Lo característico de las sociedades de estructura
corporativa es que la representación de la sociedad por los administradores se
denomina orgánica para distinguirla de la representación voluntaria. Las
diferencias de la representación orgánica con la representación legal o
voluntaria son grandes tanto en materia de titularidad del poder (el poder de
representación y las competencias corresponden y las ejerce el “órgano”, no las
personas físicas que forman parte del órgano; no hay dos voluntades, la del representante
y la del representado y, por tanto, no hay una voluntad que “otorgue el poder”
sino que éste deriva del nombramiento para ocupar el puesto en el órgano
representativo; los administradores no representan a los socios, sino a la
persona jurídica; su nombramiento es producto de un acuerdo social…) como
respecto de la limitabilidad del mismo por parte del principal o poderdante.
La disputa sobre la naturaleza jurídica de la representación
de sociedades se remite a la polémica entre Savigny y Gierke. Si la
personalidad jurídica de una sociedad de estructura corporativa implica que se
reconoce el derecho de los grupos de personas naturales a actuar en el tráfico
como un centro unificado de imputación (un patrimonio separado) y que ese
centro unificado se independiza de las personas físicas (de su patrimonio
personal) que, en cada momento, formen parte de la organización, es
imprescindible que el Derecho permita al centro unificado actuar en el tráfico
en su propio nombre, esto es, que atribuya a la persona jurídica capacidad de
obrar, lo que conduce a preferir la teoría orgánica sobre la teoría que concibe
a los administradores como mandatarios. Lo cual es coherente, además, con la
idea de que los órganos forman parte de la persona jurídica en el sentido de
que, a diferencia de un representante respecto de su principal, no es posible
concebir las personas jurídicas sin sus órganos. Para emitir declaraciones de
voluntad, esto es, para vincular al patrimonio corporativo o para cometer un
ilícito civil, las personas jurídicas han de actuar a través de seres humanos.
Pero si decimos que a la sociedad la representa el órgano de administración
volvemos a tener el mismo problema, porque el órgano no es un individuo, un ser
humano, sino un grupo. Si, por el contrario, consideramos que la persona
jurídica ostenta capacidad de obrar, la emisión de declaraciones de voluntad a
través de sus órganos encaja lógicamente. De modo que cuando los órganos actúan
o emiten declaraciones de voluntad, lo que sucede jurídicamente es que actúa o
emite una declaración de voluntad la persona jurídica.
De interés en la jurisprudencia es la STS 27-VII-2007: “En
la representación orgánica, es el propio ente el que actúa y no puede siquiera
afirmarse que haya una actuación alieno nomine, sino que es la propia sociedad
la que ejecuta sus actos a través del sistema legal y estatutariamente
establecido. De modo que los incumplimientos contractuales se han de atribuir,
en principio, a la sociedad como persona jurídica, sin responsabilidad, desde
luego, de los socios (artículo 1 LSA)”.
Lo más característico es, en efecto, que el poder de
representación de los administradores es ilimitado, en el sentido de que abarca
todo el giro o tráfico empresarial delimitado por el objeto social, e ilimitable
en el sentido de que los socios no pueden limitarlo con eficacia frente a
terceros dentro de dicho giro o tráfico. Los límites que deseen imponer los
socios a la actuación de los representantes tendrán eficacia puramente interna,
generarán responsabilidad si se infringen pero no evitan la vinculación de la
sociedad con los terceros. Se justifican estas especialidades por la necesidad
de proteger a los terceros que se relacionan con el patrimonio separado
reduciendo sus costes para asegurarse de la validez del contrato que celebran.
La introducción de un patrimonio separado en el tráfico exige no elevar los
costes de los terceros y, a tal efecto, a estos les basta con contratar con el
representante orgánico. En definitiva, representación voluntaria es representación
de un individuo (presentarse ante un tercero como si fuese dicho individuo) y
representación orgánica es representación de un patrimonio separado (persona
jurídica). Para que el administrador vincule con su actuación a la sociedad es
necesario que actúe por cuenta de la persona jurídica, lo que podrá ser objeto
de una manifestación expresa del administrador o deducirse de las
circunstancias. Puede presumirse que el administrador actúa por cuenta de la
sociedad cuando actúa dentro del giro o tráfico de la empresa.
Titularidad
El poder para representar – vincular – a la sociedad con
tercero corresponde a los administradores (art. 233 LSC). Quiénes sean las
personas concretas titulares del poder dependerá, pues, de la forma en que la
sociedad tenga organizada la administración. Como veremos inmediatamente, no se
trata de supuestos de limitación al poder de representación, sino de atribución
a un determinado sujeto del poder general de representación. El art. 233 LSC
c), que sienta una regla especial respecto al ejercicio del poder de
representación en caso de administradores mancomunados, no es aplicable a los
apoderados – no administradores aunque el poder sea general (RDGRN 27-II-2013).
Dado que la inscripción de los administradores en el Registro Mercantil no es
constitutiva, la falta de inscripción no afecta al poder de representación del
administrador debidamente nombrado y que ha aceptado el cargo.
Sin embargo, la DGRN (v., por ejemplo, RDGRN 6-XI-2012) no admite la inscripción de las compraventas
o hipotecas de inmuebles en el Registro de la Propiedad otorgadas por un
administrador no inscrito a pesar de que el Notario haya hecho constar la
suficiencia del poder del administrador y a pesar de lo dispuesto en el art 98
de la Ley 24/2001.
Es claro, en primer lugar, que la Junta no puede vincular a
la sociedad. Incluso en el supuesto de que la sociedad estuviera descabezada y
el órgano de administración completamente vacío, la Junta no podría actuar en
representación de la sociedad. Habría de nombrar administradores que asumieran
dicha representación recurriendo al auxilio judicial en casos extremos. No
puede adoptar acuerdos “repartiendo” el poder de representación entre los
administradores ni puede otorgar poderes (RDGRN 8-II-1975; 31-X-1989).
El poder de representación del Consejo
En segundo lugar, la atribución del poder de representación
a los administradores no plantea problema alguno cuando hay un administrador
único o cuando todos los administradores ostentan individualmente la
representación de la sociedad. Pero si la sociedad está administrada por un
Consejo de Administración, es necesario concretar quién y de qué modo
representa a la sociedad.
La ley aclara (art. 233.2 LSC) que, si hay un administrador
único, el poder de representación le corresponde a él; si hay varios
administradores solidarios, por completo
a todos y cada uno de ellos; si hay dos administradores conjuntos, la actuación
representativa requerirá el concurso de los dos, aunque no hace falta que
concurran simultáneamente; si son más de dos administradores mancomunados, “el
poder de representación se ejercerá mancomunadamente al menos por dos de ellos
en la forma determinada en los
estatutos” y si hay Consejo de Administración “el poder de
representación corresponde al propio Consejo, que actuará colegiadamente. No
obstante, los estatutos podrán atribuir el poder de representación a uno o
varios miembros el Consejo a título individual o conjunto”.
Que el poder de representación corresponde al Consejo
significa que vincularán a la sociedad los acuerdos o decisiones del Consejo
adoptados de conformidad con el procedimiento legal, acuerdos que habrá de
ejecutar la persona designada en los estatutos o en el Reglamento del Consejo
para ejecutarlos y, si no hay designación genérica, el acuerdo habrá de incluir
una delegación o autorización a personas determinadas (firmar el contrato cuya
celebración ha sido acordada por el Consejo, por ejemplo). En estos casos, el
que ejecuta el acuerdo es un representante-auxiliar, un mero nuntius de una
voluntad que se ha formado en la cabeza del órgano social.
Un nuntius es un representante que se limita a expresar o
transmitir una declaración de voluntad que se ha formado en otra persona. No es
un representante en el sentido que lo es un comisionista o un mandatario con
poder porque en el caso de éstos, el comisionista o el mandatario declara al
tercero con el que se relaciona en nombre y por cuenta del principal una
voluntad que se forma en la cabeza del propio mandatario.
Pero, como dice el in fine del art. 233.2 LSC, lo normal,
por razones de eficacia, es concentrar el poder de representación en un
individuo: el consejero-delegado. Si hay delegación de funciones, normalmente,
habrá también atribución del poder de representación al consejero-delegado. El
consejero-delegado es, pues, representante orgánico de la sociedad como lo es
el Consejo si así lo prevén los estatutos. El Consejo o los estatutos pueden
atribuir – aunque no suelen hacerlo – la representación a consejeros
determinados. Estos están obligados a ejercitar tal poder atendiendo a lo que
disponga el Consejo aunque, como veremos, externamente vincularán a la sociedad
con independencia de que hayan respetado las decisiones del Consejo o no. Se
discute, en tales casos, si el Consejo como colegio queda excluido de la
representación o si la representación corresponde a los administradores
designados y al Consejo. La doctrina se inclina por la segunda opción.
Ámbito del poder de representación
La Ley (art. 234 LSC) establece tres reglas para delimitar
el ámbito del poder de representación. La primera es que el poder se extiende a
todos los actos comprendidos en el objeto social delimitado en los estatutos.
La segunda es que la excepción de exceso de poder (actos que excedan el objeto
social) no es oponible por la sociedad a terceros que hubieran actuado de buena
fe y sin culpa grave, es decir frente a terceros que creyeran que los
administradores estaban actuando dentro del ámbito de su poder y que no
hubieran podido saber la verdad (que estaban actuando fuera del objeto social)
desplegando la mínima diligencia exigible a cualquier persona, diligencia que
no incluye una obligación de consultar los estatutos inscritos en el registro.
La tercera regla es que las limitaciones al poder de representación contenidas
en los estatutos, incluyendo aquellas que reducen las competencias del órgano
de administración a favor de la Junta en comparación con el modelo legal que
atribuye a los administradores el poder para realizar todos los actos comprendidos
en el objeto social, no son oponibles a terceros.
Con estas tres reglas, todos los ordenamientos europeos
eliminan la llamada doctrina ultra vires que protegía a los socios frente a las
actuaciones de los administradores con exceso de poder en un entorno – el
previo a la generalización del Registro Mercantil – en el que los socios no
disponían de mecanismos eficaces para controlar a los administradores y
respondían ilimitadamente de las deudas sociales.
“Dos explicaciones se han ofrecido tradicionalmente para el
auge y la decadencia de la doctrina ultra vires. La primera es que una
definición estrecha y del poder de representación de los administradores tenía
sentido en un momento en el que la constitución de la sociedad anónima confiere
privilegios especiales, una lógica que sin embargo se desvaneció con la
liberalización de los requisitos para la constitución de sociedades anónimas.
La segunda es que la doctrina ultra vires sirvió como una forma de protección
de los inversores, asegurando a los inversores que sus aportes de capital a la
empresa sólo se utilizarían en las industrias o actividades seleccionadas por
aquellos. El abandono de la doctrina en tiempos más recientes se explica con el
argumento de que eran, en última instancia, ineficaces, que inducían a la
litigación oportunista o que obstaculizaban la gestión de las empresas en un
entorno cada vez más cambiante o que devino innecesaria por la creciente
liquidez de los mercados de valores y la salida fácil que permite a los
accionistas descontentos con el cambio de objeto social… La doctrina ultra
vires pudo haber cumplido una importante función adicional en aquellas primeras
sociedades anónimas – como carreteras, bancos y compañías de seguros – que eran
esencialmente mutuas. En las empresas cuyos propietarios son sus clientes, la
naturaleza y las características específicas del negocio a que se dedica la
empresa importa mucho desde la perspectiva del accionista. Los primeros casos
de sociedades constituidas para construir una carretera en la que los
accionistas se negaron a desembolsar las acciones suscritas tras producirse un
cambio en el trazado de la carretera son un ejemplo ilustrativo de esta
preocupación. La doctrina ultra vires no sólo aseguraba a los socios que sus
aportaciones se destinarían a los destinos elegidos por ellos, sino también
reducían la posibilidad de utilizar las rentas de la actividad respecto de la
que la sociedad ostentaba derechos monopolísticos para subvencionar otra
actividad que tenía una distribución diferente de los beneficios entre los
accionistas de la empresa – un problema que atormenta a las cooperativas hasta
el día de hoy. Por otra parte… se aseguraba a los accionistas -comerciantes que
sus aportaciones no se destinarían a financiar a posibles competidores”.Henry
Hansmann & Mariana Pargendler, “Voting Restrictions in 19th Century
Corporations: Investor Protection or
Consumer Protection?”, 2010.
La primera consecuencia es que los estatutos o la junta
pueden limitar las facultades de los administradores, pero estos límites no
reducen el ámbito de su poder de representación. En otras palabras, las
limitaciones voluntarias no tienen eficacia frente a terceros aunque estén
recogidas en los estatutos; aunque estén inscritas en el Rregistro mercantil
(lo que, a contrario, significa que son inscribibles las limitaciones con
efectos meramente internos. contra, RDGRN 17-IX-2015) o aunque sean producto de
instrucciones expresas de la Junta a los administradores. Su infracción sólo
genera responsabilidad.
Los límites internos son naturalmente oponibles a los
terceros que conocían (mala fe) o debían haber conocido desplegando la mínima
diligencia exigible a cualquiera (culpa grave) que el administrador estaba
actuando fuera de su ámbito de facultades, prueba que corresponde a la
sociedad. Si el que contrata con la sociedad no es un tercero
(autocontratación, contratación del administrador con un socio), tampoco
quedará vinculada la sociedad de manera que el contrato será un contrato
celebrado por un representante sin poder que únicamente vinculará a la sociedad
si el acto se ratifica por ésta.
La finalidad del art. 234 LSC es liberar al tercero de la
carga de realizar averiguaciones sobre las limitaciones derivadas de la
relación entre el administrador y la sociedad, lo que puede ser muy complicado
para el tercero dado que dichas limitaciones pueden encontrarse en los
estatutos, en el Reglamento del Consejo, en el acuerdo del órgano colegiado
etc. Además, siendo el tercero conocedor de que el administrador está actuando
fuera de los límites del objeto social o del poder, puede pensar razonablemente
en muchos casos que la sociedad ratificará lo hecho por el administrador (art.
1259.2 CC) lo que obligaría a rechazar que el tercero fuera un tercero de mala
fe. De ahí que sea razonable afirmar que los límites serán oponibles al tercero
sólo cuando la sociedad pruebe que el tercero conocía positivamente que el
administrador estaba actuando fuera del objeto social o, dadas las
circunstancias, no podía ignorar que el acto infringía el límite del objeto. La
culpa grave se deducirá, por ejemplo, si cualquier persona en la situación de
ese tercero debería haberse dado cuenta de que los administradores estaban
actuando fuera del objeto social. La jurisprudencia alemana lo formula diciendo
que basta con que el tercero que contrata con el administrador no pueda dejar
de apreciar que éste está actuando abusivamente (fuera del objeto social o en
contra de lo dispuesto en los estatutos). “Son necesarios y suficientes
indicios contundentes que llevarían a cualquiera a preguntar al representado
sobre si el representante está actuando fuera del poder”
K. Schmidt, Gesellschaftsfrecht, p 259. V. STS 12-III-2012,
venta del principal activo de la sociedad por un apoderado utilizando un poder
otorgado por la administradora de la sociedad. La venta se produce tras la
destitución de la administradora que había otorgado el poder y se realiza en
términos claramente perjudiciales para la sociedad. El Supremo afirma que el
poder había quedado revocado tácitamente como consecuencia de la destitución de
la administradora y que el hermano-apoderado había actuado con abuso de poder y
que el tercero – el comprador – no
quedaba protegido porque no era de buena fe respecto de la subsistencia del
poder. Más interesante nos parece una cuestión que no es analizada en la
Sentencia y es la de la carga de la prueba de la vigencia del poder. En un caso
como éste, en el que el poder no se inscribió en el Registro Mercantil (no
sabemos si se otorgó en escritura pública) cabría sospechar que el hermano
obtuvo el apoderamiento de su hermana, una vez que ésta había sido destituida.
Simplemente “pre-dató” el poder. Este es un problema muy serio y estuvo en la
base de algunas de las actuaciones de los administradores de Rumasa en los años
ochenta: firmaban letras de cambio como administradores de Rumasa a favor de
“amigos” y a cargo de Rumasa poniendo como fecha de emisión una en la que
todavía no habían sido destituidos como consecuencia de la intervención de
estas empresas por el Estado. De ahí la importancia de la fecha cierta en el
otorgamiento de los poderes y de la inscripción en el Registro Mercantil de los
que tengan carácter general. Pero habría que ir más allá y entender que si el
negocio jurídico se lleva a cabo (la venta de los inmuebles de la compañía en
este caso; la adquisición de la letra de cambio por el tercero que reclama su
pago) en una fecha posterior a la destitución del administrador – poderdante,
la carga de probar que el poder no había sido revocado corresponde al tercero
que reclame el cumplimiento del contrato celebrado por el apoderado. Esto es,
en el caso, debía ser el adquirente de los inmuebles el que probase que los
poderes del hermano que se los vendió estaban en vigor en el momento de la
celebración del negocio. Tal distribución de la carga de la prueba debe
afirmarse cuando se deduzca, como era el caso, de los propios poderes o del
Registro Mercantil que la que había otorgado tales poderes había sido
destituida como administradora a la fecha de celebración de la compraventa. A
salvo, naturalmente, de que los poderes estuvieran inscritos en el Registro
mercantil, porque, en tal caso, habría que entender que los actuales
administradores no quisieron revocarlos al destituir al que los otorgó.
Obviamente, la sociedad quedará vinculada por los actos de
sus administradores, empleados o terceros cuando éstos deban considerarse
imbuidos de un poder de representación de carácter voluntario o aparente
(p.ej., factor notorio ex art. 285 C de c) de acuerdo con las reglas generales
sobre el mandato representativo (STS 18-III-1999).
Los administradores pueden otorgar poderes, cuyo régimen
jurídico será el de la representación voluntaria (arts. 1709 ss CC) y no el de
la representación orgánica, con las consecuencias correspondientes en materia
de extensión del poder, revocación expresa o tácita, obligación de exigir la
exhibición del poder por parte del tercero, abuso de poder. Jesus Alfaro
Contenido curado por César Heras (Social Media) HERAS ABOGADOS BILBAO
S.L.P.
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