es que él quede vinculado o no según su voluntad y la otra parte
quede incondicionalmente obligada.
En consecuencia, (y a diferencia de los derechos de opción),
los derechos de preferencia o adquisición preferente se otorgan habitualmente
en el marco de una relación contractual entre las partes más compleja como es
el caso de las sociedades anónimas o limitadas en los que las partes se
atribuyen recíprocamente el derecho de preferencia y, por tanto, todos son
obligados y beneficiarios de la preferencia o como es el caso de los contratos
de arrendamiento de inmuebles donde es la misma ley la que atribuye un derecho
de preferencia al arrendatario para el caso de que el arrendador quiera vender
el inmueble.
La doble dimensión del derecho de adquisición preferente
Lo más iluminador de la exposición de Perdices se refiere a
la doble dimensión del derecho de adquisición preferente desde la perspectiva
del beneficiario. En otras palabras ¿para qué le sirve a los demás socios tener
atribuido un derecho de adquisición preferente para el caso de que uno de sus
consocios quiera enajenar su parte en la sociedad? Dice que el mismo cubre dos
intereses del o de los beneficiarios: el interés en adquirir las acciones
(“adquisitivo”) y, negativamente, el interés en impedir que el obligado pueda
vender al tercero (“autorizativo”). La única forma que tiene el beneficiario de
denegar su autorización para que su consocio pueda vender a un tercero es
ejercitando su derecho de adquisición, es decir, comprando él mismo. Uno u otro
componente tienen más peso en los diferentes contextos en los que se despliegan
estos derechos. Así, dice Perdices,
“en la preferencia adquisitiva del arrendatario rústico
predomina la causa típica y el interés positivo del beneficiario a devenir
propietario. En la preferencia adquisitiva del condueño, sin embargo, ese
interés positivo ya no es tan claro (art. 1522 CC), como mucho menos lo es en
la del socio. En realidad, en sede societaria, el interés básico servido es el
negativo – evitar injerencias de extraños –
La interpretación restrictiva, los derechos subjetivos y la
regla de la mayoría
Así las cosas, deberíamos dejar de decir que las cláusulas
estatutarias correspondientes han de interpretarse restrictivamente porque –
odiosa sunt restringenda – derogan las reglas legales supletorias – libre
transmisibilidad de las acciones –. Esta conclusión es mal formalismo. Lo
primero es respetar la autonomía privada y las cláusulas estatutarias son
expresión de la autonomía privada (directa o indirecta – cuando se han aprobado
por mayoría -, pero expresión de la autonomía privada). El ejercicio por los
particulares de su autonomía no puede considerarse “odioso” y mucho menos
cuando los particulares se reconocen o atribuyen derechos recíprocamente.
Cuando los socios acuerdan atribuirse un derecho de adquisición preferente
respecto de un extraneus en el caso de que cualquiera de ellos quiera vender
sus acciones, el Derecho debe poner sus medios para auxiliar a los particulares
en la consecución de sus fines. Principio número uno de una Sociedad de Derecho
Privado en la terminología alemana (Privatrechtsgesellschaft). Los derechos derivados de un pacto no pueden
ser objeto de interpretación restrictiva. Y los derechos que derivan de un
pacto son, siempre, derechos obligatorios, es decir, cada derecho implica una
obligación a cargo de otro. No hay ejercicio más saliente de la propia libertad
que restringir su ejercicio voluntariamente. De manera que las cláusulas
estatutarias que limitan la transmisibilidad de las acciones no deben
interpretarse restrictivamente. Se interpretan de la misma forma y con arreglo
a los mismos cánones que cualesquiera otras cláusulas estatutarias. Así lo
exige, pues, el respeto a la autonomía privada que exige dar a la voluntad de
los socios toda la extensión que se deduzca de los términos empleados por ellos
en sus contratos. Que no se diga que en el ámbito del contrato de sociedad, la
regla mayoritaria obliga a no respetar con la misma amplitud las decisiones de
los particulares. Como explica Vanberg, la regla de la mayoría obliga a los que
aplican el derecho a ser muy cuidadosos con la delimitación de los bienes y
derechos que las partes de un contrato de sociedad han decidido “exponer”, esto
es, someter al régimen “constitucional” de los estatutos sociales y, entre
otras reglas y riesgos a la regla de la mayoría. La regla de la mayoría ha sido
consentida por los socios al constituir la sociedad anónima o limitada. Pero lo
ha sido con un ámbito de aplicación determinado. Sucede que, a menudo, no es
fácil delimitar dicho ámbito de aplicación de la regla de la mayoría pero tales
dificultades no deberían llevarnos al error de creer que los socios no han
consentido los acuerdos que se adoptan en las sociedades mediante un acuerdo
mayoritario.
En segundo lugar, los que defienden la interpretación
restrictiva de las cláusulas estatutarias confunden (la rosa) el nombre con (la
rosa) la cosa. Consideran que la introducción de una restricción de la
transmisibilidad en los estatutos sociales restringe los derechos de los
socios, lo que justifica la interpretación restrictiva cuando lo que ocurre es
que la introducción de una restricción a la transmisibilidad amplía los
derechos de los socios que la incluyen en los estatutos de su sociedad. Esto
debería ser obvio. En primer lugar, porque la introducción de la restricción es
voluntaria y nadie tira piedras contra su propio tejado. Si los socios la
aprueban es porque, como se ha explicado más arriba, ganan más con ella que lo
que pierden sin ella en los estatutos. Además, porque el contenido de las
restricciones – como se verá inmediatamente– consiste en atribuir derechos a
otros socios o a los socios uti universi cuando la beneficiaria de la
restricción es la sociedad.
En fin, la interpretación restrictiva de los pactos entre
particulares que se desvían de la regulación legal supletoria no puede
afirmarse sin examinar, previamente, el contenido de la regulación legal.
Cuando la regulación legal se aparta de la voluntad hipotética de las partes en
una situación de hecho determinada, las cláusulas contractuales o estatutarias
que derogan la norma legal supletoria debe interpretarse – no ya
restrictivamente sino – con el objetivo de dar a la cláusula un sentido que
abarque toda la extensión de su tenor literal. En el caso de las limitaciones a
la transmisibilidad, la regulación legal de la LSC no se corresponde con la
voluntad típica de los socios de una sociedad anónima cerrada ni con la de los
socios de una sociedad limitada por lo que si los socios se “molestan” en
derogar la regulación legal, no hay
ninguna razón para no dar a su voluntad el alcance y la extensión que se deriven
de las palabras que han utilizado para expresarse (art. 1281 CC).
El derecho de preferencia es un derecho subjetivo
En fin, hace bien Perdices en recordar que se trata de
“auténticos derechos subjetivos”:
“mientras la (cláusula estatutaria que somete la transmisión
a la) autorización se limita a someter a control las alteraciones del elemento
subjetivo de la sociedad, la adquisición preferente va más allá, concediendo a
su beneficiario un derecho subjetivo – el de adquisición de las participaciones
afectadas – Por eso no se habla de un <>
pero es general la expresión <>
Y si son derechos subjetivos, naturalmente, la modificación
de los estatutos para suprimir un derecho de adquisición preferente o para
modificarlo sustancialmente requerirá del consentimiento de todos los
beneficiarios del mismo.
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