Texto recogido para nuestros lectores en Almacén de
Derecho (Juan Damián Moreno)
El derecho penal está constituido por el conjunto de normas
que vienen configuradas como límites en relación con las posibilidades de actuación
que tienen los sujetos en una determinada sociedad; desde este punto de vista,
las conductas tipificadas en el código penal vienen establecidas con el fin de
fijar unos estándares mínimos de moralidad que una comunidad considera
imprescindibles para la pacífica convivencia; por ello, la infracción de las
reglas en esta materia da lugar a la posibilidad de que la sociedad reaccione
con mucha más intensidad de lo que lo hace ante el incumplimiento de las normas
del derecho privado, persiguiendo el delito e imponiendo una pena al infractor,
que es la sanción jurídica que por lo general el ordenamiento jurídico de un
país contempla para el supuesto de contravención de la ley penal.
Eso no quiere decir que no haya quien considere que existan
conductas, que debiendo estar sancionadas penalmente, no lo están; y, por lo
mismo, puede que haya quien opine que hay conductas que aunque se encuentren
tipificadas penalmente, no debieran estarlo. Pero este tipo de especulaciones,
siendo socialmente valiosas, entran dentro del ámbito del deber ser. En cambio,
el ámbito del derecho penal se mueve por lo general en el terreno del derecho
que es, el cual a veces no se corresponde con el derecho que debe ser; de ahí
que sea al poder legislativo a quien le corresponda en las sociedades
democráticas decidir cuáles han de ser tales conductas punibles.
Desde este punto de vista de su incardinación en el sistema
judicial, estas normas tienen la consideración de normas de carácter sustantivo
ya que son las que definen el supuesto de hecho que da lugar a la consecuencia
de que debe ser aplicada en el proceso penal ya que como sabemos, la norma
penal sólo es capaz de enunciar una regla general y abstracta.
El derecho a imponer una pena recibe el nombre de ius
puniendi, cuya titularidad por tanto no pertenece privativamente a ningún
miembro de la colectividad sino a toda ella; esto es, al Estado, quien ha
asumido el ejercicio de este derecho para evitar los efectos que un uso
desmedido y revanchista de este derecho pudiera provocar en la sociedad si el
castigo quedara en manos de los particulares, a quienes les está vedado el
derecho a imponer pena alguna; eso supondría tanto como reconocerles la
facultad de ser jueces de sus propias causas y atribuirles el derecho a tomarse
la justicia por su mano.
Precisamente, según la magistral intuición de John Locke
expresado en su «Ensayo sobre el gobierno civil», ese es uno de los propósitos
esenciales del gran pacto que da lugar a la sociedad civil, donde cada uno
transfiere su derecho a perseguir los atropellos causados en sus propias
personas y bienes en favor del Estado renunciando con ello al empleo de la
fuerza. Por eso, el proceso de tipo acusatorio es el mejor antídoto contra las
devastadoras consecuencias que el rencor y la venganza ocasionan a la hora de
responder al mal. En este sentido, aunque un sector de la doctrina haya
subrayado que la función del proceso penal no debe quedar reducida
exclusivamente a la aplicación de una pena, pues junto a esta finalidad
esencial coexisten otras como es la de garantizar la de proteger a las víctimas
de los delitos, lo cierto es que su fin principal es asegurar que la condena es
llevada a cabo a través de un juicio justo y con todas las garantías.
El hecho de que el Estado confíe al juez la facultad de
actuar el derecho de penar, no quiere decir que le corresponda imponer la pena
como quien aplica una penitencia. Aunque el Estado se haya reservado la
potestad de actuar, sancionando con una pena la comisión de un delito, eso no
quiere decir que pueda actuar el ius puniendi de cualquier manera.
De conformidad con los postulados del Estado de Derecho, la
única forma posible de imponer una pena como consecuencia de la comisión de un
delito es mediante el proceso penal: de aquí se infiere el carácter
instrumental que se le asigna respecto del derecho penal sustantivo. No hay
pena sin proceso ya que el proceso es lo que condiciona la pena («nulla poena
sine iudicio»). La imposición de una pena no puede realizarse al margen del
proceso y sin una previa declaración de la responsabilidad criminal.
El proceso penal no es un instrumento para la persecución,
sino una garantía frente a ella; un instrumento dispuesto en beneficio del
ciudadano y no en contra de él; no es para castigar sino para saber si se debe
o no se debe castigar. Su objeto es determinar si el hecho enjuiciado tiene
encaje o se encuentra bajo los dominios de código penal y, por lo tanto, la
función del juez penal es verificar si, a la vista de una conducta dada, el
hecho forma parte de alguna de las infracciones que vienen tipificadas en la
ley penal.
Los procesalistas solemos decir que el objeto del proceso no
está constituido por la acción en cuanto existente sino en cuanto es afirmada:
El juez no puede saber «a priori» quien merece que se le imponga una pena. Esto
corresponde decidirlo a un juez tras la sustanciación de un proceso. Es el
tribunal sentenciador quien, una vez que la acción penal ha sido afirmada,
puede tras el juicio imponer la pena en caso de que la tenga como existente. El
juicio oral no es una garantía formal llamada a dar cobertura a la actividad
investigadora del Estado; no es un simple ornamento que dé lustre al proceso
penal.
Como señalara Salvatore Satta, el proceso no persigue un fin
ajeno a proceso mismo: giudicare, non punire, ese el gran misterio del proceso.
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