Los mercados financieros demuestran que se encuentran en carne
viva, con una sensibilidad que les hace reaccionar de forma extrema ante casi
cualquier dato. Ayer, la coincidencia de varias informaciones negativas, de muy
diferente índole, hizo que el espasmo fuera especialmente violento y provocara
caídas generalizadas en las principales bolsas del mundo.
Se confabularon, por un lado, la primera contracción desde enero
de las ventas minoristas en Estados Unidos (acompañada por la mengua de los
precios de la producción en el mismo país) con, por otro lado, los rumores
sobre una salida precipitada de Grecia del programa de rescate de la troika,
más el retroceso de los precios del petróleo a mínimos de ocho meses, entre
otros factores.
Con todo, un simple mal día no basta para explicar movimientos
como la caída del 3,59% que sufrió el Ibex 35 y su cierre en el nivel más bajo
desde marzo (9.838,50 puntos).
Conviene contemplar la evolución del selectivo español con más
perspectiva. No en vano, en las últimas tres semanas el retroceso acumulado del
Ibex 35 roza el 12%. Esa cantidad es comparable a los 18 puntos de contracción
experimentados en julio de 2012, en los 21 días previos a que el BCE lanzara su
primer mensaje de acción en pro de la supervivencia del euro.
Entonces como ahora, más allá de los datos coyunturales, subyace
en los mercados la preocupación por el futuro económico europeo. Hoy ya no se
trata de los temores a un resquebrajamiento de la Unión Monetaria; lo que está
en juego en estos momentos es su igualmente peligrosa japonización.
Un escenario de caídas del PIB (seguidas de nulo
crecimiento), deflación e ingente deuda pública es factible en una zona del
euro en la que Alemania recorta radicalmente sus previsiones de crecimiento
hasta niveles (1,2% en 2014) que, sin embargo, son envidiables para las
estancadas Francia e Italia. Su esclerosis ya tiene repercusiones en la
periferia europea: las exportaciones españolas cayeron en agosto pasado a un
ritmo no visto desde 2009.
La situación vuelve a ser crítica en Europa, por tanto, y los
mercados reaccionan del mismo modo en que lo hicieron en 2012: señalando al
BCE. Lo hacen con base; no en vano, aquel "lo que sea necesario para salvar
al euro" que Mario Draghi pronunció zanjó los ataques contra el euro.
Ahora, no obstante, ante un escenario tan complicado como el que plantea la que
sería la tercera recesión desde 2008, las palabras se hallan lejos de ser
suficientes.
Draghi aún se guarda un arma de tanto alcance como sería una
acción de compra masiva de deuda pública, un quantitative easing (QE)
al estilo de la Reserva Federal. La comparación con la Fed no es gratuita: EEUU
también apuró, en 2010, hasta el borde de la recaída en una recesión, que
finalmente se esquivó gracias al programa masivo de compras de activos de Ben
Bernanke. Es innegable que la zona del euro no es EEUU y que la coexistencia de
diferentes, incluso opuestas, estrategias fiscales impide que la política monetaria
tenga los mismos efectos a ambos lados del Atlántico.
Por tanto, Draghi debe seguir reclamando reformas estructurales
a los Gobiernos del euro. Con todo, la situación exige más del BCE. Su
reunión del próximo día 6 no puede concluir, como en la de octubre, con un
mensaje poco concreto, en el que ni siquiera se fijó el alcance de su
última decisión, basada en la adquisición de activos bancarios. Conviene que el
banquero central recuerde la advertencia que él mismo lanzó en agosto: "El
riesgo de hacer poco supera ahora al de hacer demasiado".
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